Blogia
La Cantera (Santa Fe)

EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA - Norberto Bobbio

UNA DEFINICIÓN MÍNIMA DE DEMOCRACIA

Hago la advertencia de que la única manera de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las formas de gobierno autocrático, es considerarla caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos. Todo grupo social tiene necesidad de tomar decisiones obligatorias para todos los miembros del grupo con el objeto de mirar por la propia sobrevivencia. Tanto en el interior como en el exterior. Pero incluso las decisiones grupales son tomadas por individuos (el grupo como tal no decide). Así pues, con el objeto de que una decisión tomada por individuos (uno, pocos, muchos, todos) pueda ser aceptada como una decisión colectiva es necesario que sea tomada con base en reglas (no importa si son escritas u consuetudinarias) que establecen quiénes son los individuos autorizados a tomar las decisiones obligatorias para todos los miembros del grupo y con qué procedimientos. Ahora bien, por lo que respecta a los sujetos llamados a tomar (o a colaborar en la toma de) decisiones colectivas, un régimen democrático se caracteriza por la atribución de este poder (que en cuanto autorizado por la ley fundamental se vuelve un derecho) a un número muy elevado de miembros del grupo. Me doy cuenta de que fue un "número muy elevado" es una expresión vaga. Pero por encima del hecho de que los discursos políticos se inscriben en el universo del "más o menos" o del "por lo demás", no se puede decir "todos", porque aun en el más perfecto de los regímenes democráticos no votan los individuos que no han alcanzado una cierta edad. Como gobierno de todos la omnicracia es un ideal límite. En principio, no se puede establecer el número de quienes tienen derecho al voto por el que se pueda comenzar a hablar de régimen democrático, es decir, prescindiendo de las circunstancias históricas y de un juicio comparativo: solamente se puede decir que en una sociedad, en la que quienes tienen derecho al voto son los ciudadanos varones mayores de edad, es más democrática que aquella en la que solamente votan los propietarios y, a su vez, es menos democrática que aquella en la que tienen derecho al voto también las mujeres. Cuando se dice que en el siglo pasado en algunos países se dio un proceso continuo de democratización se quiere decir que el número de quienes tienen derecho al voto aumentó progresivamente.

Por lo que respecta a la modalidad de la decisión la regla fundamental de la _democracia es la regla de la mayoría, o sea, la regla con base en la cual se consideran decisiones colectivas y, por canto, obligatorias pan todo el grupo, las decisiones aprobadas al menos por la mayoría de quienes, deben de tomar la decisión. Si es válida una decisión tomada por la mayoría, con mayor razón es válida una decisión tomada por unanimidad. Pero la unanimidad es posible solamente en un grupo restringido u homogéneo, y puede ser necesaria en dos casos extremos y contrapuestos: en unta decisión muy grave en la que cada uno de los participantes tiene derecho de veto o en una de poca importancia en la que se declara condescendiente quien no se opone expresamente (es el caso del consenso tácito). Obviamente la unanimidad es necesaria cuando los que deciden solamente son dos, lo que distingue netamente la decisión concordada de la decisión tomada por ley (que normalmente es aprobada por mayoría).

Por lo demás, también para una definición mínima de democracia, como es la que adopto, no basta ni la atribución del derecho de participar directa o indirectamente en la toma de decisiones colectivas para un número muy alto de ciudadanos ni la existencia de reglas procesales como la de mayoría (o en el caso extremo de unanimidad). Es necesaria una tercera condición: es indispensable que aquellos que están llamados a decidir o a elegir a quienes deberán decidir, se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación, etc... los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se construyó la doctrina del Estado de derecho en sentido fuerte, es decir, del Estado que no sólo ejerce el poder sub lege, sino que lo ejerce dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados derechos "inviolables" del individuo. Cualquiera que sea el fundamento filosófico de estos derechos, ellos son el supuesto necesario del correcto funcionamiento de los mismos mecanismos fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen democrático. Las normas constitucionales que atribuyen estos derechos no son propiamente reglas del juego: son reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego.

De ahí que el Estado liberal no solamente es el supuesto histórico sino también jurídico del Estado democrático. El Estado liberal y el Estado democrático son interdependientes en dos formas: 1) en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales. En otras palabras: es improbable que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco probable que un Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales. La prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal y el Estado democrático cuando caen, caen juntos.

LOS IDEALES Y LA "CRUDA REALIDAD”

Esta referencia a los principios me permite entrar en materia, de hacer, como dije, alguna observación sobre la situación actual de la democracia. Se trata de un tema que tradicionalmente se debate bajo el nombre de "transformaciones de la democracia". Si se reuniese todo lo que se ha escrito sobre las transformaciones de la democracia o sobre la democracia en transformación se podría llenar una biblioteca. Pero la palabra "transformación" es tan vaga que da lugar a las más diversas interpretaciones: desde la derecha (pienso por ejemplo en el libro de Pareto, Trasformazione della democrazia, 1920, verdadero arquetipo de una larga e ininterrumpida serie de lamentaciones sobre la crisis de la civilización), la democracia se ha transformado en un régimen semi anárquico que tendrá como consecuencia la "destrucción" del Estado; desde la izquierda (pienso por ejemplo en un libro como el de Jhannes Agnoll Die Transformationen der Democratie, 1967, típica expresión de la crítica extraparlamentaria), la democracia parlamentaria se está transformando cada vez más en un régimen autocrático. Me parece más útil para nuestro objetivo concentrar nuestra reflexión en la diferencia entre los ideales democráticos y la "democracia real" (uso esta expresión en el mismo sentido en el que se habla de "socialismo real"), que en la transformación. No hace muchos días un interlocutor me recordó las palabras conclusivas que Pasternak hace decir a Gordon, el amigo del doctor Zivago: "Muchas veces ha sucedido en la historia. Lo que fue concebido como noble y elevado se ha vuelto una cruda realidad, así Grecia se volvió Roma, la Ilustración rusa se convirtió en la Revolución rusa. De la misma manera agrego, el pensamiento liberal y democrático de Locke, Rousseau, Tocqueville, Bentham, John Stuart Mill, se volvió la acción de... (pongan ustedes el nombre que les parezca, no tendrán dificultad en encontrar más de uno). Precisamente es de esta "cruda realidad" y no de lo que fue concebido como "noble y elevado" que debemos hablar o, si ustedes quieren, del contraste entre lo que había sido prometido y lo que se realizó efectivamente.

Señalo seis de estas falsas promesas.

1. EL NACIMIENTO DE LA SOCIEDAD PLURALISTA

La democracia nació de una concepción individualista de la sociedad, es decir de aquella concepción para la que –contrariamente a la orgánica, dominante en la antigüedad y en la Edad Media, según la cual el todo es antes que las partes- la sociedad, toda forma de sociedad, especialmente la política, es un producto artificial de la voluntad de los individuos.

A la formación de la concepción individualista de la sociedad y del Estado y a la disolución de la orgánica contribuyeron tres acontecimientos que caracterizan la filosofía social de la edad moderna:

a) el contractualismo de los siglos XVII y XVIII que parte de la hipótesis de que antes que la sociedad civil existe el estado natural en el que son soberanos cada uno de los individuos libres e iguales, los cuales pactan entre ellos para dar vida a un poder común al que incumbe la función de garantizar sus vidas y sus libertades (así como sus propiedades);

b) el nacimiento de la economía política, es decir de un análisis de la sociedad y de las relaciones sociales cuyo sujeto sigue siendo el individuo, el homo oeconomicus (y no el politikón zoon de la tradición, que no es considerado por sí mismo sino sólo como miembro de una comunidad), que, según Adam Smith, “persiguiendo su propio interés, a menudo promueve el de la sociedad de forma más eficaz de lo que pretende realmente promoverlo” (es conocida, por lo demás, la reciente interpretación de Macpherson según la cual el Estado natural de Hobbes y de Locke es una prefiguración de la sociedad de mercado);
b) la filosofía utilitarista desde Bentham a Mill, según la que el único criterio para fundamentar una ética objetivista, y por tanto para distinguir el bien del mal sin recurrir a conceptos vagos como “naturaleza” y similares, es el de partir de la consideración de estados esencialmente individuales como el placer y el dolor y resolver el problema tradicional de bien común en la suma de los bienes individuales o, según la fórmula benthamiana, en la felicidad de la mayoría.

Partiendo de la hipótesis del individuo soberano que, al pactar con otros individuos en igual medida soberanos, crea la sociedad política, la doctrina democrática imaginó un Estado sin cuerpos intermedios, una sociedad política en la que entre el pueblo soberano compuesto por muchos individuos (un hombre, un voto) y sus representantes no existiesen las sociedades particulares desaprobadas por Rousseau y privadas de autoridad por la ley Le Chapelier (abolida en Francia en 1887). Lo que ha sucedido en los estados democráticos es lo opuesto totalmente: los grupos, grandes organizaciones, asociaciones de la más diversa naturaleza, sindicatos de las más heterogéneas profesiones y partidos de las más diferentes ideologías se han convertido cada vez más en sujetos políticamente relevantes, mientras que los individuos lo han hecho cada vez menos. Los grupos y no los individuos son los protagonistas de la vida política en una sociedad democrática, en la cual ya no hay un soberano –el pueblo o nación, compuesto por individuos que han adquirido el derecho a participar directa o indirectamente en el gobierno, el pueblo corno unidad ideal (o mística)-, sino el pueblo dividido, de hecho, en grupos contrapuestos y en competencia entre sí, con su autonomía relativa respecto al gobierno central (autonomía que los individuos han perdido o no han tenido nunca si no es en un modelo ideal de gobierno democrático que siempre ha sido desmentido por los hechos).

El modelo ideal de la sociedad democrática era una sociedad centrípeta. La realidad que tenemos a la vista es una sociedad centrífuga, que no tiene un solo centro de poder (la voluntad general de Rousseau), sino muchos, y que merece el nombre, en el que concuerdan los estudiosos de política, de sociedad policéntrica o poliárquica (con expresión más rotunda pero no del todo incorrecta, policrática). El modelo del Estado democrático fundamentado en la soberanía del príncipe era una sociedad monista. La sociedad real, bajo los gobiernos democráticos, es pluralista.

2. LA REIVINDICACIÓN DE LOS INTERESES

De esta primera transformación (primera en el sentido de que afecta a la distribución del poder) ha derivado la segunda, relativa a la representación. La democracia moderna, nacida como democracia representativa, en contraposición a la democracia de los antiguos, habría debido estar caracterizada por la representación política, es decir por una forma de representación en la que el representante, llamado a perseguir los intereses de la nación, no puede estar sujeto a un mandato vinculado. El principio sobre el que se fundamenta la representación política es la antítesis exacta de aquel sobre el que se fundamenta la representación de los intereses, en la que el representante, al tener que perseguir los intereses particulares del representado, está sujeto a un mandato vinculado (propio del contrato de derecho privado que prevé la revocación por exceso de mandato). El mandato libre había sido una prerrogativa del rey, el cual, al convocar a los Estados generales, pretendía que los delegados de los distintos estamentos no fuesen enviados a la asamblea con pouvoirs restrictifs. Expresión clara de la soberanía, el mandato libre fue transferido de la soberanía del rey a la soberanía de la asamblea elegida por el pueblo. Desde entonces la prohibición de mandato imperativo se ha convertido en una regla constante de todas las constituciones de democracia representativa, y la defensa a ultranza de la representación política ha encontrado siempre convencidos sustentadores en los partidarios de la democracia representativa contra los intentos de sustituirla o de integrarla en la representación de los intereses.

Nunca una norma constitucional ha sido más violada que la prohibición del mandato imperativo. Nunca un principio ha sido más desatendido que el de la representación política. Pero, ¿en una sociedad compuesta por grupos relativamente autónomos que luchan por su supremacía, por hacer valer sus propios intereses contra otros grupos, una tal norma, un tal principio, podían alguna vez ser llevados a la práctica? Aparte del hecho de que cada grupo tiende a identificar el interés nacional con el interés del propio grupo, ¿existe algún criterio general que pueda permitir distinguir el interés general del interés particular de éste o aquel grupo, o de la combinación de intereses particulares de grupos que se ponen de acuerdo entre ellos en detrimento de otros? Quien representa intereses particulares tiene siempre un mandato imperativo. ¿Y dónde podemos encontrar un representante que no represente intereses particulares? Seguro que no en los sindicatos, de los cuales por otra parte depende la estipulación de acuerdos, como son los acuerdos nacionales sobre organización y el costo del trabajo que tienen una enorme importancia política. ¿En el parlamento? Pero, ¿qué representa la disciplina de partido sino una abierta violación de la prohibición de mandato imperativo? Los que a veces se escapan de la disciplina de partido a través del voto secreto, ¿no son acaso señalados como “francotiradores”, es decir como réprobos dignos de ser entregados al rechazo público? Aparte de todo, la prohibición de mandato imperativo es una regla no sancionada. Es más, la única sanción temida por el diputado cuya reelección depende del apoyo del partido es la que se traduce de la trasgresión de la regla opuesta que le impone considerarse vinculado al mandato que ha recibido del propio
partido.

Una prueba más de la reivindicación, me atrevería a decir que definitiva, de la representación de los intereses sobre la representación política es el tipo de relación que ha ido instaurándose en la mayor parte de los Estados democráticos europeos entre los grandes grupos de intereses contrapuestos (representantes respectivamente de los industriales y de los obreros) y el parlamento, una relación que ha dado lugar a un nuevo tipo de sistema social que ha sido llamado, con o sin razón, neocorporativo. Este sistema está caracterizado por una relación triangular en la que el gobierno, idealmente representante de los intereses nacionales, interviene únicamente como mediador entre las partes sociales y todo lo más como garante (generalmente impotente) de la observancia del acuerdo. Los que elaboraron, hace cerca de diez años este modelo, que ocupa hoy el centro del debate sobre las “transformaciones” de la democracia, definieron la sociedad neocorporativa como una forma de solución de los conflictos sociales que se sirve de un procedimiento, el del acuerdo entre grandes organizaciones, que no tiene nada que ver con la representación política, y es, por el contrario, un exponente típico.

3. PERSISTENCIA DE LAS OLIGARQUÍAS

Considero como tercera promesa incumplida la derrota del poder oligárquico. No necesito insistir mucho sobre este punto porque es un tema muy tratado y poco controvertido, al menos desde que a finales de siglo Gaetano Mosca expuso la teoría de la clase política que fue llamada, por influencia de Pareto, teoría de las élites. El principio inspirador del pensamiento democrático siempre ha sido la libertad entendida como autonomía, es decir como capacidad de darse leyes a sí mismos, según la famosa definición de Rousseau, que debería tener como consecuencia la perfecta identificación entre quien establece y quien recibe una regla de conducta, y por tanto, la eliminación de la distinción tradicional, sobre la que se ha fundamentado todo el pensamiento político, entre gobernados y gobernantes. La democracia representativa, que es la única forma de democracia que existe y funciona, es ya por sí misma una renuncia al principio de libertad como autonomía. La hipótesis de que la futura computercracia, como ha sido llamada, permita el ejercicio de la democracia directa, es decir que dé a cada ciudadano la posibilidad de trasmitir su voto a un cerebro electrónico, es pueril. A juzgar por las leyes que aparecen cada año en Italia, el buen ciudadano debería ser llamado a expresar su voto al menos una vez al día. El exceso de participación, que produce el fenómeno que Dahrendorf ha denominado, desaprobándolo, del ciudadano total, puede tener como efecto la saciedad de la política y el aumento de la apatía electoral. El precio que debe pagarse por el compromiso de pocos es a menudo la indiferencia de muchos. Nada hay más peligroso para la democracia que el exceso de democracia.

Naturalmente la presencia de élites en el poder no borra la diferencia entre regímenes democráticos y regímenes autocráticos. Lo sabía incluso Mosca, que sin embargo era un conservador que se declaraba liberal pero no demócrata, el cual ideó una compleja tipología de las formas de gobierno con el fin de mostrar que, aun no faltando nunca las oligarquías en el poder, las diversas formas de gobierno se distinguen en base a su distinta formación y organización. Puesto que he partido de una definición de democracia fundamentalmente procedimental no se puede olvidar que uno de los defensores de esta interpretación, Joseph Schumpeter, dio en la diana cuando sostuvo que la característica de un gobierno democrático no es la ausencia de élites sino la presencia de varias élites que compiten entre sí por la conquista del voto popular. En el reciente libro de Macpherson, The Life and Times of Liberal Democracy, se distingue cuatro fases en el desarrollo de la democracia desde el siglo pasado hasta hoy: la fase actual, definida como “democracia de equilibrio”, corresponde a la definición de Schumpeter. Un elitista italiano, intérprete de Mosca y Pareto, distinguió de forma sintética y, a mi modo de ver, incisiva, las élites que se imponen de las que se proponen.

4. EL ESPACIO LIMITADO

Si la democracia no ha logrado acabar del todo con el poder oligárquico, menos todavía ha conseguido ocupar todos los espacios en los que se ejercita un poder que toma decisiones vinculantes para todo un grupo social. En este punto la distinción que entra en juego ya no es entre poder de pocos y de muchos, sino entre poder ascendente y poder descendente. Por otra parte, en este terreno se debería hablar más de inconsecuencia que de no actuación, ya que la democracia moderna nació como método de legitimación y de control de las decisiones políticas en sentido estricto, o del “gobierno” propiamente dicho, sea nacional o local, donde el individuo se toma en consideración en su rol general de ciudadano y no en la multiplicidad de sus roles específicos de fiel de una iglesia, trabajador, estudiante, soldado, consumidor, enfermo, etc. Tras la conquista del sufragio universal, si puede hablarse todavía de una extensión del proceso de democratización, éste se debería dar no tanto en el paso de la democracia política a la democracia social, no tanto en la respuesta a la pregunta: “¿quién vota?”, sino en la respuesta a este pregunta: “¿dónde se vota?” En otras palabras, cuando se quiere conocer si ha habido un desarrollo de la democracia en un país dado, habría que ver no si ha aumentado el número de los que tienen el derecho a participar en las decisiones que les afectan sino los espacios en los que pueden ejercitar este derecho. Mientras los dos grandes bloques de poder que existen en las sociedades avanzadas, la empresa y el aparato administrativo, no se vean afectados por el proceso de democratización -aparte de que esto sea, además de posible, también deseable-, éste no puede darse por acabado.
Creo, sin embargo, de un cierto interés observar que en algunos de estos espacios no políticos (en el sentido tradicional de la palabra), por ejemplo en la fábrica, se ha dado alguna vez la proclamación de algunos derechos de libertad en el ámbito del específico sistema de poder, a semejanza de lo que sucedió con las declaraciones de los derechos del ciudadano respecto al sistema del poder político: me refiero, por ejemplo, al estatuto de los trabajadores que se dictó en Italia en 1970, y a las iniciativas en curso para la proclamación de una carta de los derechos del enfermo. También respecto a las prerrogativas del ciudadano frente al Estado, la concesión de los derechos de libertad ha precedido a la de los derechos políticos. Como ya he dicho cuando he hablado de la relación entre Estado liberal y Estado democrático ha sido una consecuencia natural de la concesión de los derechos de libertad, porque la única garantía del respeto de los derechos de libertad está en el derecho a controlar el poder a que corresponde esta garantía.

5. EL PODER INVISIBLE

La eliminación del poder invisible es la quinta promesa no cumplida por la democracia real respecto a la ideal. A diferencia de la relación entre democracia y poder oligárquico, sobre la cual hay una muy rica literatura, el tema del poder invisible ha sido hasta ahora muy poco explorado (entre otras razones porque escapa a las técnicas de investigación empleadas normalmente por los sociólogos, como entrevistas, sondeos de opinión, etc.). Puede ser que yo esté particularmente influenciado por lo que sucede en Italia, donde la presencia del poder invisible (mafia, camorra, logias masónicas anómalas, servicios secretos incontrolados y protectores de los subversivos a los que deberían controlar), es, permítaseme el juego de palabras, visibilísima. Ocurre, sin embargo, que el tratamiento más amplio del tema hasta este momento lo he encontrado en un libro de un estudioso americano, Alan Wolfe, The Limits of Legitimacy, que dedica un capítulo muy documentado a lo que él llama el “doble Estado”, doble en el sentido de que junto a un Estado visible existiría un Estado invisible. Que la democracia naciese con la perspectiva de hacer desaparecer para siempre de las sociedades humanas el poder invisible para dar vida a un gobierno cuyas acciones habrían debido ser llevadas a cabo en público au grand jour (por usar la expresión de Maurice Joly), es bien sabido. Modelo de la democracia moderna fue la democracia de los antiguos, de forma particular la de la pequeña ciudad de Atenas, en los felices días en que el pueblo se reunía en el ágora y tomaba libremente, a la luz del sol, las decisiones propias después de haber escuchado a los oradores que ilustraban los diferentes puntos de vista. Platón para denigrarla (pero Platón era un antidemócrata) la llamó “teatrocracia” (palabra que se encuentra, no por casualidad, también en Nietzsche). Una de las razones de la superioridad de la democracia frente a los estados absolutos que habían revalorizado los arcana imperii y defendían con argumentos históricos y políticos la necesidad de que las grandes decisiones políticas fueran tomadas en los gabinetes secretos, lejos de las miradas indiscretas de la gente, fue la convicción de que el gobierno democrático podría finalmente dar vida a la transparencia del poder, al “poder sin máscara”.

En el Apéndice a la Paz Perpetua Kant enunció e ilustró el principio fundamental según el cual “todas las acciones relativas al derecho de otros hombres, cuyo enunciado no sea susceptible de publicidad, son injustas”, queriendo decir que una acción que estoy obligado a mantener en secreto es ciertamente una acción no sólo injusta sino de una naturaleza tal que, si fuese hecha pública, suscitaría tal reacción que haría imposible su realización: por poner el ejemplo aducido por el mismo Kant, ¿qué Estado podría declarar públicamente, en el mismo momento en qué se estipula una tratado internacional, que no lo observará?, ¿qué funcionario puede declarar abiertamente que usará el dinero público para intereses privados? De este planteamiento del problema resulta que la obligación de la publicidad de los actos de gobierno es importante no sólo, como se suele decir, para permitir al ciudadano conocer los actos de quien detenta el poder y por tanto controlarlos, sino también porque la publicidad es ya por sí misma una forma de control, es un expediente que permite distinguir lo que es lícito de lo que no lo es. No es casualidad que la política de los arcana imperii avanzase pareja con las teorías de la razón de Estado, es decir con las teorías según las cuales es lícito para el Estado lo que no es lícito para los ciudadanos particulares y por tanto el Estado se ve obligado, para no producir escándalo, a actuar en secreto. (Para dar una idea del poderío excepcional del tirano, Platón dice que sólo al tirano le es lícito hacer en público actos escandalosos que los comunes mortales imaginan realizar únicamente en sueños.) No hace falta decir que el control público del poder es mucho más necesario en una época, como la nuestra, en que los instrumentos técnicos de los que puede disponer quien detenta el poder para conocer todo lo que hacen los ciudadanos han aumentado enormemente, son prácticamente ilimitados. Si he manifestado alguna duda de que la computercracia pueda ayudar a la democracia gobernada, no tengo ninguna sobre el servicio que puede prestar a la democracia gobernante. El ideal del poderoso ha sido siempre ver cada gesto y oír cada palabra de sus subordinados (a ser posible sin ser visto ni oído): este ideal es hoy alcanzable. Ningún déspota de la antigüedad, ningún monarca absoluto de la edad moderna, aun rodeado por miles de espías, logró jamás conseguir sobre sus súbditos todas las informaciones que el más democrático de los gobiernos puede obtener con el uso de cerebros electrónicos. La vieja pregunta que recorre toda la historia del pensamiento político: “¿quién vigila a los vigilantes?”, hoy puede repetir con esta otra fórmula: “¿quién controla a los controladores?” Si no se consigue encontrar una respuesta adecuada a esta pregunta, la democracia, como advenimiento del gobierno visible, está pérdida. Más que de una promesa incumplida se trataría en este caso incluso de una tendencia contraria a las premisas: la tendencia no hacia el máximo control de súbditos por parte del poder.

6. EL CIUDADANO NO EDUCADO

La sexta promesa incumplida está relacionada con el aprendizaje de la ciudadanía. En los discursos apologéticos sobre la democracia, de dos siglos a esta parte, no falta nunca el argumento según el cual el único modo de hacer de un súbdito un ciudadano es atribuirle aquellos derechos que los autores de derecho público del siglo pasado llamaron activae civitatis, y el aprendizaje de la democracia se desarrolla con el ejercicio mismo de la práctica democrática. No antes: no antes según el modelo jacobino por el que primero se da la dictadura revolucionaria y después, sólo en un segundo período, el reino de la virtud. No, para el buen demócrata el reino de la virtud (que para Montesquieu constituía el principio de la democracia en contraposición al miedo, principio del despotismo) es la democracia misma que de la virtud, entendida como amor por la cosa pública, no puede prescindir sino que al mismo tiempo la promueve, la alimenta y la refuerza. Uno de los fragmentos más ejemplares a este respecto es el que se encuentra en el capítulo sobre la forma mejor de gobierno de las Consideraciones sobre la democracia representativa de John Stuart Mill, donde distingue entre ciudadanos activos y pasivos y precisa que en general los gobernantes prefieren a los segundos porque es mucho más fácil tener en un puño a los súbditos dóciles o indiferentes, pero que la democracia necesita de los primeros. Si tuviesen que prevalecer los ciudadanos pasivos, concluye, los gobernantes por su gusto harían de sus súbditos un rebaño de ovejas puestas únicamente a pacer la hierba una al lado de otra (y a no lamentarse, añado yo, aunque la hierba sea escasa). Esto le inducía a proponer la ampliación del sufragio a las clases populares en base al argumento de que uno de los remedios a la tiranía de la mayoría radica en hacer participar en las elecciones, además de a las clases acomodadas que constituyen siempre una minoría de la población y tienden naturalmente a procurar por sus propios intereses exclusivos, también a las clases populares. Decía: la participación electoral tiene un gran valor educativo; es a través de la discusión política como el obrero, cuyo trabajo es repetitivo en el angosto horizonte de la fábrica, consigue comprender la relación entre acontecimientos lejanos y su interés personal, establecer relaciones con ciudadanos diferentes de aquellos con los que tiene un trato cotidiano y convertirse en miembro consciente de una comunidad. El aprendizaje de la ciudadanía ha sido uno de los temas preferidos por la ciencia política americana de los años cincuenta, un tema tratado bajo la etiqueta de la “cultura política”, sobre el que se han vertido ríos de tinta que pronto se ha descolorido: entre las muchas distinciones, recuerdo aquella entre cultura de súbditos, es decir orientada hacia los outputs del sistema, hacia los beneficios que el elector espera sacar del sistema político, y cultura participante, esto es orientada hacia los inputs, que es propia de los electores que se consideran potencialmente comprometidos en la articulación de la demandas y en la formación de las decisiones.

Miremos a nuestro alrededor. En las democracias más consolidadas se asiste impotente al fenómeno de la apatía política, que afecta a menudo a cerca de la mitad de los que tienen derecho al voto. Desde el punto de vista de la cultura política son personas que no están orientadas ni hacia los outputs ni hacia los inputs. Simplemente no están interesadas por lo que sucede, como se dice en Italia, con feliz expresión, en el palazzo. Sé bien que pueden darse también interpretaciones benévolas de la apatía política. Pero incluso las interpretaciones más benévolas no pueden hacerme olvidar que los grandes escritores democráticos tendrían dificultades para reconocer en la renuncia a usar el propio derecho un fruto benéfico del aprendizaje de la ciudadanía. En los regímenes democráticos, como el italiano, en los que el porcentaje de votantes es todavía muy alto (pero va disminuyendo en cada elección), hay buenas razones para pensar que iría descendiendo el voto de opinión y aumentando el de intercambio, el voto, por usar la terminología aséptica de los political scientists, orientado hacia los outputs o, por usar una terminología más cruda pero quizás menos mistificadora, clientelista, fundamentado, aunque a menudo ilusoriamente, en el do ut des (apoyo político a cambio de favores personales).

También para el voto de intercambio pueden darse interpretaciones benévolas. Pero no puedo dejar de pensar en Tocqueville, que en un discurso en la Cámara de los Diputados (el 27 de enero de 1848), lamentando la degeneración de las costumbres públicas, por lo que “las opiniones, los sentimientos y las ideas comunes con sustituidas cada vez más por intereses particulares”, se preguntaba, mirando a sus colegas, “si no ha aumentado el número de los que votan por intereses personales y no ha disminuido el voto de quien vota sobre la base de una opinión política”, y calificaba esta tendencia como expresión de “moral baja y vulgar”, siguiendo la cual “quien disfruta de los derechos políticos procura... hacer de ellos un uso personal en interés propio”.

EL GOBIERNO DE LOS TÉCNICOS

Falsa promesas. Pero acaso eran promesas que se podían cumplir. Yo diría que no. Incluso dejando a un lado la diferencia natural, que indique al inicio, entre lo que fue concebido como "noble y elevado" y la "cruda realidad", el proyecto democrático fue pensado para una sociedad mucho menos compleja que la que hoy tenemos. Las promesas no fueron cumplidas debido a los obstáculos que no fueron previstos o que sobrevinieron luego de las "transformaciones" (en este caso creo que el término "transformaciones" sea correcto) de la sociedad civil. Indico tres.

Primero: conforme las sociedades pasaron de una economía familiar a una economía de mercado, y de una economía de mercado a una economía protegida, regulada, planificada, aumentaron los problemas políticos gire requirieron capacidad técnica. Los problemas técnicos necesitan de expertos, de un conjunto cada vez más grande de personal especializado. De esto ya se había dado cuenta hace más de un siglo Saint-Simon quien era favorable al gobierno de los científicos y no de los juristas. Con el progreso de los instrumentos de cálculo que Saint-Simon no pudo ni remotamente imaginar, y que sólo los expertos son capaces de usar, la exigencia del llamado gobierno de los técnicos ha aumentado considerablemente.

La tecnocracia y la democracia son antitéticas: si el protagonista de la sociedad industrial es el experto, entonces quien lleva el papel principal en dicha sociedad no puede ser el ciudadano común y corriente. La democracia se basa en la hipótesis de que todos pueden tomar decisiones sobre todo; por el contrario, la tecnocracia pretende que los que tomen las decisiones sean los pocos que entienden de tales asuntos. En los tiempos de los Estados absolutos, como dije, el vulgo debía ser alejado de los arcana imperii porque se le consideraba demasiado ignorante; ciertamente hoy el vulgo es menos ignorante pero los problemas que hay que resolver, como la lucha contra la inflación, el pleno empleo, la justa distribución de la riqueza, ¿no se han vuelto cada vez más complejos?, ¿no son estos problemas tan complicados que requieren conocimientos científicos y técnicos que el hombre medio de hoy no puede tener acceso a ellos (aunque esté más instruido)?

EL AUMENTO DEL APARATO

El segundo obstáculo imprevisto y que sobrevino es el crecimiento continuo del aparato burocrático, de un aparato de poder ordenado jerárquicamente, del vértice a la base, y en consecuencia diametralmente opuesto al sistema de poder democrático. Si consideramos el sistema político como una pirámide bajo el supuesto de que en una sociedad existan diversos grados de poder, en la sociedad democrática el poder fluye de la base al vértice; en una sociedad burocrática, por el contrario. se mueve del vértice a la base.

Históricamente, el Estado democrático y el Estado burocrático están mucho más vinculados de lo que su contraposición pueda hacer pensar. Todos los Estados que se han vuelto más democráticos se han vuelto a su vez más burocráticos, porque el proceso de burocratización ha sido en gran parte una consecuencia del proceso de democratización. La prueba está en que hoy el desmantelamiento del Estado benefactor que ha necesitado de un aparato burocrático que nunca antes se había conocido, esconde el propósito, no digo de desmantelar sino de reducir, bajo límites bien precisos, el poder democrático. Es conocido el porqué jamás la democratización y la burocratización pudieron caminar juntas; asuntos que por lo demás ya había visto Max Weber. Cuando los que tenían el derecho de votar eran solamente los propietarios, era natural que pidiesen al poder público que ejerciera una sola función fundamental, la protección de la propiedad. De aquí nació la doctrina del Estado limitado, del Estado policía. o, como hoy se dice, del Estado mínimo, y la configuración del Estado como asociación de los propietarios para la defensa de aquel supremo Derecho natural que era precisamente para Locke el Derecho de propiedad. Desde el momento en que el voto fue ampliado a los analfabetos era inevitable que éstos pidiesen al Estado la creación de escuelas gratuitas, y, por tanto, asumir un gasto que era desconocido para el Estado de las oligarquías tradicionales y de la primera oligarquía burguesa. Cuando el derecho de votar también fue ampliado a los no propietarios, a los desposeídos, a aquellos que no tenían otra propiedad más que su fuerza de trabajo, ello trajo como consecuencia que éstos pidiesen al Estado la protección contra la desocupación y, progresivamente, seguridad social contra las enfermedades, contra la vejez, previsión en favor de la maternidad, vivienda barata, etc. De esta manera ha sucedido que el Estado benefactor, el Estado social, ha sido, guste o no guste, la respuesta a una demanda proveniente de abajo, a una petición, en el sentido pleno de la palabra, democrática.

EL ESCASO RENDIMIENTO

El tercer obstáculo está íntimamente relacionado con el tema del rendimiento del sistema democrático en su conjunto: un problema que en estos últimos años ha dado vida al debate sobre la llamada "ingobernabilidad" de la democracia. ¿De qué se trata? En síntesis, primero el Estado liberal y después su ampliación, el Estado democrático, han contribuido a emancipar la sociedad civil del sistema político. Este proceso de emancipación ha hecho que la sociedad civil se haya vuelto cada vez más una fuente inagotable de demandas al gobierno, el cual para cumplir correctamente sus funciones debe responder adecuadamente pero, ¿cómo puede el gobierno responder si las peticiones que provienen de una sociedad libre y emancipada cada vez son más numerosas, cada vez más inalcanzables, cada vez más costosas? He dicho que la condición necesaria de todo gobierno democrático es la protección de las libertades civiles: la libertad de prensa, la libertad de reunión y de asociación, son vías por medio de las cuales el ciudadano puede dirigirse a sus gobernantes para pedir ventajas, beneficios, facilidades, una más equitativa distribución de la riqueza, etcétera. La cantidad y la rapidez de estas demandas son tales que ningún sistema político, por muy eficiente que sea, es capaz de adecuarse a ellas. De aquí deriva el llamado "sobrecargo" y la necesidad en la que se encuentra el sistema político de tomar decisiones drásticas; pero una alternativa excluye a la otra. El tomar una alternativa no satisface sino crea descontento.

Además, la rapidez con la que se presentan las demandas al gobierno por parte de los ciudadanos, está en contraste con la lentitud de los complejos procedimientos del sistema político democrático, por medio de los cuales la clase política debe tomar las decisiones adecuadas. De esta manera se crea una verdadera y propia ruptura entre el mecanismo de recepción y el de emisión, el primero con un ritmo cada vez más acelerado, el segundo con uno cada vez más lento. Precisamente, al contrario de lo que sucede en un sistema autocrático que es capaz de controlar la demanda habiendo sofocado la autonomía de la sociedad civil, y es mucho más rápido en la respuesta en cuanto no tiene que respetar los complejos procedimientos decisionales como los del sistema parlamentario. En conclusión, en la democracia la demanda es fácil y la respuesta difícil; por el contrario, la autocracia tiene la capacidad de dificultar la demanda y dispone de una gran facilidad para dar respuestas.

SIN EMBARGO

Después de lo dicho hasta aquí, cualquiera podría esperarse una visión catastrófica del porvenir de la democracia. Nada de esto. Con respecto a los años comprendidos entre la primera y la segunda Guerra Mundial, que Elle Halévy llamó la "era de los tiranos" en su famoso libro que lleva tal nombre, en estos últimos cuarenta años el espacio de los regímenes democráticos ha aumentado progresivamente. Ejemplo de lo antes expuesto lo podemos encontrar en el libro de Juan Linz titulado “La caduca de¡ regimi democratici”, que toma los datos informativos principalmente de los años posteriores a la primera Guerra Mundial, y el de Julián Santamaría, Transizione alla democrazia nell'Europa del sud e nell'America Latina, que los toma de los años posteriores a la segunda. Al terminar la segunda Guerra Mundial bastaron pocos años a Italia -diez a Alemania- para derribar el Estado parlamentario; después que la democracia fue restaurada, pasada la segunda guerra, no ha vuelto a ser derrotada, al contrario, en algunos países fueron derrocados los gobiernos autoritarios. Incluso en un país con democracia no gobernante o mal gobernante, como Italia, la democracia no corre serios peligros, aunque digo esto con un cierto temor.

Se comprende que hablo de los peligros internos, de los peligros que pueden venir del extremismo de derecha o del de izquierda. En la Europa oriental, donde los regímenes democráticos fueron sofocados al nacer y todavía no logran nacer, la causa fue y continúa siendo externa. En mi análisis me he ocupado de las dificultades internas de la democracia, no de las externas que dependen de la colaboración de los diversos países en e sistema internacional. Ahora bien, mi conclusión es que las falsas promesas y los obstáculos imprevistos de los que me he ocupado no ha sido capaces de "transformar" un régimen democrático en un régimen autocrático. La diferencia sustancial entre unos y otros permanece. El contenido mínimo del Estado democrático no ha decaído: garantía de los principales derechos de libertad, existencia de varios partidos en competencia, elecciones periódicas y sufragio universal, decisiones colectivas o concertadas (en las democracias coasociativas o en el sistema neocorporativo) o tomadas con base en el principio de mayoría, de cualquier manera siempre después del debate libre entre las partes o entre los aliados de una coalición de gobierno. Existen democracias más sólidas o menos sólidas, más vulnerables o menos vulnerables; hay diversos grados de aproximación al modelo ideal, pero aun la más alejada del modelo no puede ser de ninguna manera confundida con un Estado autocrático y mucho menos con uno totalitario.

No hablé de los peligros externos, porque el tema que se me asignó se refería al porvenir de la democracia. no al de la humanidad, sobre el que debo confesar que no estoy dispuesto a hacer ninguna apuesta. Parodiando el título de nuestro congreso: - “Ya comenzó el futuro", alguien con humor negro podría preguntarse: "¿y si en cambio el futuro ya hubiese terminado?"-

Pero al menos me parece que puedo hacer una constatación final, aunque sea un poco arriesgada hasta ahora ninguna guerra ha estallado entre los Estados que tienen un régimen democrático, lo que no quiere decir que los Estados democráticos no hayan hecho guerras, sino que hasta ahora no las han hecho entre ellos. He dicho, la observación es temeraria, pero espero una réplica. ¿Tuvo razón Kant cuando proclamó como primer artículo definitivo de un posible tratado para la paz perpetua que "la Constitución de todo Estado debe ser republicana? Ciertamente el concepto de "república" al que Kant se refiere no coincide con el actual de "democracia"; pero la idea de que la construcción interna los Estados fuese obstáculo para la guerra, entre ellos es una idea fuerte, fecunda, inspiradora de muchos proyectos pacifistas que se han presentado desde hace dos siglos, aunque no han tenido una aplicación práctica. Las objeciones contra el principio de Kant siempre han derivado del no haber entendido que tratándose de un principio universal, éste tiene validez solamente si todos los Estados y no pocos o algunos asumen la forma de gobierno requerida para el logro de la paz perpetua.

APELO A LOS VALORES

Para terminar, es necesario dar una respuesta a la pregunta fundamental, a la pregunta que he oído repetir frecuentemente, sobre todo entre los jóvenes, tan fáciles a las ilusiones como a las desilusiones: si la democracia es principalmente un conjunto de reglas procesales ¿cómo creer que pueda contar con "ciudadanos activos"? Para tener ciudadanos activos ¿no es necesario tener ideales? Ciertamente son necesarios los ideales. Pero ¿cómo es posible que no se den cuenta de cuáles han sido las grandes luchas ideales que produjeron esas reglas? ¿Intentamos enumerarlas?

El primero que nos viene al encuentro por los siglos de crueles guerras de religión es el ideal de la tolerancia. Si hoy existe la amenaza contra la paz del mundo, ésta proviene una vez más, del fanatismo, o sea, de la creencia ciega en la propia verdad y en la fuerza capaz de imponerla. Es inútil dar ejemplos, los tenemos frente a nosotros todos los días. Luego tenemos el ideal de la no violencia, jamás he olvidado la enseñanza de Karl Popper, de acuerdo con la cual, lo que esencialmente distingue a un gobierno democrático de uno no democrático es que solamente en el primero los ciudadanos se pueden deshacer de sus gobernantes sin derramamiento de sangre.

Las frecuentemente chuscas reglas formales de la democracia introdujeron, por primera vez en la historia de las técnicas de convivencia, la resolución de los conflictos sociales sin recurrir a la violencia. Solamente allí donde las reglas son respetadas el adversario ya no es un enemigo (que debe ser destruido), sino un opositor que el día de mañana podrá tomar nuestro puesto. Tercero, el ideal de la renovación gradual de la sociedad mediante el libre debate de las ideas y el cambio de la mentalidad y la manera de vivir: únicamente la democracia permite la formación y la expansión de las revoluciones silenciosas, como ha sido en estas últimas décadas la transformación de la relación entre los sexos, que es quizá la mayor revolución de nuestro tiempo. Por último, el ideal de la fraternidad (la fraternité de la Revolución francesa). Gran parte de la historia de la humanidad es la historia de las luchas fratricidas. Hegel (y de esta manera termino con el autor con el que comencé) en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, definió la historia como un "inmenso matadero". ¿Podemos contradecirlo? En ningún país del mundo el método democrático puede durar sin volverse una costumbre. ¿Pero puede volverse una costumbre sin el reconocimiento de la fraternidad que une a todos los hombres en un destino común? Un reconocimiento, tan necesario hoy, que nos volvemos cada vez más conscientes de este destino común y deberíamos, por la poca luz de razón que ilumina nuestro camino, actuar en consecuencia.

0 comentarios