ESTADO DE BIENESTAR - Norberto Bobbio
I. LA REVOLUCION INDUSTRIAL Y LA CUESTION OBRERA
El pasaje de un rédito per cápita de subsistencia a un rédito per cápita en continua expansión, el progreso científico y tecnológico, la organización racional del trabajo y la explosión demográfica han representado discontinuidades fundamentales en el desarrollo económico del sistema occidental. Tales discontinuidades, sintetizadas con la expresión revolución industrial, han producido lo que Karl Polanyi ha llamado la gran transformación, es decir la transición de la sociedad tradicional de base agrícola a la moderna sociedad industrial. El impacto de las fuerzas modernizantes sobre el modo de vida tradicional ha sido trastornante: una verdadera catástrofe cultural. El avance del industrialismo y del mercado ha erosionado y despedazado importantes conjuntos de vínculos sociales, políticos y económicos; ha debilitado gravemente la cohesión interna de los grupos primarios; por fin ha trastornado el sistema consolidado de las creencias religiosas que garantizaba un mínimo de solidaridad entre las clases. Rápidamente la gran transformación ha generado en su fase inicial un gigantesco proceso de movilidad social que ha sido también un radical proceso de desarraigo: millones de individuos han sido arrancados de su hábitat sociocultural e inducidos en un nuevo sistema de relaciones -el mercado autorregulado- en el cual el sentido de pertenencia comunitaria y de solidaridad estaba amenazado por la despiadada lógica de la ganancia. El mercado autorregulado es inhumano: para él no existen hombres, valores morales, sentimientos, sino sólo mercancías. Por esto en el siglo XIX el avance del mercado ha coincidido con la agudización de todos los fenómenos patológicos de la vida social (alienación, anomia, etc.). La Gemeinschaft (comunidad) es sustituida por la Gesellschaft (sociedad), es decir por un sistema de relaciones puramente contractual, basado exclusivamente en el cálculo utilitarista de los costos y de los importes y sordo a cualquier consideración de orden moral. Los trabajadores comprometidos en el ciclo manufacturero fueron considerados como mera fuerza productiva , mercancía entre las mercancías. Nació de tal manera el proletariado interno de la civilización capitalista-burguesa; una masa de individuos despersonaliza-dos, carentes de raíces culturales y abandonados a sí mismos; una especie de casta en exilio; un grupo halógeno que se siente extraño a la sociedad y siente la sociedad extraña a sus específicas exigencias materiales y psicológicas. Las raíces profundas de la cuestión obrera se encuentran en el doloroso sentido de abandono que advierten los trabajadores comprometidos en el ciclo productivo del factory sistem más que en la penosidad del trabajo y en los bajos salarios. La nueva clase dominante -la burguesía capitalista-se desinteresa de la dirección política de las clases subalternas; ella sólo quiere utilizar su fuerza de trabajo, explotarlas, no ya gobernarlas. Y exige también que el estado no corrija las leyes del mercado puesto que ve en cualquier intervención dictada por consideraciones extraeconómicas un atentado a la natural armonía que se determina a través del libre juego de la oferta y la demanda. La filosofía que expresa la actitud fundamental de la burguesía frente a los problemas políticos y económicos es el laissez faire. El estado burgués es un estado que protege desde el exterior el mercado, que garantiza que las normas esenciales para el funcionamiento del sistema no sean violadas, que se abstiene de toda acción que pueda perturbar el mecanismo de la competencia. Por esto es un estado carente de sensibilidad social> los costos de la gran transformación, que se vuelcan casi exclusivamente sobre la clase obrera, no son percibidos por él o son percibidos como naturales, inevitables, inmodificables. De tal modo en el seno de la sociedad capitalista el surco entre las clases integradas y las masas proletarizadas se hace cada vez más agudo al punto de preceder a una escisión vertical en el cuerpo social. No es casual que tanto el revolucionario Marx como el conservador Disraeli vean la crisis de civilización actuante en el 1800 como el encuentro frontal entre dos ciudades recíprocamente repulsivas: la de los haves y la de los have-nots.
II. LA REVOLUCION DE LAS EXPECTATIVAS CRECIENTES
Estadísticas en mano, la historiografía neoliberal ha tratado de demostrar que la revolución industrial no ha conducido, ni siquiera en su fase inicial, a un empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de las clases trabajadoras. Sin embargo, es un hecho que la condición obrera fue vivida por los trabajadores como una intolerable degradación de la vida humana y que así fue descrita por los observadores de la época. Dos fenómenos concordaron para determinar eso: el aislamiento moral del proletariado, que fue abandonado a su destino -ni la burguesía ni es estado se ocupaban y se preocupaban de sus condiciones existenciales-, y una transformación de la mentalidad dominante determinada por la difusión del credo democrático e igualitario. Aquí, un papel decisivo fue desempeñado por la revolución francesa y por los inmortales principios. Las clases inferiores en el siglo XIX comenzaron a reinterpretar su condición existencial a la luz de los nuevos valores proclamados por la inteligencia radical y reclamaron, al principio confusamente, luego de manera cada vez más clara, la reorganización de la sociedad. Se sentían excluidas de la ciudad y por eso pretendieron el pleno derecho de ciudadanía política y moral. Apremiaron a los empleadores, a los gobernantes, a toda la sociedad para obtener un estatus igual al de los otros grupos que articulan la comunidad nacional. La protesta obrera, revolucionaria o reformista, nace del resentimiento colectivo contra la sociedad burguesa que no siente ningún deber frente a las víctimas de la acumulación salvaje y de la industrialización acelerada.
El fenómeno es contagios. Progresivamente todos los grupos que ocupan una posición periférica en la jerarquía social exigen la plena ciudadanía política y moral. Lo cual produce una fermentación continua de las demandas. Se verifica así el fenómeno que los científicos sociales han bautizado revolución de las expectativas crecientes. Que nace, justamente, de una reformulación del cuadro de referencia axiológico. Los grupos subalternos ya no perciben como natural e inmodificable su condición de ciudadanos de segunda o tercera categoría, ahora pretenden un status igual al de las clases privilegiadas. Y el instrumento para ejercer una presión eficaz sobre la sociedad para que ésta, mediante sus órganos, satisfaga sus demandas es la protesta. La época contemporánea es la época del progresivo avance del principio socialista de la igualdad a través de la estrategia de la protesta. Ya no se toleran diferencias económicas, sociales o políticas entre los hombres, y las diferencias que, a pesar de todo, permanecen, son percibidas como ilegítimas.
III. DEL MERCADO AUTORRE-GULADO AL CONTROL SOCIAL DE LA ECONOMIA
La sociedad europea en el siglo XIX está caracterizada por un conflicto fundamental: por una parte, existe una institución -el mercado- que trata de conquistar la plena autonomía respecto de la política, de la religión, de la moral y en general de cualquier instancia no estrictamente económica; por la otra un valor -la igualdad- que se difunde rápidamente en todos los ambientes sociales como un contagio y que, a medida que las generaciones se suceden, adquiere cada vez más vigor hasta hacerse una formidable fuerza histórica. Ahora, el mercado autorregulado y el principio de igualdad tienen exigencias incompatibles entre sí, puesto que el primero exige la no intervención del estado y el segundo, por el contrario, postula que el estado debe asumir la carga de eliminar todos los obstáculos que objetivamente impiden a los ciudadanos menos pudientes gozar de los derechos políticos y sociales formalmente reconocidos. La sociedad trata de defenderse del mercado autorregulado, que produce miseria, desigualdad, desocupación y alienación y, a través de la acción del estado, trata de poner límites precisos al imperialismo de la lógica capitalista. Las luchas de la clase obrera contra la burguesía y las alternativas políticas proyectadas por los pensadores socialistas tienen esto en común: quieren abolir el mercado o, cuando menos, someterlo al control de la colectividad. La abolición del mercado implica la creación de un sistema radicalmente distinto: la economía colectivista; el simple control significa el fin del laissez faire y la creación de una economía mixta, en la cual la lógica de la ganancia individual sea moderada por la del interés de la colectividad. En Europa occidental no es la solución radical la que prevalece sino la moderada, es decir la solución del control social del mercado, el cual no es abolido sino socializado. De tal modo se verifica, como consecuencia más o menos directa de las enérgicas presiones ejercidas por los partidos obreros, el pasaje del capitalismo individualista al capitalismo organizado. El estado ya no se limita a desempeñar las funciones de guardián de la propiedad privada y de tutor del orden público, sino que, por el contrario, se hace intérprete de valores -la justicia distributiva, la seguridad, el pleno empleo, etc.- que el mercado es hasta incapaz de registrar. Los trabajadores ya no son abandonados a sí mismos frente a las impersonales leyes de la economía y el estado siente el deber ético-político de crear una envoltura institucional en el cual ellos estén adecuadamente protegidos de las perturbaciones que caracterizan la existencia histórica de la economía capitalista.
Además de la acción de los partidos socialistas, dos fenómenos facilitan el pasaje del estado liberal al estado asistencial: el espectacular crecimiento de la riqueza y la revolución keynesiana. El primero ha permitido extender las ventajas materiales del industrialismo a categorías sociales cada vez más amplias, de manera que el capitalismo de economía del ahorro se ha transformado en economía del consumo. Ha nacido así la sociedad opulenta con sus extraordinarias capacidades productivas, las cuales hacen posible que el estado pueda destinar una cuota considerable del rédito nacional a fines sociales.
La revolución keynesiana, por fin, ha conducido a la liquidación de la política del laissez faire y al nacimiento de una nueva política económica basada esencialmente en la intervención sistemática del estado, al que se asigna un papel económico central. A él concierne, en efecto, la tarea de ejercer una función directiva sobre la propensión al consumo a través del instrumento fiscal, la socialización de las inversiones y la política del pleno empleo. En el sistema teórico keynesiano la iniciativa privada, aunque continúa teniendo un papel decisivo, ya no es considerada el único motor del progreso, puesto que el equilibrio general del sistema puede ser garantizado sólo por una política orgánica de intervenciones estatales dirigidas a conjurar las crisis cíclicas. Por esto la obra de Keynes es considerada hoy como la plataforma científica sobre la que se apoya la moderna filosofía occidental del e. de b.
IV. LA POLITICA DEL ESTADO DE BIENESTAR
El capitalismo individualista entra en crisis por dos razones principales: por su orgánica incapacidad de evitar las crisis económicas y por su insensibilidad frente a las exigencias de las clases sometidas, sin protección alguna, a la intemperie de la competencia. Para eliminar estos dos defectos estructurales del capitalismo individualista, la cultura occidental no ha encontrado otra solución que recurrir a la intervención del estado, al que se demanda el mantenimiento del equilibrio económico general y la persecución a fines de justicia social (lucha contra la pobreza, redistribución de la riqueza, tutela de los grupos sociales más débiles, etc.). De tal manera se ha verificado espontánea-mente el choque entre la economía keynesiana y la política socializadora de los partidos socialdemócratas europeos. Lo cual ha conducido al fin de la era del mercado autorregulado y del estado abstencionista y al inicio de la era del capitalismo organizado y del estado asistencial.
La crítica de los teóricos del e. de b. (Welfare State) al laissez faire se resume así: El mercado autorregulado no es capaz de registrar y satisfacer ciertas necesidades materiales y morales que además son fundamentales tanto para los individuos en cuanto tales como para la colectividad. En particular el estado liberal deja al libre trabajador prácticamente indefenso frente a las exigencias impersonales del mercado y expuesto a todos los golpes de las fluctuaciones económicas. Es necesario, por lo tanto, institucionalizar el principio de la protección social, y esto exige que el sistema económico capitalista sea sometido al control de la sociedad y que la lógica de la oferta y la demanda sea moderada de alguna forma por la lógica de la justicia distributiva. El moderno estado asistencial brota del compromiso político entre los principios del mercado (eficiencia, cálculo riguroso de los costos y de los importes, libre circulación de las mercancías, etc.) y las exigencias de justicia social avanzadas del movimiento obrero europeo. Así, el encuentro entre los liberales y los socialistas que en el siglo XIX parecía imposible, en nuestro siglo se ha realizado a través de una mezcla pragmática de principios que parecían mutuamente excluyentes. El ala socialdemócrata del movimiento obrero ha renunciado a la supresión del mercado, en el cual ha reconocido un instrumento insustituible para realizar el uso racional de los recursos limitados y para estimular al máximo la productividad, pero, al mismo tiempo, ha logrado hacer prevalecer la instancia de regular la distribución de la riqueza según criterios no estrictamente económicos. De tal modo el capitalismo ha sido, al menos parcialmente, socializado, es decir sometido al control de las estructuras imperativas de la comunidad política. En consecuencia, el desarrollo económico ya no se regula exclusivamente por los mecanismos espontáneos del mercado, sino también, y en ciertos casos sobre todo, por las intervenciones económicas y sociales del estado que se han concretado esencialmente en los siguientes puntos:
- expansión progresiva de los servicios públicos como la escuela, la casa, la asistencia médica;
- introducción de un sistema fiscal basado en el principio de la tasación progresiva;
- institucionalización de una disciplina del trabajo orgánica dirigida a tutelar los derechos de los obreros y a mitigar su condición de inferioridad frente a los empleadores;
- redistribución de la riqueza para garantizar a todos los ciudadanos un rédito mínimo;
- erogación a todos los trabajadores ancianos de una pensión para asegurar un rédito de seguridad aún después de la cesación de la relación de trabajo;
- persecución del objetivo del pleno empleo con el fin de garantizar a todos los ciudadanos un trabajo, y por lo tanto una fuente de rédito.
V. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS
El Welfare State puede ser concebido como la resultante institucional de una verdadera revolución cultural, es decir de un profundo cambio de las actitudes y de las orientaciones ético-políticas de la opinión pública occidental que se ha manifestado en formas particularmente significativas a partir de la Gran Depresión. pero es sólo después de la segunda guerra mundial que los principios del e. de b. se afirman de manera casi irresistible gracias sobre todo a la programación económica con la cual el sistema de mercado es ulteriormente socializado.
Sin embargo, a pesar de sus éxitos indiscutibles, la acción de e. de b. es duramente atacada, tanto por la izquierda como por la derecha. Para la izquierda revolucionaria la política del Welfare State y de la programación económica no es más que una racionalización del sistema capitalista y un modo disfrazado para consolidar ulteriormente el dominio de clase de la burguesía. Para los animados defensores del liberalismo individualista (Hayek, Mises, Ropke, Friedman) el estado asistencial corroe en sus raíces las estructuras y los valores de la sociedad libre desarrollando una peligrosa tendencia hacia la burocratización de la vida colectiva y hacia la reglamentación estatalista. Según tales críticos, toda intervención del estado en el mercado es una amenaza a la libertad individual y una peligrosa concesión al colectivismo. Además, el estado asistencial reduce sensiblemente la eficiencia del sistema y frena la expansión económica.
A estas críticas de signo opuesto, los partidarios del Welfare State responden recordando que la solución colectivista impulsada por los marxistas hasta ahora ha llevado al dominio burocrático y totalitario, no ya al mítico reino de la libertad, y que, por otra parte, la economía del laissez faire ya ha cumplido su ciclo, tanto por razones estrictamente económicas, como por razones de índole ético-social. Además la economía liberista genera automáticamente un contraste intolerable entre la opulencia privada y la miseria pública, es decir una incongruencia entre la enorme cantidad de bienes producido y la deficiencia crónica de los servicios sociales. Tal incongruencia en cambio ha sido eliminada o, al menos, sensiblemente reducida, justamente en los países donde los principio del e. de b. han triunfado sobre los del capitalismo individualista. Por fin, y sobre todo, el sistema de mercado abandonado a sus espontáneos mecanismos de desarrollo genera un flujo constante de tensiones sociales que son una amenaza permanente frente a las instituciones y los valores democráticos en la medida en que alimentan orientaciones políticas extremistas, tanto de derecha como de izquierda.
El debate sobre el Welfare State está todavía en curso. Pero una conclusión parece ser cierta: un retorno a una economía autorregulada es imposible, y hasta inimaginable. Las exigencias técnicas y morales adelantadas por las fuerzas políticas y culturales que se remiten a la tradición del Iluminismo reformador ya han echado sólidas raíces en la opinión pública y se han traducido en instituciones que forman un todo con la actual estructura del sistema capitalista mundial.
El pasaje de un rédito per cápita de subsistencia a un rédito per cápita en continua expansión, el progreso científico y tecnológico, la organización racional del trabajo y la explosión demográfica han representado discontinuidades fundamentales en el desarrollo económico del sistema occidental. Tales discontinuidades, sintetizadas con la expresión revolución industrial, han producido lo que Karl Polanyi ha llamado la gran transformación, es decir la transición de la sociedad tradicional de base agrícola a la moderna sociedad industrial. El impacto de las fuerzas modernizantes sobre el modo de vida tradicional ha sido trastornante: una verdadera catástrofe cultural. El avance del industrialismo y del mercado ha erosionado y despedazado importantes conjuntos de vínculos sociales, políticos y económicos; ha debilitado gravemente la cohesión interna de los grupos primarios; por fin ha trastornado el sistema consolidado de las creencias religiosas que garantizaba un mínimo de solidaridad entre las clases. Rápidamente la gran transformación ha generado en su fase inicial un gigantesco proceso de movilidad social que ha sido también un radical proceso de desarraigo: millones de individuos han sido arrancados de su hábitat sociocultural e inducidos en un nuevo sistema de relaciones -el mercado autorregulado- en el cual el sentido de pertenencia comunitaria y de solidaridad estaba amenazado por la despiadada lógica de la ganancia. El mercado autorregulado es inhumano: para él no existen hombres, valores morales, sentimientos, sino sólo mercancías. Por esto en el siglo XIX el avance del mercado ha coincidido con la agudización de todos los fenómenos patológicos de la vida social (alienación, anomia, etc.). La Gemeinschaft (comunidad) es sustituida por la Gesellschaft (sociedad), es decir por un sistema de relaciones puramente contractual, basado exclusivamente en el cálculo utilitarista de los costos y de los importes y sordo a cualquier consideración de orden moral. Los trabajadores comprometidos en el ciclo manufacturero fueron considerados como mera fuerza productiva , mercancía entre las mercancías. Nació de tal manera el proletariado interno de la civilización capitalista-burguesa; una masa de individuos despersonaliza-dos, carentes de raíces culturales y abandonados a sí mismos; una especie de casta en exilio; un grupo halógeno que se siente extraño a la sociedad y siente la sociedad extraña a sus específicas exigencias materiales y psicológicas. Las raíces profundas de la cuestión obrera se encuentran en el doloroso sentido de abandono que advierten los trabajadores comprometidos en el ciclo productivo del factory sistem más que en la penosidad del trabajo y en los bajos salarios. La nueva clase dominante -la burguesía capitalista-se desinteresa de la dirección política de las clases subalternas; ella sólo quiere utilizar su fuerza de trabajo, explotarlas, no ya gobernarlas. Y exige también que el estado no corrija las leyes del mercado puesto que ve en cualquier intervención dictada por consideraciones extraeconómicas un atentado a la natural armonía que se determina a través del libre juego de la oferta y la demanda. La filosofía que expresa la actitud fundamental de la burguesía frente a los problemas políticos y económicos es el laissez faire. El estado burgués es un estado que protege desde el exterior el mercado, que garantiza que las normas esenciales para el funcionamiento del sistema no sean violadas, que se abstiene de toda acción que pueda perturbar el mecanismo de la competencia. Por esto es un estado carente de sensibilidad social> los costos de la gran transformación, que se vuelcan casi exclusivamente sobre la clase obrera, no son percibidos por él o son percibidos como naturales, inevitables, inmodificables. De tal modo en el seno de la sociedad capitalista el surco entre las clases integradas y las masas proletarizadas se hace cada vez más agudo al punto de preceder a una escisión vertical en el cuerpo social. No es casual que tanto el revolucionario Marx como el conservador Disraeli vean la crisis de civilización actuante en el 1800 como el encuentro frontal entre dos ciudades recíprocamente repulsivas: la de los haves y la de los have-nots.
II. LA REVOLUCION DE LAS EXPECTATIVAS CRECIENTES
Estadísticas en mano, la historiografía neoliberal ha tratado de demostrar que la revolución industrial no ha conducido, ni siquiera en su fase inicial, a un empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de las clases trabajadoras. Sin embargo, es un hecho que la condición obrera fue vivida por los trabajadores como una intolerable degradación de la vida humana y que así fue descrita por los observadores de la época. Dos fenómenos concordaron para determinar eso: el aislamiento moral del proletariado, que fue abandonado a su destino -ni la burguesía ni es estado se ocupaban y se preocupaban de sus condiciones existenciales-, y una transformación de la mentalidad dominante determinada por la difusión del credo democrático e igualitario. Aquí, un papel decisivo fue desempeñado por la revolución francesa y por los inmortales principios. Las clases inferiores en el siglo XIX comenzaron a reinterpretar su condición existencial a la luz de los nuevos valores proclamados por la inteligencia radical y reclamaron, al principio confusamente, luego de manera cada vez más clara, la reorganización de la sociedad. Se sentían excluidas de la ciudad y por eso pretendieron el pleno derecho de ciudadanía política y moral. Apremiaron a los empleadores, a los gobernantes, a toda la sociedad para obtener un estatus igual al de los otros grupos que articulan la comunidad nacional. La protesta obrera, revolucionaria o reformista, nace del resentimiento colectivo contra la sociedad burguesa que no siente ningún deber frente a las víctimas de la acumulación salvaje y de la industrialización acelerada.
El fenómeno es contagios. Progresivamente todos los grupos que ocupan una posición periférica en la jerarquía social exigen la plena ciudadanía política y moral. Lo cual produce una fermentación continua de las demandas. Se verifica así el fenómeno que los científicos sociales han bautizado revolución de las expectativas crecientes. Que nace, justamente, de una reformulación del cuadro de referencia axiológico. Los grupos subalternos ya no perciben como natural e inmodificable su condición de ciudadanos de segunda o tercera categoría, ahora pretenden un status igual al de las clases privilegiadas. Y el instrumento para ejercer una presión eficaz sobre la sociedad para que ésta, mediante sus órganos, satisfaga sus demandas es la protesta. La época contemporánea es la época del progresivo avance del principio socialista de la igualdad a través de la estrategia de la protesta. Ya no se toleran diferencias económicas, sociales o políticas entre los hombres, y las diferencias que, a pesar de todo, permanecen, son percibidas como ilegítimas.
III. DEL MERCADO AUTORRE-GULADO AL CONTROL SOCIAL DE LA ECONOMIA
La sociedad europea en el siglo XIX está caracterizada por un conflicto fundamental: por una parte, existe una institución -el mercado- que trata de conquistar la plena autonomía respecto de la política, de la religión, de la moral y en general de cualquier instancia no estrictamente económica; por la otra un valor -la igualdad- que se difunde rápidamente en todos los ambientes sociales como un contagio y que, a medida que las generaciones se suceden, adquiere cada vez más vigor hasta hacerse una formidable fuerza histórica. Ahora, el mercado autorregulado y el principio de igualdad tienen exigencias incompatibles entre sí, puesto que el primero exige la no intervención del estado y el segundo, por el contrario, postula que el estado debe asumir la carga de eliminar todos los obstáculos que objetivamente impiden a los ciudadanos menos pudientes gozar de los derechos políticos y sociales formalmente reconocidos. La sociedad trata de defenderse del mercado autorregulado, que produce miseria, desigualdad, desocupación y alienación y, a través de la acción del estado, trata de poner límites precisos al imperialismo de la lógica capitalista. Las luchas de la clase obrera contra la burguesía y las alternativas políticas proyectadas por los pensadores socialistas tienen esto en común: quieren abolir el mercado o, cuando menos, someterlo al control de la colectividad. La abolición del mercado implica la creación de un sistema radicalmente distinto: la economía colectivista; el simple control significa el fin del laissez faire y la creación de una economía mixta, en la cual la lógica de la ganancia individual sea moderada por la del interés de la colectividad. En Europa occidental no es la solución radical la que prevalece sino la moderada, es decir la solución del control social del mercado, el cual no es abolido sino socializado. De tal modo se verifica, como consecuencia más o menos directa de las enérgicas presiones ejercidas por los partidos obreros, el pasaje del capitalismo individualista al capitalismo organizado. El estado ya no se limita a desempeñar las funciones de guardián de la propiedad privada y de tutor del orden público, sino que, por el contrario, se hace intérprete de valores -la justicia distributiva, la seguridad, el pleno empleo, etc.- que el mercado es hasta incapaz de registrar. Los trabajadores ya no son abandonados a sí mismos frente a las impersonales leyes de la economía y el estado siente el deber ético-político de crear una envoltura institucional en el cual ellos estén adecuadamente protegidos de las perturbaciones que caracterizan la existencia histórica de la economía capitalista.
Además de la acción de los partidos socialistas, dos fenómenos facilitan el pasaje del estado liberal al estado asistencial: el espectacular crecimiento de la riqueza y la revolución keynesiana. El primero ha permitido extender las ventajas materiales del industrialismo a categorías sociales cada vez más amplias, de manera que el capitalismo de economía del ahorro se ha transformado en economía del consumo. Ha nacido así la sociedad opulenta con sus extraordinarias capacidades productivas, las cuales hacen posible que el estado pueda destinar una cuota considerable del rédito nacional a fines sociales.
La revolución keynesiana, por fin, ha conducido a la liquidación de la política del laissez faire y al nacimiento de una nueva política económica basada esencialmente en la intervención sistemática del estado, al que se asigna un papel económico central. A él concierne, en efecto, la tarea de ejercer una función directiva sobre la propensión al consumo a través del instrumento fiscal, la socialización de las inversiones y la política del pleno empleo. En el sistema teórico keynesiano la iniciativa privada, aunque continúa teniendo un papel decisivo, ya no es considerada el único motor del progreso, puesto que el equilibrio general del sistema puede ser garantizado sólo por una política orgánica de intervenciones estatales dirigidas a conjurar las crisis cíclicas. Por esto la obra de Keynes es considerada hoy como la plataforma científica sobre la que se apoya la moderna filosofía occidental del e. de b.
IV. LA POLITICA DEL ESTADO DE BIENESTAR
El capitalismo individualista entra en crisis por dos razones principales: por su orgánica incapacidad de evitar las crisis económicas y por su insensibilidad frente a las exigencias de las clases sometidas, sin protección alguna, a la intemperie de la competencia. Para eliminar estos dos defectos estructurales del capitalismo individualista, la cultura occidental no ha encontrado otra solución que recurrir a la intervención del estado, al que se demanda el mantenimiento del equilibrio económico general y la persecución a fines de justicia social (lucha contra la pobreza, redistribución de la riqueza, tutela de los grupos sociales más débiles, etc.). De tal manera se ha verificado espontánea-mente el choque entre la economía keynesiana y la política socializadora de los partidos socialdemócratas europeos. Lo cual ha conducido al fin de la era del mercado autorregulado y del estado abstencionista y al inicio de la era del capitalismo organizado y del estado asistencial.
La crítica de los teóricos del e. de b. (Welfare State) al laissez faire se resume así: El mercado autorregulado no es capaz de registrar y satisfacer ciertas necesidades materiales y morales que además son fundamentales tanto para los individuos en cuanto tales como para la colectividad. En particular el estado liberal deja al libre trabajador prácticamente indefenso frente a las exigencias impersonales del mercado y expuesto a todos los golpes de las fluctuaciones económicas. Es necesario, por lo tanto, institucionalizar el principio de la protección social, y esto exige que el sistema económico capitalista sea sometido al control de la sociedad y que la lógica de la oferta y la demanda sea moderada de alguna forma por la lógica de la justicia distributiva. El moderno estado asistencial brota del compromiso político entre los principios del mercado (eficiencia, cálculo riguroso de los costos y de los importes, libre circulación de las mercancías, etc.) y las exigencias de justicia social avanzadas del movimiento obrero europeo. Así, el encuentro entre los liberales y los socialistas que en el siglo XIX parecía imposible, en nuestro siglo se ha realizado a través de una mezcla pragmática de principios que parecían mutuamente excluyentes. El ala socialdemócrata del movimiento obrero ha renunciado a la supresión del mercado, en el cual ha reconocido un instrumento insustituible para realizar el uso racional de los recursos limitados y para estimular al máximo la productividad, pero, al mismo tiempo, ha logrado hacer prevalecer la instancia de regular la distribución de la riqueza según criterios no estrictamente económicos. De tal modo el capitalismo ha sido, al menos parcialmente, socializado, es decir sometido al control de las estructuras imperativas de la comunidad política. En consecuencia, el desarrollo económico ya no se regula exclusivamente por los mecanismos espontáneos del mercado, sino también, y en ciertos casos sobre todo, por las intervenciones económicas y sociales del estado que se han concretado esencialmente en los siguientes puntos:
- expansión progresiva de los servicios públicos como la escuela, la casa, la asistencia médica;
- introducción de un sistema fiscal basado en el principio de la tasación progresiva;
- institucionalización de una disciplina del trabajo orgánica dirigida a tutelar los derechos de los obreros y a mitigar su condición de inferioridad frente a los empleadores;
- redistribución de la riqueza para garantizar a todos los ciudadanos un rédito mínimo;
- erogación a todos los trabajadores ancianos de una pensión para asegurar un rédito de seguridad aún después de la cesación de la relación de trabajo;
- persecución del objetivo del pleno empleo con el fin de garantizar a todos los ciudadanos un trabajo, y por lo tanto una fuente de rédito.
V. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS
El Welfare State puede ser concebido como la resultante institucional de una verdadera revolución cultural, es decir de un profundo cambio de las actitudes y de las orientaciones ético-políticas de la opinión pública occidental que se ha manifestado en formas particularmente significativas a partir de la Gran Depresión. pero es sólo después de la segunda guerra mundial que los principios del e. de b. se afirman de manera casi irresistible gracias sobre todo a la programación económica con la cual el sistema de mercado es ulteriormente socializado.
Sin embargo, a pesar de sus éxitos indiscutibles, la acción de e. de b. es duramente atacada, tanto por la izquierda como por la derecha. Para la izquierda revolucionaria la política del Welfare State y de la programación económica no es más que una racionalización del sistema capitalista y un modo disfrazado para consolidar ulteriormente el dominio de clase de la burguesía. Para los animados defensores del liberalismo individualista (Hayek, Mises, Ropke, Friedman) el estado asistencial corroe en sus raíces las estructuras y los valores de la sociedad libre desarrollando una peligrosa tendencia hacia la burocratización de la vida colectiva y hacia la reglamentación estatalista. Según tales críticos, toda intervención del estado en el mercado es una amenaza a la libertad individual y una peligrosa concesión al colectivismo. Además, el estado asistencial reduce sensiblemente la eficiencia del sistema y frena la expansión económica.
A estas críticas de signo opuesto, los partidarios del Welfare State responden recordando que la solución colectivista impulsada por los marxistas hasta ahora ha llevado al dominio burocrático y totalitario, no ya al mítico reino de la libertad, y que, por otra parte, la economía del laissez faire ya ha cumplido su ciclo, tanto por razones estrictamente económicas, como por razones de índole ético-social. Además la economía liberista genera automáticamente un contraste intolerable entre la opulencia privada y la miseria pública, es decir una incongruencia entre la enorme cantidad de bienes producido y la deficiencia crónica de los servicios sociales. Tal incongruencia en cambio ha sido eliminada o, al menos, sensiblemente reducida, justamente en los países donde los principio del e. de b. han triunfado sobre los del capitalismo individualista. Por fin, y sobre todo, el sistema de mercado abandonado a sus espontáneos mecanismos de desarrollo genera un flujo constante de tensiones sociales que son una amenaza permanente frente a las instituciones y los valores democráticos en la medida en que alimentan orientaciones políticas extremistas, tanto de derecha como de izquierda.
El debate sobre el Welfare State está todavía en curso. Pero una conclusión parece ser cierta: un retorno a una economía autorregulada es imposible, y hasta inimaginable. Las exigencias técnicas y morales adelantadas por las fuerzas políticas y culturales que se remiten a la tradición del Iluminismo reformador ya han echado sólidas raíces en la opinión pública y se han traducido en instituciones que forman un todo con la actual estructura del sistema capitalista mundial.
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