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La Cantera (Santa Fe)

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HACER POLÍTICA

Algunos, con cierto grado de formación sostienen que comenzamos una nueva época, que una ideología a triunfado sobre otra. Es el caso de Francis Fukuyama, y su proclamada teoría del fin de la historia. Otros, sin el sustento científico pero con una audacia inagotable, pregonan la muerte de las ideologías, clausuran la historia reuniendo en una mesa común a políticos y pensadores antagónicos, y niegan su propio origen. Es el caso del Presidente de la Nación, y sus intentos de acabar con toda forma de oposición (aunque esa sea la esencia misma del sistema) y explicar sus decisiones como las únicas posibles.
Mientras tanto otros – nosotros – seguimos tozudamente reivindicando las ideologías, proponiendo nuestras ideas, creencias y valores, concibiendo el poder como instrumento, como medio para transformar, para cambiar lo injusto por lo justo, la decadencia por el crecimiento.
Trabajar, estudiar, amar y hacer política. Recuperar la utopía, plantearnos más que lo posible, reencontrarnos con la mística y la fe en la militancia... construir lentamente pero con firmeza el poder que impulse un proyecto alternativo políticamente valiente y técnicamente viable. Reivindicar (porque quizás por allí pase la crisis) nuestra forma de hacer política: comprometida, sistemática, cotidiana, honesta, siempre con la gente.

Declaración de Avellaneda

Avellaneda, 4 de abril de 1945


"Como la doctrina y el pueblo radical están intactos, lo único que debe hacerse es depurar algunos elencos dirigentes y formar de las nuevas generaciones, los líderes capacitados para afrontar los grandes problemas que se presentan al país"



Imperativo general

La magnitud de los problemas que debe afrontar el país y la transformación social que esta sufriendo el mundo, obligan a todos los argentinos a expresar su criterio sobre la forma en que deben encararse las cuestiones de orden interno y externo. Y si ello es un imperativo general, los que suscribimos este documento nos sentimos aún más obligados, ya que somos integrantes de la UNION CIVICA RADICAL, la gran fuerza nacional del civismo argentino.

Los ideales de la argentinidad

Toda la historia del país es el resultado de una lucha de corrientes populares progresistas, movidas por un profundo ideal de superación, contra oligarquías retardatarias de las grandes realizaciones que debían hacer del hombre argentino un hombre verdaderamente libre. Dentro de ese proceso nacional, la UNION CIVICA RADICAL es la expresión histórica tangible, que desde fines del siglo pasado reencarnó los ideales de la argentinidad, que tuvieron su primera y efectiva formulación en la revolución de 1810. La doctrina del radicalismo, pues, no fue fruto de elaboraciones teóricas, sino la resultante de una larga y dolorosa lucha para instaurar una democracia política, económica y social. Todo esto explica por qué el radicalismo no necesita improvisar un programa y una conducta frente a los interrogantes del mundo y del país.

Concepciones generales

La UNION CIVICA RADICAL, que fue la irrupción del pueblo en la escena política de la Nación, de la cual estaba ausente por la imposición de la fuerza y del fraude, trajo reclamaciones concretas que interpretaban las exigencias de la hora, y, lo que es más fundamental, incorporó a la militancia pública una concepción sobre la vida y sobre la política que serviría de guía para el desarrollo futuro de la Nación. Es así que cualesquiera sean las transformaciones a que asista el mundo, esa concepción será la base inconmovible de la cual los argentinos no se podrán apartar soberanía popular como fundamento de las instituciones; Libertad y derechos de la persona como exigencia de toda estructura social y moral; personalidad de la Argentina frente al mundo; y por encima de todo esto, el hombre como un ser que no puede desarrollarse sino en el clima moral de la libertad.

El radicalismo no quedará a la zaga

En esta época de tránsito entre las viejas fórmulas económico-sociales y las nuevas que se modelarán en el futuro, el radicalismo no quedará a la zaga de la profunda revolución que se está operando en el mundo, porque sus hombres están bajo el influjo transformador de la doctrina del partido que no reconoce otros limites que los impuestos por la moral, la razón, la justicia, la libertad y los ideales de la nacionalidad.

Afirmación política

En lo político, afirmamos el régimen republicano, representativo, federal y parlamentario, fundado en el voto secreto universal y obligatorio, con exclusión de toda forma corporativa, que intente sustituir la voluntad nacional que reside en el pueblo. Pero para que este sistema político alcance todas sus posibilidades de desarrollo, debe alentarse el renacimiento de la vida municipal, ya que el municipio está en la base de toda estructura democrática.

Afirmación económica

La economía, en la vida del hombre y de la Nación, no es un fin sino un medio que permite alcanzar los ideales individuales y colectivos; y su importancia en la hora actual, está en relación directa con la necesidad de asegurar las bases materiales para el libre desarrollo de la personalidad del país y de sus habitantes: liberación económica del hombre argentino y de la Nación Argentina. La tierra será para los que la trabajen, individual o cooperativamente, es decir, dejará de ser un medio de renta y especulación para transformarse en un instrumento de trabajo y de beneficio nacional, y la producción agraria será defendida de la acción de los monopolios y de los acaparadores, haciendo que su circulación y comercialización estén a cargo de grandes cooperativas de productores y consumidores con el contralor y participación del Estado. Nacionalización de todas las fuentes de energía natural de los servicios públicos y de los monopolios extranjeros y nacionales que obstaculicen el progreso económico del país, entregando su manejo a la Nación, a las provincias, a las municipalidades o a cooperativas según los casos. Pero a su vez, a todas las actividades económicas que no estén comprendidas en ese proceso de nacionalización debe asegurárseles una amplia libertad económica, sin trabas artificiales creadas por los poderes públicos, por la especulación o por las grandes concentraciones de capitales. En tal forma se concilian los intereses de la Nación, que es la que debe orientar nuestro desarrollo material, con el principio de la libertad económica, que dentro de un plan para el progreso social argentino, tiene una función creadora que desempeña, mediante la iniciativa privada.
Libertad de inmigración para todo extranjero útil, que venga a radicarse en nuestras tierras: amplio desarrollo industrial, en cuanto el mismo no se funde sobre el bajo nivel de vida de los trabajadores ni perjudique los intereses generales: reforma financiera que libere al trabajo de las gabelas que lo agobian y haga recaer el impuesto en forma progresiva sobre las rentas no ganadas con la labor personal restituyendo a las provincias las atribuciones económicas y financieras que le corresponden dentro de nuestro sistema federal de gobierno.

Política social

En lo social, el radicalismo no reconoce privilegios de clase, de raza, de casta, de religión, ni de fortuna, pero proclama la protección de los derechos que resulten de la capacidad y del trabajo.
Frente a la realidad concreta actual, afirma el derecho fundamental a la vida (alimentación, vivienda, vestido, salud, trabajo, cultura); la necesidad de un seguro nacional obligatorio para toda forma de incapacidad, vejez y desocupación: legislación protectora de los trabajadores del campo y de la ciudad y reconocimiento a favor de los mismos, de la libertad de agremiación y de huelga, para que cada sector de la vida Argentina pueda defender su derecho a las mejoras compatibles con las posibilidades del país.

La cultura

La cultura debe dejar de ser un privilegio de pocos para convertirse en un derecho de todos. El Estado ofrecerá a través de una enseñanza gratuita y laica en todos sus ciclos, la posibilidad de que hasta el hombre más humilde tenga acceso a una educación integral y a una instrucción técnica, científica y artística. La Universidad sobre la base de la reforma universitaria, debe gozar de plena autonomía espiritual y económica para que pueda cumplir su alta función orientadora.

La soberanía

La base de la política internacional argentina es la soberanía política y económica del país, armonizada con nuestra condición de miembro de la comunidad americana y de la comunidad de naciones civilizadas, o sea, según la clásica definición de Hipólito Irigoyen, el gran constructor del radicalismo: «con todos y para el bien de todos».
Pero la soberanía externa carece de significado trascendente sin la vigencia de la plena soberanía popular interna, pues para invocar ante el mundo los derechos del país, se necesita representar la voluntad del pueblo que es la expresión viva de la Nación. Este principio, que tiene validez permanente e inmutable, adquiere el valor de una exigencia perentoria frente a la nueva situación internacional impuesta al país por el poder de hecho, sin una decisión del pueblo ni de sus representantes. Mientras el pueblo no asuma la dirección política de la Nación, por medio de sus mejores valores civiles, ésta no readquirirá la personalidad internacional a que tiene derecho y que ha sido comprometido ante el mundo por la política interna y externa de los gobiernos que ha soportado el país desde 1930. Cuando esto se produzca, la Nación Argentina reafirmará que, ahora y siempre está dispuesta a contribuir a los esfuerzos comunes, para asegurar en el mundo la paz, la libertad y la democracia; y su solidaridad con todos los pueblos que antes, durante y después de esta guerra luchen por esos principios.

Intangibilidad de las libertades

La concepción integral que tiene la UNION CIVICA RADICAL sobre los problemas argentinos, hace que no se reconozca sentido ni trascendencia a ninguna política económica, social, cultural e internacional, si no es sobre la base de la intangibilidad de las libertades individuales, de expresión del pensamiento, de asociación, de reunión, de conciencia y de culto, que deben ser rodeadas de garantías jurídicas tan efectivas que permitan asegurar que se trata de un clima del cual no puede ser privada la persona. Tampoco tiene sentido y trascendencia la adopción de ninguna política económica, social, cultural e internacional si el pueblo no tiene en sus manos los poderes políticos, ya que el programa más constructivo dirigido por oligarcas o dictadores, conduce necesaria y fatalmente a la formación de una burocracia liberticida que ahoga las fuentes del progreso nacional. Por ello, desde 1930, el radicalismo ha contemplado los acontecimientos que se desarrollaron en el país, como estériles esfuerzos de quienes intentan una tarea que no podrán cumplir por carecer del sentido creador de la libertad y de lo popular.

Exigencias inmediatas

Hemos hablado de la realización del programa del radicalismo que es el programa de la ciudadanía Argentina. Pero el cumplimiento de cualquier propósito constructivo tiene exigencias inmediatas cuya consideración no se puede eludir. En el orden general, la desaparición de todas las barreras que se oponen a la normalización institucional y al establecimiento de las libertades, para que la ciudadanía pueda expresarse con todo su vigor, sin tutelas y sin diques artificiales: es decir, libertad de los presos políticos y sociales, levantamiento de la clausura de diarios, e inmediata derogación del estado de sitio y de toda disposición que impida el amplio ejercicio de los derechos constitucionales.

Reparación moral y depuración

En el orden partidario el problema fundamental es el de estructurar y unificar integralmente el radicalismo, para lo cual basta proclamar su doctrina y convocar a los hombres que por su conducta puedan servirla. Porque si los partidos necesitan ideales y programas de gobierno, también requieren integrantes condignos que representen una garantía para la reparación moral que exige la República.
Como la doctrina y el pueblo radical están intactos, lo único que debe hacerse es depurar algunos elencos dirigentes y formar de las nuevas generaciones, los líderes capacitados para afrontar los grandes problemas que se presentan al país. Esa depuración la hará el partido, sin ingerencias extrañas y con su propia disciplina.
Como consecuencia del pensamiento enunciado los radicales que suscribimos este documento, inspirándonos en el bien de la patria.

Afirmamos:

Nuestro propósito de seguir sirviendo los grandes ideales nacionales y humanos de la UNION CIVICA RADICAL, cuya continuidad y unidad histórica es indestructible.
Nuestra absoluta intransigencia frente a todo lo que represente la negación de los postulados de libertad y de reparación moral, política, económica, social, cultural e internacional por los que lucha el radicalismo desde que surgió a la vida pública. Nuestra oposición a que la UNION CIVICA RADICAL concierte pactos o acuerdos electorales, ya que en el juego normal de las instituciones el país debe estar gobernado por partidos orgánicos y el radicalismo, como tal, aspira a afrontar por sí la responsabilidad de estructurar una nueva Argentina.
Nuestra convicción de que la UNION CIVICA RADICAL no debe participar en gobiernos que no hayan surgido de sus propias filas. Esta es nuestra palabra de argentinos y de radicales. Que cada cual diga la suya y que cada cual, como nosotros, tome su puesto de lucha en el lugar que sus convicciones le señale. Nosotros, como siempre, estamos al pie de la vieja bandera del radicalismo, que continúa siendo una esperanza para todos los argentinos.
Declaración de Avellaneda

El ascenso del Radicalismo (1891 – 1916) - David Rock

Resumen del Libro “El Radicalismo Argentino” de David Rock

La unión cívica radical desempeñó un papel decisivo en la presión ejercida sobre la élite conservadora para que promulgase las medidas de reforma (1912). Cuatro años más tarde, cuando obtuvo la presidencia (1916), una nueva era se inició en la política argentina. El radicalismo fue la primera fuerza política nacional importante en la Argentina, y uno de los primeros movimientos populistas latinoamericanos. No obstante, teniendo en cuenta su posterior vinculación con la clase media urbana, interesa recordar que el partido tuvo sus orígenes, en la década de 1890, en una minoría escindida de la élite; sólo después de iniciado el nuevo siglo desarrolló sus rasgos populistas, al convertirse en un movimiento de coalición entre el sector de la élite e importantes sectores de las clases medias. En los 25 años transcurridos entre 1891 y 1916 pueden señalarse cuatro etapas fundamentales en la evolución del partido: 1891-96, 1896-05, 1905-12 y 1912-16. Su trayecto a lo largo de estos períodos puede contemplarse desde distintas perspectivas: la composición del partido y el grado de apoyo popular que obtuvo, y, secundariamente, sus características organizativas y conexiones regionales

Los orígenes del radicalismo (1890-1896)

Hasta 1896 el partido fue conducido por Leandro N. Alem; este período coincidió con una sucesión de tentativas de rebelión para derrocar al gobierno. Los orígenes del partido se encuentran en la depresión económica y la oposición política a Juárez Celman del año 1890. En 1889 había surgido un grupo organizado de oposición a este último en Buenos Aires, con el nombre de la Unión Cívica de la Juventud; al año siguiente, al ampliar su base de apoyo, este grupo pasó a denominarse simplemente Unión Cívica (UC). En julio de 1890 la UC preparó una revuelta contra el presidente en la ciudad capital, que si bien no consiguió apoderarse del gobierno, obligó a aquel a dimitir. En 1891, con motivo de las relaciones que debían mantenerse con el nuevo gobierno de Carlos Pellegrini, la UC se dividió y así surgió la Unión Cívica Radical (UCR) de Alem, quien en los cinco años siguientes, hasta su muerte, trató infructuosamente de alcanzar el poder por la vía revolucionaria.

El fracaso de la rebelión de julio de 1890 se debió a que a último momento el general Manuel Campos, comandante de los rebeldes, se echó atrás. Asimismo el origen de la UC, de la que saldría el radicalismo un año después, no debe buscarse tanto en la movilización de sectores populares cuanto en los aludidos sectores de la élite, cuyo papel puede rastrearse en el resentimiento que alentaban contra Juárez Celman, distintas facciones de la provincia de Buenos Aires debido a su exclusión de los cargos públicos y del acceso al patronazgo estatal. Este denominador común de estar excluidos de los beneficiarios del poder y de contar con antecedentes patricios es evidente en muchos de los manifiestos de la UC.

El núcleo principal de la coalición estaba integrado por jóvenes universitarios, los creadores de la Unión Cívica de la juventud de 1889. Estos no pertenecían a la clase media urbana sino que eran en su mayoría hijos de familias patricias, cuya carrera política y de gobierno había sido puesta en peligro por el súbito giro hacia Córdoba de Juárez Celman en la concesión de favores oficiales.
Un segundo grupo integrante de la coalición estaba formado por varias facciones dirigidas por diferentes caudillos y que controlaban la vida política en la Capital Federal y en gran parte de Buenos Aires. Eran "políticos en disponibilidad" unidos por el rasgo común de no tener cargos oficiales. Cabe distinguir entre ellos dos subgrupos: uno, conducido por el general Bartolomé Mitre, representaba a los principales exportadores y comerciantes de la ciudad de Bs.As.; el otro, era liderado por Leandro N. Alem, y contaba con el apoyo de cierto número de hacendados, aunque el propio Alem era un caudillo urbano cuya reputación política provenía de su habilidad para organizar a los votantes criollos en las elecciones.

En tercer lugar había algunos grupos clericales enfrentados con Juárez Celman a causa de ciertas disposiciones anticlericales que se habían adoptado recientemente, la principal de las cuales era la ley 2393 de Matrimonio Civil. Finalmente la UC contaba con algunos adherentes entre los "sectores populares" de la Capital, sobre todo pequeños comerciantes y dueños de talleres artesanales. Pero la presencia de este último grupo no impedía que el movimiento estuviese firmemente controlado por los elementos patricios, a quienes los católicos y los grupos de clase media les estaban subordinados.

Esto se reflejó también en la posición de la UC en materia económica. Aunque intentó capitalizar políticamente los efectos de la depresión y las crisis financieras de los sectores urbanos, lo que más la inquietaba era la forma en que la depresión había puesto de manifiesto las prácticas monopólicas de Juárez Celman en la distribución de los créditos agropecuarios.

Lo novedoso de la UC radicaba en su tentativa de movilizar en su favor a la población urbana. De todas formas el apoyo popular con que contaba la UC era en extremo incierto y no logró establecer una base institucional. El ímpetu con que los grupos patricios procuraron crear una coalición popular se estrelló contra la tibia respuesta de los habitantes de la urbe. Siendo tan débil el desafío planteado por la UC, la revuelta de julio fracasó, y en vez de producirse grandes cambios quedó abierto el camino para que la solución viniera por vía de un simple ajuste de la distribución del poder dentro de la élite. Luego de la caída de Celman, el nuevo presidente, Pellegrini, se agenció la buena voluntad de los grupos influyentes de la UC mediante el simple expediente de asignar de otra manera los cargos públicos. Mitre, por ejemplo, quedó muy satisfecho con una solución de esa especie.

Fue en ese momento que vio la luz la UCR (1891). Alem y sus partidarios se vieron excluidos del plan de Pellegrini y por consiguiente forzados a continuar su búsqueda de sustento popular y de una base de masas. Alem denunció los acuerdos entre Pellegrini y Mitre, se retiró de la UC y se proclamó defensor de la democracia "radical".

En los cinco años siguientes Alem se afanó en vano por conquistar apoyo popular y obtener los medios de organizar una rebelión que pudiera triunfar; pero el descontento del pueblo continuó diluyéndose, y sus intentos de ganarse a los grupos de hacendados fuera de Bs.As. terminaron en un virtual fracaso.

A despecho de su pronunciamiento en favor de la democracia representativa, el radicalismo siguió siendo en muchos aspectos un partido tradicional que procuraba apoderarse del Estado para recompensar a sus adictos.

1896-1905

Durante todo el período que se extendió entre la muerte de Alem y 1905, el radicalismo perdió posiciones. Hasta 1900, los sucesos más destacados fueron, en primer lugar, el surgimiento de Yrigoyen como sucesor de Alem y, en segundo lugar, el hecho de que el eje central del partido volviera a situarse en la provincia de Buenos Aires. Esto tuvo significación porque cuando el partido comenzó finalmente a expandirse, el grupo de Buenos Aires, conducido por Yrigoyen, lo mantuvo bajo su control, incorporando poco a poco a las familias provinciales en una organización nacional.

En 1901, al abandonar Pellegrini la cartera del Interior, la oligarquía sufrió una nueva escisión; a partir de ese momento hubo indicios de la creciente politización de la clase media urbana, y en tal coyuntura el radicalismo emergió otra vez a la superficie.

Junto con la inquietud despertada en 1901 por el proyecto de Pellegrini de ofrecer las recaudaciones aduaneras como garantía subsidiaria a los bancos europeos, aparecieron nuevos signos de turbulencia en las universidades, donde se efectuaron una serie de huelgas-estudiantiles. En la década del noventa los estudiantes rebeldes pertenecían a la clase dirigente criolla; diez años más tarde, buena parte de ellos provenían de las familias de inmigrantes urbanos.

Con estas señales más propicias, Yrigoyen comenzó, alrededor de 1903, a planear otra revuelta. Revitalizó sus contactos con las provincias y retomó la fundación de clubes partidarios de la ciudad y la provincia de Bs.As. y en Córdoba, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos.. Sin embargo, el desconformismo se limitaba todavía a ciertos grupos restringidos.

El intento de coup d´état, que se concretó en febrero de 1905, representó un fiasco todavía mayor que los precedentes, poniendo de manifiesto que si bien los radicales habían conseguido cierto apoyo militar, los altos mandos del ejército seguían adhiriendo al gobierno conservador.

Pero si bien el golpe falló, tuvo vitales efectos a largo plazo. Sirvió para recordarle a la oligarquía que el radicalismo no estaba muerto ni mucho menos: de ahí en adelante todos los gobiernos que se sucedieron se vieron asaltados constantemente por el temor de que los radicales entraran en intrigas clandestinas para derrocarlos. El otro efecto positivo es que permitió que el radicalismo se diera a conocer a una nueva generación para la cual los acontecimientos de la década del 90 se perdían en el borroso pasado. A partir de una ignominiosa y total derrota comenzó el proceso que culminaría con la victoria de Yrigoyen en las elecciones presidenciales de 1916.

Desarrollo de la organización y la ideología partidaria (1905-1912)

Entre el golpe abortado de 1905 y la Ley Sáenz Peña de 1912 los radicales avanzaron a grandes pasos en el reclutamiento del favor popular. Esta vez sus organizaciones provinciales y locales no desaparecieron, como había sucedido en las revueltas anteriores, sino que comenzaron a expandirse. En estos años quedó constituido un conjunto de dirigentes locales intermedios, en su mayoría hijos de inmigrantes; el grueso de los líderes de clase media del partido, que tendrían tanta importancia después de 1916, se afiliaron entre 1906 y 1912. La mayor parte de ellos eran profesionales urbanos con título universitario. Asimismo los actos públicos y manifestaciones del partido empezaron a contar con buena concurrencia. Hacia 1908 las organizaciones locales dejaron de llamarse "clubes" y pasaron a ser conocidas como "comités". Organizadas antes en organizaciones clandestinas, se convirtieron luego en organismos de conducción en la tarea de la movilización popular.

El crecimiento del radicalismo de comienzos del siglo XZX estuvo estrechamente ligado al proceso de estratificación social que concentró los grupos dirigentes de alta jerarquía en las clases medias urbanas dedicadas a las actividades terciarias.

Esta era la diferencia esencial entre la posición de Yrigoyen luego de 1905 y la de Alem unos quince años atrás: Alem había actuado antes de que esta tensa situación alcanzara un punto crítico, y su pedido de apoyo estuvo dirigido a los grupos criollos de Buenos Aires, mientras que Yrigoyen se dirigió a los argentinos hijos de inmigrantes, empleados en su mayoría en el sector terciario.

Luego de 1905 los radicales comenzaron también a incrementar el volumen de su propaganda. El contenido efectivo de la doctrina y la ideología radicales era muy limitado: no pasaba de ser un ataque eléctrico y moralista a la oligarquía, al cual se le añadía la demanda de que se instaurase un gobierno representativo.

Uno de los rasgos más destacados del radicalismo a partir de esta época fue su evitación de todo programa político explícito. Había sólidas razones estratégicas para seguir así. Como el partido constituía por entonces una coalición, sus líderes no se mostraban muy dispuestos a perder la oportunidad de granjearse adherentes atándose a determinados interese sectoriales. En todas las circunstancias el objetivo era evitar las diferencias sectoriales y poner de relieve el carácter coaligante y agregativo del partido.

Los radicales no apuntaban a introducir cambios en la economía del país: su objetivo era, más bien, fortalecer la estructura primario-exportadora promoviendo un espíritu de cooperación entre la élite y los sectores urbanos que estaban poniendo la tela de juicio su monopolio del poder político. Este pasó a ser quizás el factor que más alentó a los reformadores de 1912 a interpretar que la política radical no representaba un peligro fundamental para los intereses de la élite, y que el peligro podía disiparse haciendo concesiones en los referente al gobierno representativo.

Hipólito Yrigoyen

La otra novedad importante que puso aún más de relieve el carácter populista que el partido había adquirido hacia 1912 fue el surgimiento de Hipólito Yrigoyen como líder. La oposición de Yrigoyen a la oligarquía derivaba en buena medida de las frustraciones personales que había tenido a causa de Roca y sus acólitos. Nacido en 1852 era hijo natural de un herrero vasco de la ciudad de Buenos Aires. Su carrera política se inició en 1873, cuando Alem, que era tío suyo, consiguió para él el puesto de inspector de policía en el distrito de Balvanera, dentro de la capital. Sin embargo fue despedido al poco tiempo, acusándoselo de participar en elecciones fraguadas. Reapareció en 1879 como candidato a diputado por la provincia de Bs.As., y en 1880 sus servicios políticos fueron premiados con un alto cargo en el Consejo Nacional de Educación. Fue entonces que Roca asumió la presidencia y tanto Alem como Yrigoyen se vieron impedidos de obtener cargos oficiales de más alto rango. No obstante, cuando Yrigoyen concluyó su mandato de diputado, en 1882, dejó la política con suficiente capital como para instalarse como invernador de ganado. Más tarde adquirió considerables extensiones de tierras.

Para la época en que se sumó a la UC, en 1890, y que comenzó a maniobrar con vistas a controlar la UCR, ya tenía bastante práctica en las técnicas usuales de manipulación de elecciones. Era un representante bastante típico de los primeros radicales, que aspiraban a crear una coalición popular para restaurar su suerte política.

Yrigoyen ganó prestigio a partir de 1900 de una manera bastante extraña. En lugar de presentarse como un político callejero que atrae constantemente la atención pública, como había hecho Alem, se hizo fama de figura misteriosa. En su carrera se destaca este rasgo singular: salvo una vez, nunca pronunció un discurso. Pero por otro lado, hacía todo lo posible para autoconferirse un aire de superioridad; entre sus seguidores era llamado "el doctor Yrigoyen", aunque jamás había obtenido ningún título universitario.

Su estilo político consistía en el contacto personal y la negociación cara a cara. Esto le permitió crear una cadena muy eficaz de lealtades personales.

Hacia 1912, Yrigoyen, que ya tenía 60 años, se había transformado en un magnífico estratega político. Poco a poco obligó a la oligarquía a conceder la reforma mediante la amenaza de rebelión, al par que ampliaba su control del partido gracias a sus condiciones para organizar las masas.

El radicalismo se desarrolló menos como un partido, en el sentido estricto de la palabra, que como un movimiento de masas que fundaba su fuerza en una serie de actitudes emocionales.

Estrategia de la movilización de masas (1912-1916)

En 1912, cuando los radicales abandonaron finalmente su política de abstención y comenzaron a postular candidatos para las elecciones (...) el partido seguía falto de una coordinación central, y, pese al creciente prestigio de Yrigoyen, tampoco tenía suficientes dirigentes que contaran con reconocimiento en todo el país. El rasgo principal del período que va de 1912 a 1916 fue la intensificación de la organización partidaria.

En este aspecto, la ventaja de los radicales era su vaguedad. El enfoque moral y heroico que tenían de los problemas políticos les permitió a la postre presentarse ante el electorado como un partido nacional, por encima de las distinciones regionales y de clase. Todos sus opositores se estrellaron contra ese obstáculo. Había otros partidos populares, como el Partido Socialista en la Capital Federal y el Demócrata Progresista en Córdoba y Santa Fe, pero ninguno de ellos pude trascender las fronteras regionales en un grado significativo. Fue aquí que Yrigoyen demostró su sagacidad política: luego de 1912 se las ingenió para convertir una confederación de grupos provinciales en una organización nacional coordinada.

La fuerza del radicalismo estribaba en su organización en el plano local y los amplios contactos con la jerarquía partidaria que le ofrecía el electorado. Surgió un sistema de "caudillos de barrio". Si bien la Ley Saenz Peña terminó con la compra lisa y llana de votos, los radicales no tardaron en establecer un sistema de patronazgo que no era menos útil a los fines de conquistar sufragios. A cambio del voto cada dos años, los caudillos de barrio -núcleos originarios del Partido Radical- cumplían gran cantidad de pequeños servicios para sus respectivos vecindarios en la ciudad o la campaña.

El caudillo de barrio se convirtió (sobre todo en la ciudad de Buenos Aires) en la figura más poderosa del vecindario y el eje en torno del cual graba la fuerza política y la popularidad del radicalismo. En esta tarea colaboraban los comités, organizados según líneas geográficas y jerárquicas en diferentes lugares del país. Al menos hasta 1916, la pauta más corriente era que el comité nacional y los provinciales estuviesen dominados por los terratenientes, y los comités locales, por la clase media.

Los caudillos de barrio explotaban la gran popularidad de los comités para retribuir a sus adictos con cargos fundamentalmente simbólicos, que podían ser usados para el número de adherentes. En 1916 la organización partidaria se había convertido en un eficaz sustituto de un inexistente programa política bien definido y en un dispositivo conveniente para superar los conflictos objetivos de intereses entre los terratenientes y los grupos de clase media.

La actividad del comité alcanzaba su punto culminante en época de elecciones. Amén de las tradicionales reuniones callejeras, la fijación de carteles en las paredes y la distribución de panfletos, el comité se convertía en centro de distribución de dádivas para los electores. En 1915 y 1916, los comités de Buenos Aires crearon cinematógrafos para niños, organizaron conciertos y repartieron regalos de Navidad. Asimismo suministraban alimentos baratos -el "pan radical" y la "carne radical"-.

De todas formas, el partido estaba en gran parte dominado por los propietarios de tierras, conservando así su carácter inicial de la década del noventa: era un movimiento de masas manejado por grupos de alta posición social más que un movimiento de origen popular que operara impulsado por las presiones de las bases. Así, aunque los radicales proclamaban el precepto liberal de la competencia individual, había en sus posiciones algo de las tradicionales actitudes conservadoras de jerarquía y armonía social.
Principalmente como consecuencia de su gran ubicuidad, la UCR ganó las elecciones presidenciales de 1916.

Relaciones entre los propietarios de las tierras y la clase media

Sin embargo, algunos importantes problemas asediaban al radicalismo, el principal de los cuales era la rivalidad entre las distintas facciones que procuraban alcanzar cargos gracias a él. Cuando se sancionó la Ley Sáenz Peña, el propio Yrigoyen se opuso al comienzo a que se abandonara la política abstencionista. La presión para participar en las elecciones provino en buena medida de los grupos urbanos de clase media. Esto planteó por primera vez la cuestión de si la autoridad dentro del partido le correspondía a los "viejos" radicales o a los nuevos grupos de clase media. Cuanto más crecía la clase media, más previsible era que desarrollaría intereses propios y estaría menos dispuesta a aceptar posiciones secundarias.

Este problema cobró relevancia en marzo de 1916, durante la convención realizada por el partido para designar su candidato presidencial. A la candidatura de Yrigoyen se opusieron muchos de los antiguos adeptos de Alem en el noventa, pero finalmente aquel logró el triunfo explotando la popularidad de que gozaba en la clase media. Este episodio puso de relieve las fricciones existentes entre las dos alas del partido, y dejó entrever que Yrigoyen ya había comenzado a apuntalar su posición apelando a los grupos de clase media.

Aspectos regionales

Existían además signos de conflicto de tipo regional dentro del partido. Yrigoyen permanentemente intentaba controlar las filiales provinciales a través de diversos métodos. La importancia de este problema se puso de manifiesto (aunque no por primera vez) en 1916. Al quedar constituido el colegio electoral, se comprobó que los partidos de Yrigoyen no alcanzaban, por escaso margen, la mayoría necesaria. Fue preciso negociar los votos de un grupo de disidentes radicales de Santa Fe, quienes antes se había negado a apoyar la fórmula presidencial del partido. La causa subyacente en la definición de los santafesinos era que estimaban que el partido favorecía a los grupos porteños.

El radicalismo en la sociedad argentina: la inmigración y el capital extranjero
En 1916 el radicalismo era, un muchos aspectos, una especie de partido democrático conservador, que combinaba la adhesión de los intereses de la élite con un sentido de identificación de la comunidad en general. Esto hizo que el plano ideológico estuviese impregnado de ideas paternalistas y comunitaristas, que le confirieron la posibilidad de proyectarse como una alianza entre distintos sectores.

Pese a los indicios de conflictos regionales en sus filas, y aunque sólo consiguió granjearse las simpatías de una minoría de terratenientes, la UCR se aproximaba bastante a la alianza que los conservadores habían estado buscando entre los magnates de la élite y los profesionales de la clase media, provenientes en gran medida de familias urbanas de inmigrantes. Estos dos actores principales eran coaligados por un tácito acuerdo quid pro quo: los terratenientes querías medidas conservadoras y estabilidad política, a cambio de lo cual se mostraban predispuestos a ampliar el acceso de la clase media a las profesiones liberales y a la burocracia. Esto prometía acelerar el proceso de cambio en las universidades y ofrecer una respuesta más flexible y liberal a los grupos de clase media en la distribución de los cargos públicos.

Los radicales habían establecido vínculos con la clase media "dependiente", compuesta en su mayoría de hijos de inmigrantes mismos, ya se tratase de los pequeños industriales y comerciantes o de los obreros. Esto era en parte un reflejo del hecho de que los viejos radicales del noventa compartían los prejuicios culturales de la élite contra los inmigrantes y su agudo temor y desconfianza hacia los obreros. Ilustraba también la forma en que los radicales habían conquistado adictos en el pueblo.

La pauta general del período posterior a 1900 sugería que los grupos de clase media estaban relativamente contentos con el papel secundario que les había tocado en suerte en la vida empresarial. Los problemas se planteaban con los grupos de más alto status, y fue sobre estos que se lanzaron los radicales principalmente. Digamos, por último, que la posibilidad de establecer lazos efectivos con los inmigrantes también estaba desalentada por la Ley Sáenz Peña, que había excluido a estos al derecho al sufragio, dejándolos por consiguiente fuera del sistema político.

El líneas generales, las relaciones entre los radicales y los inmigrantes fueron bastante buenas a causa de que gravitaban, de algún modo, en la situación y en las lealtades políticas de los hijos de aquellos; pero, en ocasiones, cuando pensaban que ello podía beneficiarlos, los radicales no se abstenían de explotar los sentimientos xenófobos latentes de la sociedad nativa.

Finalmente, el radicalismo surgió como el principal movimiento político del país en un momento en que la economía primario-exportadora ya había alcanzado la madurez. Los lazos institucionales y políticos entre el capital extranjero y la élite se habían establecido mientras los radicales se hallaban todavía en la oposición; carecían, por lo tanto, de un contacto organizado con los representantes del capital extranjero, pero no hay razones para que permitan inferir automáticamente que sus actitudes hacia este debían diferir de las de la o oligarquía. Los radicales no eran nacionalistas en lo económico; aceptaban y reconocían la dependencia del país de sus conexiones en ultramar para contar con mercados y fuentes de inversión.

El radicalismo era visto como una innovación, no porque pusiera en peligro el orden establecido, sino porque sus características organizativas y su estilo político estaban en agudo contraste con todo lo que se conocía hasta entonces.

¿Qué es un militante? - José Pablo Feinmann

En voz, baja se dice: Hay un proyecto de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) destinado a imponer el escepticismo entre los argentinos.
Se dice en voz baja, digo, porque con frecuencia ocurre que los proyectos de la CIA parecen tan delirantes que quien los denuncia teme verse envuelto también en el delito o en esa forma degradada de delirio que es el ridículo.
¿Es delirante, sin embargo, esta propuesta? Una Argentina poblada por seres escépticos, grises, marginados de la alegría y la grandeza, de la participación y la militancia, de la solidaridad, ¿no conviene acaso a los proyectos siempre impiadosos de los agentes del poder multinacional?
¿Cómo evitar ser un escéptico? Conjeturo que transformándose en un militante.
Entonces....
¿Qué es un militante?

Un militante es alguien que ha encontrado una verdad que los trasciende. No es una verdad revelada. No es una verdad divina. No es, ni siquiera, una verdad permanente, segura, como un anclaje firme que otorga cimientos y sosiego a una vida entera.

No corren buenos tiempos para los militantes. No corren buenos tiempos para nadie. Pero el militante no utiliza la " mala temporalidad " para " matar el tiempo ". No se entrega. No es heroico, pero es quizás obstinado. Es frecuente que repita lo que empeñosamente le dicen. " Todo esto es un desastre, no tiene arreglo, marchamos hacia un nuevo fracaso, la historia nos juega en contra. " Pero todo este tremendismo no tiene poder de apabullarlo. Repito: no es un héroe. Simplemente quiere vivir. Simplemente no se conforma con aceptar que otros han decidido ya su vida, su futuro, sus módicas ambiciones y su muerte.

Pero sabe - lúcidamente lo sabe- que si acepta lo que quieren que acepte, ni morirse necesitará. Porque ya estará muerto. Alguien dijo alguna vez: " Vivamos de tal modo que nuestra muerte sea una injusticia. " Una muerte - no dramaticemos por favor- es solamente un hecho más de nuestra vida, un hecho (esto sí) final, que patéticamente revela nuestros límites.

Pero el militante sabe que tiene su vida. Y quizás, porque conoce los tiempos que corren, no se ha propuesto nada tan grandioso como la toma del Palacio de Invierno. Quizás, sencillamente, no busca la inmortalidad. Ha aceptado con calma, ha atravesado su correspondiente y dolorosa crisis cuando esa verdad se le reveló (" no sólo mueren los demás, también voy a morir yo, sobre todo yo, cosa increíble, y en ese momento, como y todos, voy a estar solo ") pero tampoco esta revelación lo ha destruido.

Al hacerlo, conscientemente o no, ha tirado por la borda íntegramente a Dostoyevsky. Todo ese tremendismo eslavo le es ajeno. " La única causa de la conciencia es la inacción. " Si Dios no existe, todo está permitido". Stravrroguin, Kirillov, Iván Karamazov, militaban en otra causa. Blasfemaban todo el día contra la muerte y vivieron muertos. ¿Acaso podía ocurrir de otro modo?

La militancia en la Argentina tuvo en el pasado una relación con la muerte hermanada con el existencialismo trágico, no sólo con Dostoyevsky sino especialmente con Nietzsche. Pero eso pasó y no estoy hablando de aquellos militantes, de los del ´73, tan fervientes, tan desmesurados, tan seguros de tener la historia como inclaudicable aliada.

No, hablo de los de hoy. Y éstos de hoy saben que tienen que vivir. Y que aunque no vivirán una vida grandiosa (los tiempos no dan para tanto) harán lo necesario por estorbar un poco.

Y si es posible - porque la política y la historia son, afortunadamente, improbables- harán también algo más.

Militancia y Producción

Uno de los lúcidos y obstinados proyectos del régimen militar-financiero en la argentina fue la aniquilación del aparato productivo. La desaparición de los centros de trabajo, de los precisos puntos nodales del círcuito productivo que generaban la confluencia de la clase trabajadora, su organizatividad y su concientización, no podía ser sino fundamental para un régimen que requería desmovilización, la desconcientización y la marginación del pueblo argentino.

La desnacionalización de la economía, o más exactamente el reemplazo del circuito productivo por el circuito financiero, no produce sólo un resultado, digamos estructural, materialmente verificable en la organización económica de la sociedad, produce también un resultado humano. Se destruye al hombre. Se lo destruye como ser social, solidario. Se lo trasnforma en un indivualista hosco, temeroso y agresivo. Se lo transforma en un marginado. Y donde aparece el marginado muere el militante.

Se ha podido verificar en ciertos actos peronistas del cercano 17 de octubre. Los obreros que concurrieron en representación de sus gremios, nucleados por la mediación del trabajo organizado, fueron pocos. Los demás van sueltos. O evidencian la pobre organizatividad del marginado: colorida, bochinchera, agresiva, pero profundamente dispersa. Dispersa en sus consignas, confusa en sus adhesiones, teñidas de un folklore sobre el que se enanca el poder languideciente pero real de cierto peronismo. Un peronismo arcaico, marginal, ligado al matonaje y no a la lucha, que es también un resultado - un exacto resultado- del poder militar-financiero.

La Argentina financiera generó un argentino que es la antítesis del militante. Llenó el país de " hombres libres ", de " trabajadores libres ", " individuales". Llenó el país de " cuentapropistas ". Era la hora del " sálvese quien pueda ".

Apareció el " argentino taiwanés ", el " argentino del plazo fijo ", el "argentino de la bicicleta financiera ".

El argentino taiwanés (desdeñando a los sujetos9 se sumergió en la idolatría de los objetos. Para el argentino del plazo fijo, un día no era un espacio temporal en el que podían aguardarlo mil experiencias hondamente humanas; un día se cotizaba en las pizarras financieras y valía tanto como un dólar marginal, no más, no menos. Este argentino tiene una mirada fija, casi no parpadea, no mira a sus costados, ignora a sus semejantes, su horizonte es sólo una pizarra en una financiera, allí se dibuja su destino cuantificable. Y el argentino de la bicicleta es el que pedalea solo, el que se entrega a los mil artilugios del engaño disfrazado de viveza.

La destrucción del aparato productivo, además, arrojó a innumerables trabajadores a la marginación y la extrema pobreza. Y no existe ninguna dialéctica revolucionaria entre pobreza y conciencia de clase.(Atención: hablo aquí de "pobreza" en tanto marginación del circuito productivo). Los marginales poblaron las páginas policiales del amabilísimo periodístico. Aquí fueron confinados. Antes formaban comisiones internas, asistían a las asambleas de sus gremios, votaban sus conducciones. Ahora transitan oscuramente por los suburbios. Eran obreros, eran compañeros, hoy son seres desesperados arrojados a la delincuencia y el lumpenaje.

En la Argentina, entonces, la activación del aparato productivo no es sólo necesaria por razones económicas, sino por razones humanas y políticas. Para que la solidaridad, el compañerismo y la militancia vuelvan a surgir entre nosotros, hay que crearles un lugar. Este lugar es el trabajo.

Militancia y trascendencia.

Un militante, por el contrario, cree en la solidaridad social. No es un "individuo" en el pobre sentido que del individuo tiene el liberalismo burgués. Nada tiene que ver con Hobbes. Lo ha superado. Sabe que su individualidad se realiza en el grupo.

Su incorporación al trabajo, a la producción, a su grupo de pertenencia, a su clase social, lo incorpora a la solidaridad, al compañerismo, a la amistad sincera. Para decirlo claro: lo humaniza. Un militante es un ser en constante proceso de humanización. Su militancia lo hará mejor padre, mejor hombre de su mujer, mejor amigo de sus amigos. Sabe que habita este mundo para luchar junto a los demás, no para usarlos.

El militante respeta el trabajo. No porque sea un sometido, sino, porque sabe que en el trabajo está su poder, su organizatividad y el sentido final de su militancia: la justicia social. Y también porque sabe que por fuera del trabajo, no sólo está la miseria económica, sino la otra: la social y la humana. La que hará de él un apartado, un egoísta, un resentido y hasta un delincuente.

El militante, es necesario repetirlo, cree en una verdad que lo trasciende y da sentido a su vida. Esta verdad es su ideología, la ideología que comparte con sus compañeros y expresa su lucidez. La ideología que hace de él un sujeto y no un objeto de la historia.

La ha amasado, a esta ideología, durante años, la ha padecido, la ha cuestionado, la ha asumido cotidianamente. Porque cotidianamente intentan quitársela, se la oscurecen y deforman desde las pantallas de la TV o desde las radios. Aparecen allí, frente a él, en su hogar, hombres cultivados, con buenos modales, racionales hasta el asombro y vértigo, implacables, que le dicen que no, que está equivocado, que todo está bien, o que todo está mal, pero que, en todo caso, nada está como él cree.

¿Cómo lucha contra toda esa insidiosa verborragia? Hablando con sus compañeros. Buscando la verdad donde está: en el grupo. Porque cuando los militantes son esto, militantes, y están unidos por sus intereses comunes, la verdad es una tenaz corriente eléctrica que los recorre y los une aniquilando el discurso del enemigo.

Porque es cierto (según postula un diabólico axioma del pensamiento autoritario) que mil repeticiones hacen una verdad. Pero no es menos cierto que mil repeticiones pueden también aburrir, transformarse en un sonido apenas desagradable y persistente. En suma inaudible.

El militante es un hombre que tiene una razón para vivir. Y más también. Cierta vez dijo Camas " Una razón para vivir es una razón para morir ". El militante, en efecto, puede llegar a morir por su causa. Pero en Argentina - hoy a esta altura de nuestra experiencia y de nuestro dolor- habrá que afirmar tenazmente que el momento más alto de realización de un militante es su vida (cualquiera de los infinitos actos en que su militancia lo ha comprometido) y no su muerte.

Los peligros de la militancia

La deshumanización acecha también al militante. Puede transformar su ideología en dogma, en obstinación y autoritarismo. Puede creerse más heroico. Puede confundir el desprecio por la vida con el coraje.

Puede enajenarse en su lucha. Puede olvidar las pequeñas cosas en nombre de los grandes ideales. Puede olvidar que los grandes ideales se persiguen y se conquistan para posibilitar las pequeñas cosas. Puede llegar a considerarse sólo el eficaz cuadro de una organización. Y hasta puede llegar al extravío de exigir también eso de los demás.

Puede llegar a realizar esta frase de Brecht: " Nosotros que nos unimos para luchar por la amistad entre los hombres, no supimos ser amigos ".

El viejo problema de los medios y los fines se agitan detrás de éstas ideas.

Pero si la militancia ha de servir para humanizar al militante, los fines deberán estar presentes en todos los medios. Porque el militante está vivo hoy, y es hoy, en cada uno de los actos que realiza para conquistar una sociedad más justa, donde están enteramente en juego su humanización o su envilecimiento.

nullEn voz, baja se dice: Hay un proyecto de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) destinado a imponer el escepticismo entre los argentinos.

Estudios sobre los orígenes del peronismo - Murmis y Portantiero

Crecimiento industrial y alianza de clases en la Argentina (1930-1940)

1. Introducción

Durante la década del ‘30 tiene vigencia en la Argentina políticas y reagrupamientos de fuerzas sociales centrados en el intento de dar respuesta a ese hecho nuevo que es el acelerado crecimiento industrial y sus consecuencias sociales. El supuesto de nivel general es que todo proceso de industrialización por sustitución de importaciones, del mismo modo que plantea características diferentes a las de los modelos clásicos en la estructura económica, promueve también alternativas particulares en la dimensión sociopolítica, sea en el tipo de estratificación, en los reagrupamientos y alianzas de las clases propietarias, en la forma movilización de las clases no propietarias, en el papel del Estado y de los grupos políticos, etc.

Afirmar que el período abierto en 1930 representa una primera respuesta a ese proceso puede tener consecuencias tanto para el análisis de la Argentina como para la aplicación de modelos teóricos para el análisis de los procesos sociales durante el crecimiento industrial.

La teoría más habitual propone un presunto modelo clásico descriptivo:

Los propietarios agropecuarios: calificados como la "oligarquía" cuyo interés está en el mantenimiento de la tierra como fuente de ingresos y poder, con actitudes tradicionales y opuestas al fortalecimiento de nuevas actividades.

Los proletarios industriales: cuyo interés reside en el surgimiento de las nuevas actividades y en la conquista del poder político, rechazando las situaciones "feudales" improductivas.

En un primer paso retengamos de esta caracterización sólo la aceptación o el rechazo de las actividades industriales. Diversas modificaciones de este modelo simplificado aparecen en la literatura:

Se mantiene el modelo en cuanto a la identificación de las oposiciones de estos dos contendores; pero se supone que el sector industrial no tiene conciencia clara de sus intereses. Puede darse incluso, en el modelo, una discontinuidad en el sector industrial, pero la oposición básica de intereses y la línea de tendencia del desarrollo histórico se mantiene.

Otra versión mantiene al modelo en cuanto a la identificación de los contenedores y sus orientaciones, pero en este caso serían los terratenientes quienes, inadvertidamente, habrían favorecido al sector industrial. Parecería suponerse una coincidencia transitoria de intereses muy específicos tales como el control de cambios, pero una oposición de fondo.

Más nos alejamos del modelo clásico cuando, aun manteniendo la imagen del corte, se postulan ciertas discontinuidades dentro de cada uno de los sectores. Así, se admite que el sector terrateniente pasa ya a aceptar cierto tipo de industrialización limitada, liviana y dependiente y que en esa medida consigue aliarse con el sector más concentrado de los industriales, pero que subsisten dentro de los propietarios de industria grupos no monopolistas que aspiran a un desarrollo manufacturero independiente, con crecimiento de industrias de base y expandido en el mercado interno.

El alejamiento del modelo inicial es más neto cuando se postula que la oposición se ha redefinido, en cuanto a su contenido, en la forma en que el enfoque anterior señala, pero que tanto los terratenientes como los industriales en bloque se beneficias con el mantenimiento del desarrollo dependiente de la industrialización, no quedando ningún grupo de origen manufacturero enfrentando la oposición del bloque dominante. Se trata de una virtual fusión de intereses entre sectores terratenientes e industriales, solo enfrentados por la clase obrera.

Nuestro examen rechaza todas las versiones del modelo que se centran sobre una oposición más o menos expresa entre grandes terratenientes y burguesía industrial, incluyendo aquella según la cual no se daría una alianza sino una coincidencia coyuntural entre ambos grupos.

Con los enfoques c) y d) compartiríamos, en cambio, la imagen de una comunidad de intereses entre ambos sectores en esta etapa y también la suposición acerca de las limitaciones que presentaba su propuesta de industrialización. Nos acercaremos a d) en lo que se refiere la ausencia de un proyecto alternativo de industrialización más profundo dentro de las clases dominantes, pero diferimos de este en tanto señalaremos que, incluso ese proyecto limitado, no era percibido desde un comienzo como el proyecto hegemónico indiscutido de la clase dominante. El proceso no podría, por lo tanto, conceptualizarse como una fusión de intereses, sino de alianza entre fracciones de clase.

Encontraremos la oposición más decidida al proyecto de industrialización en un sector subordinado de los terratenientes y una clara expresión de esta actitud en la Unión Cívica Radical. Nuestra imagen es la de un proyecto que no es el indiscutido de la clase dominante. Su puesta en marcha y su posterior mantenimiento exige la constitución de alianzas entre sectores de la clase dominante. No se trata de una situación en que la clase dominante quiere comparar la pasividad de la clase dominada, sino de una situación en la cual la permanencia de uno u otro proyecto está aún en cuestión.

Lo que el análisis de esta década pone de manifiesto es que el apoyo a la industria no puede identificarse ingenuamente con la adopción simultánea de orientaciones sociales y políticas también "progresistas". El corte en cuanto al apoyo o rechazo de la industria no coincide necesariamente con el corte entre fuerzas representantes de un orden nuevo globalmente "progresista" y un viejo orden globalmente retardatario, sino que dentro de los partidarios de la industrialización se darán cortes fundamentales en cuanto a orientaciones sociopolíticas, introduciendo el concepto de alianza de clases, como condición para hacer posible el estudio de las relaciones de la fuerza en la sociedad y de la hegemonía en el Estado.

El caso argentino, a partir de los años 30´ nos servirá como ejemplo de configuración temprana de esta línea de alianza de clase. En lo que sigue trataremos de demostrar:
La existencia de un proceso de alianza de clases en la Argentina durante la década del 30´, y su contenido.

Las condiciones que los hicieron posible.

Los alcances y las limitaciones de esa alianza.

2. Las condiciones de la alianza de clases

Desde 1933 la industria argentina entra en una etapa de crecimiento durante la cual, de una situación postergada, se transformará, en un decenio, en sector líder de la economía. La originalidad del caso argentino consiste en que, precisamente a partir de 1930, quienes controlas en el aparato del Estado son, indiscutiblemente, las fuerzas conservadoras "oligarcas", tras el intervalo abierto en 1916 por el radicalismo y a ellas deben atribuirse, por lo tanto, las medidas y propuestas estatales que favorecieron, de hecho, el progreso de la industria. Esas fuerzas no variaron, por ello, su contenido de clase: siguieron siendo representativas de los hacendados más poderosos, tradicionales beneficiarios de la economía agro exportadora.

Una alternativa para esta constatación sería que las fuerzas conservadoras no hubiese podido resistir las presiones de una oposición marcadamente favorable a los cambios de dirección industrialista, pero como veremos en el trabajo, ello no ocurrió entre 1933 y 1943: durante esos años, ningún grupo social o político poderoso agitó un programa de crecimiento industrial más radical que el de la élite oficialista.

La consideración de estos hechos abre un interrogante acerca de si el crecimiento industrial fue concientemente impulsado por la elite conservadora o si se desarrolló a pesar de ella, como consecuencia no deseada de medidas que buscaban otro fin. Suponiendo la primera de estas dos alternativas cabe preguntarse cuál fue el contenido de la industrialización promovida, a fin de determinar si la misma afectaba de por sí a privilegios fundamentales de los propietarios terratenientes. En este caso se hubiera planteado una contradicción entre orientaciones de la élite política e intereses de la clase dominante, posibilidad que no parece corresponder al desarrollo real del proceso teniendo en cuanta que la única fuente de legitimidad para el poder político de esa élite estuvo en el consentimiento expreso de la "oligarquía" tradicional.

El núcleo de este trabajo tiende a presentar el supuesto de que no hubo en el período contradicción entre una orientación por crecimiento industrial expresada en el Estado, y los intereses de la fracción más poderosa de los terratenientes, aunque sí la hubo con los de un grupo subordinado de propietarios rurales.

La facción más poderosa dentro de la oligarquía mantuvo el control hegemónico dentro de una alianza de clases propietarias, en la que se incluían, por primera vez, los intereses de los grupos industriales. La posibilidad de esta articulación de intereses requería ciertas formas limitadas de industrialización y ellas fueron promovidas a través de una coherente política oficial que hizo crecer enormemente las esferas de la actividad del Estado en la estructura social. Se trata de un claro ejemplo de crecimiento a partir de la sustitución de importaciones. Su resultado será una economía industrial, pero "no integrada", basada en una industria liviana, productora de bienes de consumo no durables.
El proceso se basará en la expansión de una industria preexistente más que en un fomento deliberado de una diversificación que hubiera debido apoyarse sobre una coherente política de inversiones. Las transformaciones se operarán sólo en el sector industrial, manteniéndose inmodificada la estructura agraria, rasgo señalado como característico de la ISI.

Durante el período se intensificaron las inversiones extranjeras, especialmente norteamericanas, en actividades de transformación, lo que aseguró a grupos industriales locales una "protección" especial de sus intereses frente a eventuales medidas del gobierno que pudieran tender a drenar el proceso de crecimiento.

La crisis de 1929 marcará para la Argentina un cambio de rumbo trascendental en su situación económica, al afectar su privilegiado status de país agro exportador. El modelo dejará ya de tener vigencia frente a las respuestas proteccionistas que los países centrales pondrán en práctica como alternativa a la crisis. Un ciclo parecía concluido: el de la economía primaria exportadora como excluyente núcleo de la economía argentina. En medio de una crisis que iluminará crudamente la vulnerabilidad extrema de la Argentina frente al exterior, las élites tradicionales, que han recuperado el control de Estado, se ven favorecidas por la posibilidad de una limitada industrialización, en tanto el desarrollo de ciertas ramas de la manufactura es capaz de permitir un reajuste del sistema a los nuevos términos en que se plantea el comercio mundial.

La oposición principal que enfrentaba a agrarios e industriales alrededor de las políticas de libre cambio o de proteccionismo, pasa a tener una importancia secundaria para la fracción dominante de los terratenientes que no rechazará las medidas tendientes a controlar los importaciones, favoreciendo así el crecimiento de ciertas ramas de la manufactura. En un punto en el que anteriormente se ubicaba el centro del conflicto se establece una posibilidad de coincidencia.

El desarrollo más o menos sostenido de una nueva política sólo puede ubicarse hacia finales de 1933, con el ascenso al poder de un equipo político, encabezado por Federico Pinedo, que influirá decisivamente hasta 1943 y que prolongará su gravitación en los primeros actos del gobierno militar surgido del movimiento del 4 de junio.

Desde 1933 Federico Pinedo y Luis Duhau ocupan los ministerios de hacienda y de agricultura. Su gestión marcará las pautas iniciales para cambios en la política que el Estado propone a las clases dominantes y abrirá, específicamente, un período en el que habrán de articularse nuevas orientaciones. Para la definición de esta nueva política él flamante Pacto Roca-Runciman, suscripto por el gobierno argentino con el de Gran Bretaña en 1933, adquirirá una influencia determinante como nudo central: el sector agrario más poderoso definirá su nuevo ajuste frente a la irreversible situación creada por el Tratado de Ottawa, que firmaron Inglaterra y sus dominios. Esta nueva situación hará participar más al sector industrial, y hará que el papel del Estado sea, a la vez, más importante y también más complejo.

El convenio Roca-Runciman traía aparejado el predominio del grupo ganadero más privilegiado en la orientación de la economía argentina. Se trataba de la consolidación de la supremacía del grupo social que había sido desplazado del poder político en 1916. Esta situación suscitó grandes recelos en la Unión Industrial. El temor más serio derivaba de los compromisos acerca de rebaja de aranceles para la importación de manufacturas inglesas. En mayo del 33 la UIA advertía en un manifiesto sobre "una tendencia económica que sólo contempla los intereses agropecuarios". Un mes después organiza un acto público intentando ampliar las bases para un frente de defensa de la industria.

Hacia fines de 1933, un esbozo de política orgánica comienza a ser elaborado por el nuevo equipo económico que reemplazó a Hueyo. En diciembre se anuncia un Plan de Reestructuración Económica, el primero posterior al replanteo obligado por el Pacto Roca-Runciman. El mismo incluye, básicamente, el Control de Cambios, la creación de Juntas Reguladoras de la Producción y el Desarrollo de un plan de obras públicas. Las medidas propuestas motivan de la UIA "su más cordial apoyo".

El plan traía aparejada una devaluación del peso argentino, pero junto a esa medida se instrumentaba un control de las divisas para la importación. Aquí aparece clara una clara caracterización de la necesidad de la industria, a la que no se postula como enfrentada a la hegemonía "oligárquica". Durante todo el período que arranca a fines de 1933 y culmina con el derrocamiento de los conservadores diez años después, esta solidaridad de orientaciones entre los industriales y el Estado, sometido a la hegemonía del sector más privilegiado, se mantiene.

3. La diferenciación interna en el sector agropecuario y los grupos de oposición

Al menos hasta la segunda guerra mundial, no se producen fragmentaciones significativas en el seno de los industriales y que, en caso de hacerlas en germen, los industriales pequeños y medianos concentran tan poco poder económico y tan escasa fuerza de presión, que la hegemonía dentro del bloque industrial se mantiene, sin alteraciones, vinculados con el capital financiero nacional e internacional, cuya representación corporativa inviste la UIA.

En el sector agrario, el panorama es otro. Allí se produce una diferenciación o, más adecuadamente, se acentúan los términos de una división de interese ya anticipada en la década anterior. En 1927, los "invernadores" logran el control de la Sociedad Rural Argentina, rubricando institucionalmente lo que ya era un dato de la realidad económica: el predominio de sus intereses sobre los de otras capas ganaderas. A partir de ese momento, la subordinación de los "criadores" no hará más que acentuarse. La crisis y sus consecuencias para el comercio exterior argentino rubricadas en los Tratados de Ottawa y en el Pacto Roca-Runciman, gravarán todavía la diferenciación.

Los "invernadores", ligados al frigorífico y dependientes de la venta de "chilled" a Gran Bretaña, consiguen privilegios a través del pacto Roca-Runciman, que les asegura una cuota estable de exportación y los mantiene así integrados a su tradicional fuente de recursos. Pero este reajuste no se produce sin el brusco desplazamiento del grupo de los "criadores" que deben subordinarse totalmente a los acuerdos a que llegan los "invernadores" con los mercados tradicionales.

En lugar de la vieja divisa de los grandes hacendados ligados a Inglaterra que definirían los circuitos necesarios del comercio exterior argentina a partir del "comprar a quien nos compra", el grupo subordinado de los ganaderos levanta una alternativa: "vender a quien nos vende", poniendo el eje de sus objetivos en la ampliación del comercio a nuevos mercados, especialmente a los EE.UU., quien podía transformarse en el proveedor del consumo nacional de manufacturas.

En el juego de presiones económicas sobre el Estado los hacendados subordinados individualizan a los industriales como sus principales rivales, quienes "tienen en la metrópoli la suficiente fuerza para pensar en las decisiones del gobierno", provocando así el cierre de "los mercados extranjeros naturales y en potencia de la producción rural, a quienes no se les permitirá cobrar el precio de su trabajo, aunque fuera con artículos superfluos importados".

4. Agrarios e industriales frente al "Plan Pinedo"

Hacia fines de 1937, los índices de la economía argentina, que parecían indicar un restablecimiento del equilibrio en el nuevo nivel propuesto por la élite hegemónica, comenzaron a caer nuevamente. Las cosechas fueron excepcionalmente malas, los precios de los productos agropecuarios cayeron y las exportaciones bajaron un 44%. En 1938 la balanza de pagos en cuenta corriente arrojó un déficit de 379 millones de pesos: las condiciones de la crisis parecían volver a repetirse. La respuesta elaborada entonces por la élite puede servir como un nuevo indicador del sentido de su estrategia.

Por un lado se devalúa nuevamente el peso y la actitud se encuadra absolutamente dentro de los marcos de una orientación estrechamente "agro exportadora". Pero además se establece por primera vez el requisito de cambio previo para las importaciones. Esta expresa restricción cuantitativa a las importaciones significaba el paso más decidido dado por la élite dentro de una estrategia proteccionista. Para algunos autores, la agudización del sistema de control de cambios a fines de 1938 "representa la supresión de los últimos vestigios del comercio libre".

Salvar la industria, entonces, supone contribuir a mantener el sistema. Este carácter permisivo con que la élite ampara el crecimiento industrial, sin poner en discusión el control del proceso, es la base objetiva de la alianza en la que se integra una clase industrial que no reclama más que su supervivencia.

Tras una apreciable disminución del déficit en 1939, el año 40 se presentaba otra vez particularmente difícil por el cierre de los mercados europeos a las exportaciones argentinas, derivado de la guerra. En esas condiciones el Ministerio de Hacienda elabora un Plan de Reactivación Económica. Desde septiembre de ese año, Federico Pinedo, redactor del proyecto, ocupaba otra vez el ministerio. El plan articulaba una serie de medidas para superar la recesión, contenía disposiciones para la defensa del sector industrial.

El objetivo del plan era mantener a un nivel satisfactorio la actividad económica. Su punto de partida era la compra por el Estado de los excedentes agrícolas que no podían colocarse, medida reclamada unánimemente por las organizaciones de los propietarios rurales.

Aquí vuelve a resumirse con suma precisión el sentido de una política, que manteniéndose dentro de los marcos hegemónicos de la "oligarquía" tradicional convocaba a una ampliación de sus límites para permitir la incorporación de la industria. El "Plan Pinedo" , intentando legislar sobre todo aquello que el grupo representativo de los industriales reclamaba sin haber sido oído, aparece como el mejor testimonio de ese procedimiento de movilización de la manufactura bajo control de la élite tradicional que se produce entre 1933 y 1943. Este plan, que incluía las reivindicaciones largamente reclamadas por los industriales, significaba en realidad un lúcido intento de reforzamiento de la hegemonía "oligárquica".

La Sociedad Rural Argentina, por su parte, no rechaza el plan, pero considera necesario reafirmar la premisa de que "la prosperidad de nuestro país está supeditada a la marcha de los negocios agropecuarios". Lo principal, entonces, para la SRA, es la compra de las cosechas.

Frente a la alianza entre los ganaderos privilegiados y los industriales, cuyos intereses el Estado intenta amortizar, la alternativa que parece promover la UCR es la de una alianza en la que participen los grupos agrarios subordinados y las capas medias urbanas no ligadas a la industria. Así, el eje central de las críticas de la UCR al plan Pinedo está centrado en lo que éste tiene de proteccionista.

5. El papel del Estado: alianza de clases y hegemonía

Uno de los rasgos salientes de la etapa es el crecimiento de los roles asumidos por el Estado en la estructura social. El Estado pasará a ser expresión de la creciente complejidad de las relaciones económicas, reflejando así la diferente articulación de la estructura de ésas, a partir del crecimiento de la industria.

La homogeneidad de la antigua estructura de poder tiende a quebrarse después del 30, arrastrada por las modificaciones que el equilibrio del sistema requiere en el nivel de la estructura económica, como consecuencia de la crisis. El Estado se realiza así como equilibrador dentro de un bloque de poder más complejo; como moderador de una alianza objetivamente estructurada alrededor de los intereses comunes de distintas clases.

Este factor constitutivo de una orientación "universalista" que sintetiza tendencias parciales, es el Estado, controlado por la élite política tradicional que sustituye el yrigoyenismo.

Los mecanismos de esa proyección "universalista" que puede soldar el bloque de poder operan en dos dimensiones: en primer lugar, a través de la instrumentalización de políticas de corto plazo, reservadas a la iniciativa directa del Poder Ejecutivo y cuya dirección es hacia la viabilización de cierto crecimiento industrial, en tanto acentúa barreras de tipo proteccionista. En segundo lugar, por medio del intento de implementar políticas de largo plazo, más integrales (como el Plan Pinedo y sus antecedentes) que necesitan el complicado apoyo legislativo.

1. Heterogeneidad obrera y nacionalismo popular

Los llamados movimientos nacional-populares de América Latina, particularmente en sus subtipos "peronista" y "varguista" -cuya ideología según el modelo europeo suele ser calificada como "fascista"- obtienen el apoyo de vastos sectores de obreros industriales, siendo que esa adhesión no resultaría compatible con el modelo clásico de orientaciones de la clase obrera movilizada.

El punto de partida de ese modelo clásico de actitudes obreras está dado por una proposición según la cual la orientación propia de los trabajadores industriales debe conducir al apoyo a movimientos inspirados en postulados de clase. El apoyo obrero al populismo, frecuente en los países dependientes y periféricos, aparecía así como una desviación de ese modelo. Un modo típico de integrar conceptualmente el apoyo obrero a los movimientos nacional-populares con la teoría clásica de las orientaciones obreras consiste en postular, para aquellos países que se industrializaron tardíamente, la existencia de un corte interno en la clase obrera, originado en los diferentes momentos de integración de los trabajadores a la industria.

Las conductas ajustadas al modelo se atribuyen entonces al sector de trabajadores "viejos" (aquellos que propiamente deben ser considerados como obreros) y las orientaciones desviadas a sectores que de algún modo no serían plenamente obreros. El primer grupo estaría constituido por aquellos trabajadores de origen europeo formados a través de una larga experiencia dentro de la disciplina del trabajo industrial, y el segundo, en cambio, por los obreros más recientes, "nuevos" no sólo para el ámbito de la empresa industrial sino también para la vida urbana, ya que se trataría de migrantes provenientes de las zonas campesinas más atrasadas.

Esta discusión teórica entre "nueva" y "vieja" clase obrera de los países recientemente industrializados se vincula más genéricamente con una conceptualización que propone encontrar las bases sociales del "autoritarismo" y del "totalitarismo" en estratos y clases que, según la etapa del proceso de industrialización en que se hallen las sociedades a las que pertenecen, se transforman en masas "desplazadas" y por lo tanto "disponibles" para su manipulación por una élite.

En el caso del fascismo europeo se acepta que ese sector estuvo constituido por la baja clase media. El "autoritarismo" de los movimientos populistas latinoamericanos, concretamente del "peronismo" y del "varguismo", sería función del proceso de rápida industrialización posterior a 1930, el que tiene lugar "mientras las clases trabajadoras están relativamente mal organizadas en sindicatos y partidos y en las poblaciones rurales existen todavía reductos de conservadorismo tradicional".

A partir de estos supuestos, la explicación de las relaciones entre movimientos populistas y clase obrera será especificada, entonces como relación entre "totalitarismo" y nueva clase obrera.
Los comportamientos de los "viejos" obreros incorporados a la fábrica durante la primera etapa de crecimiento industrial, y su relación con la génesis de los movimientos nacional-populares o es relegada como punto de interés teórico o es conceptualizada explícitamente como opuesta al populismo, cuyo surgimiento queda explicado, por añadidura, como manifestación del trabajo de los "viejos" en sus tentativas de integrar a los "nuevos" en sus orientaciones y en sus estructuras organizacionales.

Estos nuevos obreros, verdaderos y únicos protagonistas del apoyo de masas al populismo, poseían una serie de características distintivas que separarían radicalmente sus orientaciones de las de los obreros "viejos". En primer lugar se trataría de masas populares atraídas más por la vida urbana que por el trabajo industrial, de modo que sus experiencias estarían preferentemente impregnadas por los valores de movilidad ascendente incluidos en su desplazamiento del campo a la ciudad, y no por las notas típicas de la "condición obrera" estructurada a partir del ingreso a la fábrica. Sobre esta base se diseñarían los siguientes rasgos distintivos:

· predominio de un sistema de valores orientado hacia la búsqueda individual de ventajas económicas
· sentimiento de pertenencia a un grupo primario, en lugar de solidaridad de clase conducida por principios "ideológicos"
· conciencia social en términos de "pobres" y no de clases

Esta orientación normativa, como indicadora de una fractura en el interior de la clase obrera definida en términos socioculturales pero estructurada a partir de características situacionales diversas, llega a tener una importancia decisiva para el análisis de las actitudes políticas, en tanto se traduce luego en una separación organizacional entre obreros "viejos" y "nuevos", que no participan de organizaciones comunes, y convierte a los "nuevos" en "masas disponibles" cuya existencia da lugar a la formación de movimientos populistas que las canalizan.

Uno de los puntos centrales para la distinción entre "viejos" y "nuevos" es la dicotomía entre tendencias a la acción autónoma y tendencias a la acción heterónoma (nuevos = casos de manipulación de masas pasivas o heterónomas). La base fundamental para la participación de esas masas en el movimiento populista es la satisfacción de tipo emotivo. Se admite a veces que también intereses o proyectos individuales pueden desempeñar un papel en la adhesión de los obreros "nuevos" al movimiento, pero esos intereses son definidos como inmediatos.

Este énfasis puesto en el corte de los obreros "viejos" y "nuevos" como condición del populismo, no aparece solamente en la literatura más estrictamente sociológica, sino también en la literatura sociopolítica argentina dedicada al tema del peronismo. Aún cuando el punto de partida sea el mismo, las consecuencias que se atribuyen al proceso difieren substancialmente. El punto clave de esta otra argumentación sigue siendo la distinción entre obreros "viejos" y "nuevos", pero los separa rotundamente de la literatura académica la valoración explícita que efectúan acerca de las características de dicho enfrentamiento. En este modelo los "nuevos" son quienes más capacitados están para romper con el inmovilismo y la ligazón con intereses inmediatos propia de los "viejos".

Estas referencias al peso que la literatura política le otorga a los nuevos obreros en la configuración del peronismo, en coincidencia con otros análisis enmarcados dentro de la teoría sociológica tienen la intención de ejemplificar como el papel privilegiado de los migrantes del interior parece ya un dato de sentido común para todo análisis. A partid de esta percepción generalizada nuestro objetivo será poner en duda los supuestos que parecen más obvios como explicación eficiente del proceso de configuración de un movimiento nacional popular en las condiciones propias de la Argentina al promediar la década del 40.

El nivel de las orientaciones

El punto de mayor coincidencia entre ambos enfoques se da en el nivel de las orientaciones que se atribuyen globalmente a los obreros viejos por contraste con las que se adjudican a los nuevos:

Los viejos tendrían definido un marco normativo estable, dentro del cual se encontrarían en condiciones de definir intereses específicos propios y de buscar formas organizativas adecuadas. Sus conductas serán definidas en términos del modelo clásico de orientaciones obreras. Los nuevos serían incapaces de desarrollar un programa propio de reivindicaciones que incluya reclamos de autonomía, así como una programación de metas. La heteronomía y la inmediatez derivadas de la urgencia de un soporte integrador totalizante y del nivel emotivo, junto con la carencia de un marco normativo referencial sólo dejarían abierto el camino de la pasividad.

El populismo se define así a partir de la situación de desplazamiento en que llegan a encontrarse grandes contingentes humanos, lo que los transforma en masas manipulables.

Es necesario destacar una diferencia entre los dos modelos: en el caso Argentino los obreros carecían de ese marco normativo por su situación de cambio reciente, y se supone que tal situación crea una tensión generalizada que los lleva a buscar una oportunidad de adhesión; el otro modelo, ejemplificando a partir del caso brasileño, enfatiza en lugar del estado de anomia, una continuidad de los valores tradicionales que orientan la conducta de los nuevos, lo que los impulsa a buscar una integración con la sociedad y con el poder a través de lazos de tipo primario.

El nivel de la situación

Cuando pasamos al nivel de las condiciones objetivas nos encontramos con que el cambio de situación es caracterizado mediante la utilización de tres dimensiones: trabajo, consumo y participación política.

Relación con el trabajo industrial: coincidencia entre ambos enfoques. Uno y otro enfoque parecen suponer diferencias entre viejos y nuevos en varios niveles:

· en términos de calificación, conceptuando a los nuevos como menos calificados
· en términos de pertenencia a uno u otro sistema de trabajo industrial, lo que daría un tipo de experiencia obrera productiva distinta. El trabajo de los viejos no estaba lejos del típico del productor artesanal, mientras que los nuevos tendrían experiencia sólo en la etapa de especialización. En los viejos se ve una la vigencia de una más fuerte tradición en cuanto a intentos de controlar las propias condiciones; tendencias hacia una mayor autonomía.
· en términos de volumen de experiencia (tiempo de vinculación con el trabajo industrial)
· en términos de tipo de trabajo desempeñado por el obrero antes de su ingreso a la industria.
· en términos de estabilidad en el trabajo.

Relación con el consumo y con la vida urbana: la entrada en el mercado de los nuevos se haría en un momento en que se encuentra más desarrollado el consumo de masas. La experiencia de los viejos en ese aspecto habría sido la de su segregación como consumidores. La distinción operaría centralmente para la formación de una "conciencia de movilidad" distinta: los nuevos percibirían una posibilidad de ascenso social ligada a estructuras ajenas (el Estado, por ejemplo) y los viejos vincularían mucho más la posibilidad del ascenso a sus propias luchas.

Relación con el sistema político: este es un punto central y sobre él la literatura teórica suele discriminar dos situaciones:

Una versión sostiene que los decisivo en ese área para operar un refuerzo del corte entre viejos y nuevos es que el ingreso de estos últimos a la vida urbana se produce sin que reciban ningún tipo de convocatoria política desde el Estado. Por lo tanto, las organizaciones donde se agrupan los obreros no asimilan a los nuevos, quedando estos como masas disponibles susceptibles de ser manipuladas.

Otra versión sostiene que lo decisivo para el corte es un proceso de signo opuesto: los nuevos entran a la vida urbana en un momento de "intervencionismo social" y de expansión de los consumos, lo que favorece una pronta canalización hacia formas de participación subordinadas, que no son aceptadas por los viejos. Ya no se trata de inexistencia de canales, sino de que éstos formas parte del Estado, por lo que la autonomía obrera desaparece.

Las distinciones analíticamente resumidas suponen in mente a dos procesos históricos concretos: el peronismo y el varguismo, sólo diferenciables en cuanto a que en la Argentina se dio la presencia de un momento inicial, cuyos rasgos hicieron que el "estado de disponibilidad" en que habrían de entrar posteriormente las masas obreras pueda ser definido como producto de una falta de coincidencia previa entre movilización e intervencionismo social.

¿Hasta qué punto la existencia o no de ese momento inicial cambia el carácter de la relación que habrá de establecerse entre el movimiento obrero y populismo?

Las hipótesis que manejaremos nos inducen a pensar que la presencia de un período previo de asincronía entre desarrollo económico y participación resulta decisiva para la apreciación de los rasgos específicos que asumirán algunos movimientos populistas, en especial el peronismo, tal cual lo discutiremos en la segunda parte del trabajo.

2. Clase obrera y sindicatos en la génesis del peronismo

Al analizar los orígenes del peronismo, el primer rasgo distintivo que aparece es la importancia que el Sindicalismo tiene en él como factor constituyente. Al minimizar el papel jugado por la organización sindical, se la ha quitado de hecho al peronismo el elemento más nítido de especificación dentro del conjunto de los movimientos populistas. Nuestra intención es contrastar las hipótesis habituales, a partir de un intento de particularización de aquél dato que marcábamos como peculiar para los orígenes del peronismo: la importancia que el sindicalismo organizado adquiere durante su proceso de gestación. Este punto de partida supondrá subrayar la importancia relativa de las organizaciones gremiales en la Argentina a comienzos de la década del 40 y, en segundo lugar, determinar hasta qué punto se dio entre nosotros entre 1943 y 1946 un proceso de crecimiento en los sindicatos como para suponer que en ese período de gestación se produjera una ruptura entre tradiciones ideológicas, organizaciones y dirigentes capaz de explicar al populismo como resultado de un corte interno en la clase trabajadora.

Nuestra conclusión es que en el proceso de génesis del peronismo tuvieron una intensa participación dirigentes y organizaciones gremiales viejas, participación que llegó a ser fundamentalmente a nivel de los sindicatos y de la Confederación General del Trabajo y muy importante en el Partido Laborista. Este acento en la actividad de los dirigentes no supone en absoluto descartar el papel jugado por los obreros recién incorporados, sino relativizarlo en favor de una aproximación alternativa al problema de la participación obrera en el peronismo que, más que subrayar la división de la clase obrera, toma como punto de partida su opuesto: la unidad de la misma, como sector social sometido a un proceso de acumulación capitalista sin distribución del ingreso, durante el proceso de industrialización bajo control conservador que tiene lugar durante la década del 30.

La fuerza sindical antes del peronismo

La tendencia general se orienta hacia minimizar el rol de los sindicatos en el período previo y a subrayar el vertiginoso crecimiento organizativo bajo el aparato del Estado. La experiencia argentina entre 1940 y 1946 no parece confirmar esa imagen. Las cifras de crecimiento a partir de 1941 nos indican que, en líneas generales, el apoyo gremial al populismo fue instrumentado por una estructura sindical en lo esencial preexistente, sin que pueda hablarse de una discontinuidad marcada con el pasado inmediato. Los sindicatos de ramas industriales son los que más crecen, desplazando a los correspondientes a servicios que eran los más numerosos a principios de la década.

Características del sindicalismo peronista

Todos los análisis coinciden en señalar al año 1943 como un momento de ruptura, como el punto en el cual finaliza la etapa del sindicalismo tradicional, minoritario, orientado hacia posiciones izquierdistas y más basado en el oficio que en la industria y nace el sindicalismo de masas, ligado al aparato del Estado, generando a través de un proceso de disolución de toda la experiencia pasada.

Sin embargo, esa discontinuidad recién tomará forma en 1947. La diferencia de 4 años que establecemos con la fecha habitual no es secundaria sino significativa a los efectos de evaluar el peso que el sindicalismo tradicional adquirió en los orígenes del peronismo y aun el impacto que esta influencia inicial tuvo sobre todo el proceso de participación obrera en el nacionalismo popular, durante el paso de este por el gobierno y después de su derrocamiento.

Entre 1930 y 1935, la capacidad negociadora del sindicalismo se vio duramente golpeada por la doble incidencia de las políticas que el capitalismo posee para disciplinar la fuerza de trabajo: una alta tasa de desempleo y otra también alte de represión. Hacia 1935 esa situación empieza a cambiar. El ritmo de la ocupación creció de manera sostenida y la capacidad negociadora del sindicalismo se robusteció. La primera consecuencia de estos cambios fue una modificación en la dirección de la CGT, producto de una crisis. Hacia 1940 la situación del sindicalismo desde el punto de vista de las tendencias predominantes, era la siguiente:

· La CGT, que abarcaba a la mayoría de los trabajadores sindicalizados, en cuya dirección participaban socialistas, comunistas y sindicalistas;
· La USA, liderada por los dirigentes sindicalistas;
· Sindicatos autónomos, también de orientación sindicalista

Las luchas obreras en el período previo al peronismo

En abril del 43 el Departamento Nacional de Trabajo reconocía, en un informe elevado al Ministerio del Interior, que la situación del obrero se había deteriorado pese al auge industrial. Como hemos señalado, la explotación de la fuerza de trabajo estaba acompañada por un aumento constante del nivel de ocupación que se acentúa en el período inmediatamente anterior al cambio de gobierno en 1943. La coincidencia de ambos factores, crecido monto de reivindicaciones gremiales y alta tasa de ocupación, reforzó las posibilidades de acción sindical, lo que se manifestó en el crecimiento sostenido de las organizaciones gremiales y en su capacidad de movilización.

El golpe militar de junio de 1943 encuentra, pues, a una clase trabajadora que, pese a haber intensificado la movilización en defensa de intereses propios, no ha resuelto a su favor las reivindicaciones planteadas.

La orientación del sindicato en los orígenes del peronismo

Institucionalmente, en 1943 la CGT se hallaba nuevamente dividida en dos sectores. Por un lado, la CGT N° 1 que, aunque encabezada por un afiliado socialista, José Domenech, secretario del aUF, buscaba la máxima independencia de la CGT con respecto a los partidos políticos. Por el otro, la CGT N° 2, integrada por los gremios dirigidos por aquellos afiliados socialistas más integrados a la estructura partidaria (Leirós) y por los sindicatos orientados por los comunistas.

El 29 de julio de 1943, la sede de la CGT N° 2 es clausurada por el gobierno La CGT N° 1 habrá de recibir un duro golpe al ser intervenidas, el 24 de agosto, la UY y La Fraternidad. En septiembre del ‘43 los sindicalistas no intervenidos de la CGT N° 1 deciden continuar con la organización. El 27 de octubre Perón es designado Director del Departamento Nacional del Trabajo. A partir de ese momento habría de iniciarse una nueva etapa en las relaciones entre sindicalismo y Estado: se abría el proceso de orígenes del peronismo que, en el plano gremial, se centraría básicamente en las organizaciones que constituyeron la CGT N° 1 y la USA.

Si recién a fines de 1943 el grupo que rodea a Perón comienza a estructurar una estrategia tendiente a lograr un pacto con el sindicalismo, la primera prueba pública acerca de los avances realizados en esa dirección tendrá lugar en julio de 1945. El 16 de junio varias organizaciones patronales dan a conocer un manifiesto llamado "de las Fuerzas Vivas" en protesta contra la política social del gobierno. Cuatro días después comienzan las reacciones sindicales. La movilización obrera a favor de la política estatal y en contra de la actitud de las organizaciones patronales culminó en un mitin callejero el 12 de julio. El lema de la concentración era "en defensa de las mejoras obtenidas por los trabajadores por intermedio de la Secretaría de Trabajo y Previsión".

En todo este proceso -que culminará con los sucesos de octubre de 1945 y con la fundación del Partido Laborista- el punto central sobre el que converge la actividad sindical es el reclamo de participación obrera en las decisiones políticas. La CGT, la USA y los sindicatos autónomos se movilizaron para obtener el derecho de ejercer actividades políticas, lo que obtuvieron a principios de octubre de 1945, a través de la ley 23.852, que establecía como derecho a las organizaciones gremiales el de "participar circunstancialmente en actividades políticas".

Desde el punto de vista organizativo, esta voluntad encontrará su expresión hacia fines de octubre en la fundación del Partido Laborista, percibido por la mayoría de los dirigentes gremiales como la realización de sus reclamos de autonomía en el nivel político.

El esquema organizativo del PL -cuya influencia en la victoria electoral de Perón en febrero de 1946 fue decisiva- trataba de articular la participación autónoma de los sindicatos en la esfera política. De acuerdo con su Carta Orgánica, el PL estaría integrado por:
· sindicatos
· agrupaciones gremiales
· centros políticos
· afiliados individuales. Se colocaba como cláusula expresa que no se aceptaría "el ingreso de personas de ideas reaccionarias o totalitarias ni de integrantes de la oligarquía"
·
El programa del partido era nacionalista-democrático en política y economía, y claramente distribucionista en materia social. Antes de proponer una alianza con otros sectores sociales, el PL era, en sí mismo, el producto de un pacto entre viejos y nuevos dirigentes, aunque con predominio de los primeros, determinado por el mero hecho del mantenimiento de la influencia decisiva de las estructuras sindicales anteriores a 1943.

3. El desarrollo industrial y orientaciones obreras

Los datos presentados hasta ahora, referidos a la situación del movimiento obrero en el período previo al peronismo nos han permitido poner en duda el peso habitualmente atribuido a la distinción entre obreros viejos y obreros nuevos como variable independiente que explica el desarrollo de todo movimiento nacional-popular en sociedades capitalistas dependientes, cuando en éstas tiene lugar un proceso de industrialización.

En Argentina resulta claro que el corte en el interior de la clase obrera es insuficiente para remitir a él como explicación de su surgimiento.

En tanto el predominio de trabajadores y organizaciones nuevas sobre tradicionales, aparece, en las teorías que hemos reseñado en la primera parte de este trabajo, como condición necesaria para la génesis del populismo, y dado que las características que tuvieron los participantes en el peronismo no coinciden con las postuladas por la teoría, ella expresará condiciones suficientes pero no necesarias para el surgimiento de experiencias políticas nacionalistas populares. Esa es nuestra hipótesis.

La teoría que describe a las conductas obreras en el populismo como absolutamente heterónomas y manipuladas no se aplicaría exactamente en aquellas situaciones en las que, a la estructuración política del movimiento y a su ascenso al poder, antecede un momento inicial en el proceso de industrialización en el que tiene lugar un intenso ritmo de acumulación capitalista, sin la vigencia simultánea de políticas distribucionistas que puedan operar una integración rápida de la clase obrera en el sistema.

Para le caso del peronismo creemos poder hablar de una situación en la cual, desde el punto de vista de las conductas obreras, el corte con le modelo no es radical, aunque la alianza de clases en que habrá de expresarse ese comportamiento se acerque más a los modelos elaborados por la sociología política para expresar la participación popular en sociedades de industrialización tardía.

La similitud con el modelo clásico estará dada por la presencia en ambos casos de un momento inicial en el que el crecimiento capitalista se realiza sobre la base un aumento de la explotación de la mano de obra y de una sistemática marginación de las decisiones políticas, lo que provoca un montón crecido de reivindicaciones particulares.

La diferencia habrá que buscarla en el hecho de que la búsqueda de participación obrera se cruzó con fragmentaciones y reagrupamientos en el interior de las clases propietarias y de los grupos que tendían a representarlas, de modo tal que la alternativa para una alianza interclases se abrió rápidamente. Las formas en que se produjo el crecimiento industrial en Argentina trajeron como consecuencia el desarrollo de fuerzas internas no obreras, marginadas también por el sistema de dominación, cuya presencia obligó a cambiar el plano de las coaliciones clásicas y a desplazar momentáneamente el eje de las contradicciones sociales, de una situación de enfrentamiento directo entre trabajadores y propietarios de los medios de producción a un realineamiento de fuerzas que cobró verticalmente a la sociedad y que cristalizó en nuevas formas de alianza de clases, elaboradas a partir de la coincidencia de un proyecto más amplio de política nacional, proyecto que supondría cambios en el sistema.

Nos interesa resumir las consecuencias sociales más importantes de los rasgos que asumió ese proceso de movilización de la manufactura bajo control conservador, como suma de condiciones que permitirán conceptualizar luego al peronismo como nueva forma de alianza de clases que implica, a su vez, el nacimiento de una nueva política:
· En primer lugar la caracterización del bloque de poder previo al peronismo no como oligárquico tradicional "puro" sino como resultado de una alianza entre el sector -el más privilegiado- de la oligarquía ganadera y los propietarios industriales, éstos en una primera etapa escasamente diferenciados internamente;
· La fragmentación que se opera, en cambio, en el sector de propietarios agrarios, de especial significación en el nivel de la política, ya que las orientaciones de los ganaderos desplazados -antiindustrialistas- habrán de gobernar el tono ideológico de los principales partidos de oposición, la UCR y el Partido Demócrata Progresista;
· El crecimiento de la mano de obra ocupada en la industria ("nuevo" proletariado) y el crecimiento de la organización sindical;
· El desarrollo de una capa poderosa de industrias subsidiarias y de mantenimiento, cuyos propietarios se enriquecieron velozmente al amparo del "proteccionismo automático". Si en una primera etapa la sustitución de importaciones se basó en las nuevas empresas o en la ampliación y transformación de las plantas que muchas ya poseían, en una segunda etapa la industrialización sustitutiva se completa a través de estos nuevos industriales que proliferan a partir de la circunstancia excepcional de la guerra, pero que requieren que el Estado siga protegiéndolos una vez finalizada ésta;
· El crecimiento de las funciones del Estado en el área económica, así como la asunción de un papel equilibrador de los intereses particulares de las clases que constituían la alianza de Poder, lo que tendía a acentuar su autonomía relativa.

SISTEMAS DE PARTIDOS - Norberto Bobbio

I. DEFINICIÓN

La definición de s. de p. presenta una dificultad preliminar. La definición tradicional y más difundida destaca, en efecto, la característica de competencia entre más de una unidad partidaria y la forma y la modalidad de esta competencia. “la temática pertinente de los s. de p. está dada por los modelos de interacción entre organizaciones electorales significativas y genuinas en los gobiernos representativos -gobiernos en los cuales tales sistemas adoptan predominantemnte (bien o mal) las funciones de producir las bases para una eficaz autoridad y de definir las alternativas que pueden ser decididas por los procedimientos electorales “ (Eckstein, 1968, Pág. 438).

La mayor parte de los estudiosos parece adherir a la posición expresada por Eckstein, aún cuando muchos otros estudiosos consideren que los sistemas con partido único constituyen un objeto legítimo de análisis, con la advertencia de que en estos sistemas falta cuando menos un importante elemento, esto es la interacción entre más partidos, elemento que no es nunca completamente reemplazado por la competencia interna entre grupos.

La posición más favorable a la inclusión del sistema con partido único entre los s. de p. ha sido expresada por Riggs, quien afirma que un sistema partidístico consiste en algo que va más allá de uno o más partidos, pues comprende también ciertos procedimientos electivos, una asamblea legislativa y un ejecutivo: “En breve, el s. de p. será cualquier sistema que legitime la elección de un poder ejecutivo por medio de votaciones y que comprenda a los electores, a uno o más partidos, y a una asamblea” (Riggs, 1968, pág. 82), destacando también que la competitividad o la no competitividad son sólo una de las características posibles de un s. de p. Esta definición termina por considerar un s. de p. como la variable interviniente entre partido o partidos políticos y sistema político. Además permite distinguir los distintos s. de p. (también los sistemas con partido único) en base a la característica de competitividad, de electividad o no electividad del ejecutivo y de la asamblea, de alternancia o de monopolio del ejecutivo por parte de un partido y finalmente, last but not least de distinguir netamente entre sistemas con partido único y sistema sin partido (comúnmente definidos como tradicionales o feudales). Esta será la perspectiva aquí adoptada.

II. GENESIS DE LOS SISTEMAS DE PARTIDOS

También para el que se interesa por la formación de los s. de p. es posible individualizar una tesis tradicional y una tesis más moderna (sin que por esto todo lo justo esté necesariamente en una sola parte ). Mientras los sociólogos durante largo tiempo han estado sustancialmente interesados por el problema de las relaciones entre clases sociales y cada partido político, los politólogos dirigían en cambio su atención a los sistemas electorales en cuanto instrumentos adecuados para facilitar o impedir no tanto y no ciertamente la formación de cada partido, sino su acceso a la representación parlamentaria. Procediendo así, sin embargo, por un lado era inevitable que los sociólogos se desinteresaran de la temática del s. de p. y por el otro era igualmente inevitable que los politólogos descuidaran los sistemas con partido único (desde el momento que se trata de sistemas no competitivos, por lo que el mecanismo electoral adoptado no tiene ninguna influencia sobre el espectro político). Los politólogos, por lo tanto, llegaron frecuentemente a conclusiones expresadas de manera más o menos neta, sobre la influencia de los sistemas electorales respecto de los sistemas partidísticos, vinculando, como hace Duverger (1961, Págs. 255-333), los plurality systems con el bipartidismo a la inglesa, los majority systems con un multipartidismo limitado y la representación proporcional con un multipartidismo acentuado o extremo.

Durante largo tiempo la situación de la clasificación y de la tipología de los s. de p. no lograron ninguna mejora a pesar de las numerosas e incisivas críticas dirigidas a Duverger sobre la base de las muchas excepciones respecto de las cuales sus generalizaciones no estaban en condiciones de tener en cuenta. En cuanto al sector de estudio de loa partidos, no es actualmente uno de los más desarrollados en la ciencia política contemporánea; no obstante en la mitad de la década de los años ’60 aparecieron dos importantes tipologías, una de carácter sociológico y la otra de carácter politológico. La primera parece estar en mejores condiciones de explicar el origen histórico de los s. de p. (Lipset y Rokkan, 1967); la otra parece más apta para la explicación de la “mecánica” de los s. de p. (Sartori, 1968 b), aún cuando el autor ha tratado en otra parte de llegar a una explicación genética de la configuración de los distintos s. de p. que sea también predictiva y “manipu-lativa” (Sartori, 1968 a), o sea que permita incidir sobre la configuración misma del sistema.

El punto de partida de Lipset y Rokkan está dado por el análisis de los procesos de modernización socioeconómica y democratización política en Europa occidental a partir de la Contrarreforma y de las tentativas de construcción del estado nacional. Los autores detectan cuatro tipos de fracturas o cleavages sobre los cuales se injertan los conflictos que han sacudido los sistemas políticos occidentales pero cuya “traducción” en partidos políticos no fue para nada automática. Las cuatro fracturas son: fractura entre el centro y la periferia, que aparece en el período que abarca los siglos XVI-XVII y cuyos dilemas cruciales estaban representados por la adopción de una religión nacional o por la fidelidad a la iglesia católica, por la adopción de una lengua nacional o por el uso del latín. La fractura entre el estado y la iglesia se manifestó en seguida de la revolución francesa y tenía como problema fundamental la creación de los sistemas nacionales y laicos de instrucción o la aceptación de escuelas confesionales. La tercera fractura, entre propietarios de la tierra y empresarios industriales surge inmediatamente a la revolución industrial y se manifestó en el conflicto sobre el proteccionismo en el sentido de si debía acordarse a los productores agrícolas o a los productores industriales y sobre el grado de control y de libertad para las empresas industriales. La cuarta fractura, entre propietarios de los medios de producción y prestadores de la mano de obra, se presentó en forma más aguda después de la revolución bolchevique y se manifestó en el dilema entre integración en los sistemas políticos nacionales o apoyo al movimiento revolucionario internacional.

Lipset y Rokkan destacan luego con particular vigor que “la secuencia decisiva en la formación de los partidos se verifica en los primeros estadios de la política competitiva, en algunos casos bien antes de la extensión del sufragio, en otros casos poco antes de la carrera para la movilización de las masas admitidas al voto” (p.34), o sea que las fracturas fundamentales en la sociedad y su “traducción” en partidos y en s,. de p. diferentes y típicos estaban ya suficientemente consolidadas antes de manifestarse la fractura entre propietarios de los medios de producción y prestadores de mano de trabajo, de manera que ellos concluyen que “los contrastes decisivos entre los distintos sistemas emergieron antes del ingreso de los partidos de la clase obrera en la arena política, y el carácter de estos partidos de masas fue notablemente influido por la constelación de ideologías, de movimientos y de organizaciones con las cuales debían encontrarse en la contienda” (p.35). La teoría de Lipset y Rokkan, altamente sugestiva y rica de entronques históricos, tanto que no puede ser comprendida plenamente si no se la refiere a la estructura sociopolítica de cada sistema político, al análisis en profundidad de los cuales los autores oportunamente remiten, no está sin embargo en condiciones de explicar la génesis de los partidos únicos, sea éste el nazi o el bolchevique, para circunscribirnos a Europa, justamente por su naturaleza de teoría sociológica (sobre este punto, v. infra).

La teoría de Sartori, todavía no completamente sistematizada, tiene dos componentes esenciales: por un lado es una respuesta crítica ala teoría de Duverger y de otros sobre las relaciones entre sistemas electorales y sistemas partidísticos, y por otro lado es una tentativa de clasificar los distintos s. de p. y de explicar su funcionamiento. Por lo que respecta a la génesis, Sartori sostiene que es necesario volver a la fase de la extensión del sufragio y distinguir entre sistemas electorales fuertes (los plurality systems) y sistemas electorales débiles (los distintos tipos de representación proporcional) y entre sistemas partidísticos fuertes o consolidados y sistemas partidísticos débiles o no estructurados. El autor sostiene que, en el caso de encuentro de un sistema electoral fuerte y un sistema partidístico consolidado, el sistema electoral provocará una reducción del número de los partidos (como sucede en Inglaterra); en el caso de encuentro de un sistema electoral fuerte y un sistema partidístico no estructurado se tendrá el mantenimiento del status quo (Europa continental antes de 1914): la representación proporcional será contrabalanceada en sus efectos por la presencia de un sistema partidístico fuerte (Austria 1945), mientras que se limitará a “fotografiar” la situación en caso de encuentro con un sistema partidístico débil. Por lo tanto el supuesto y tan deseado efecto multiplicador de la representación proporcional adviene sólo en aquellos casos en que los partidos hayan estado “reducidos” o comprimidos por el anterior sistema electoral (1968 a, pp.285-286). Ni aun Sartori, obviamente, refiriéndose a los s. de p. competitivos, puede rendir cuentas de la génesis de los partidos únicos.

III. GENESIS DEL SISTEMA CON PARTIDO UNICO

Habíamos visto cómo algunos autores liquidan el problema de los sistemas con partido único de manera expeditiva, excluyéndolos del ámbito y del estudio de los s. de p. verdaderos y propios. Otros se limitan a notar rápidamente que son productos de factores excepcionales (casi irrepetibles) como guerras, revoluciones, depresiones mundiales, luchas por la independencia, etc. y que se mantienen gracias al uso desprejuiciado de los instrumentos de poder. Sólo recientemente se ha tratado de profundizar la causa de su génesis, de poner en claro las consecuencias de su presencia para el sistema político y de sugerir eventuales tendencias para un retorno a un sistema competitivo.

El punto de partida para todo análisis sobre el partido único parece ser el modelo leninista de partido, organización disciplinada de revolucionarios profesionales dedicados a la conquista del poder. En esta concepción, por consiguiente, el partido es el instrumento que, en tanto ligado a la clase de los proletarios de la cual emerge, representa la vanguardia más conciente y se hace portador e intérprete de los intereses de toda la clase, logrando crear la conciencia misma de clase. El partido, en sustancia, instrumento y representante de una clase, debería desfallecer en una sociedad sin clases. En polémica más o menos declarada con la concepción marxiana que hace de los partidos los representantes de los intereses de las clases, los líderes africanos de los sistemas políticos con partido único han contrapuesto dos concepciones contradictorias entre sí. Algunos de ellos (Nyerere y Senghor) sostienen que si los partidos representan las clase sociales, en la medida en que los países africanos no tienen clases sociales distintas es justo que tengan un solo partido; otros (Sékou Touré, sobre todo) sostienen en cambio, que la existencia de un solo partido en los distintos sistemas políticos está justificada por el hecho de que es necesario combatir y superar las divisiones étnicas que serían ulteriormente agudizadas por una competencia abierta multipartidaria, con los partidos como representantes probables de los distintos grupos étnicos.

Como se ve, la primera justificación está constituida por un silogismo imperfecto ya que, prescindiendo del hecho de que los partidos no surgen únicamente sobre la base de las clases, el hecho de que en Africa no existan clases sociales es algo que todavía está por demostrarse. La segunda justificación es casi opuesta a la primera, ya que partiendo de la verificación de la fragmentación de la sociedad africana afirma prescriptivamente la exigencia de un solo partido a los fines de la unificación de los distintos subsistemas políticos. Desde el punto de vista histórico, en resumidas cuentas, ambas “teorías” son erradas. En efecto, en la mayor parte de los países africanos en que se llega a un sistema con partido unico esto sucede inmediatamente después de una o más de estas circunstancias: el partido había conducido victoriosamente la batalla por la independencia (Ghana, Guinea, Kenya); el partido había usufructuado de un excepcional monopolio del poder y se estaba desembarazando lentamente de sus rivales (Uganda, Senegal, Tanzania); el partido representa el ámbito efectivo de competencia política (Alto Volta y Costa de Marfil).

Recientemente algunos estudiosos (Moore y Huntington, 1970) han propuesto una explicación distinta del origen de los sistemas con partido único con referencia a la naturaleza de la sociedad en que surgen. Tomando los medios de análisis del proceso de modernización, Huntington sostiene que los “sistemas con partido único tienden a ser el producto de la acumulación de cleavages que crean grupos fuertemente diferenciados en la sociedad o bien el producto del aumento de importancia de un cleavage sobre los otros. Un sistema con partido unico es, en efecto, el producto de las tentativas de una élite política por organizar y legitimar el dominio de una fuerza social sobre otra en una sociedad bifurcada (p.11). según Huntington, esta bifurcación de la sociedad puede tener bases sociales, económicas, raciales, religiosas o étnicas. Normalmente es el grupo más moderno de la sociedad y el dotado de las mejores capacidades organizativas el que da vida al partido único. Los sistemas con partido único se pueden dividir en dos tipos: exclusivistas y revolucionarios, según se intente mantener las fisuras en la sociedad, conservar el monopolio del poder y restringir permanentemente la participación política, o bien se intente recomponer la sociedad sobre bases distintas después de haber destruido o asimilado a los grupos sociales derrotados. Al primer tipo pertenecen los sistemas de Liberia, la Turquía kemalista y la China nacionalista; al segundo el partido nacional-socialista, los sistemas comunistas y el PRI de México.

Aún cuando la explicación de Huntington es fascinante, sobre todo en lo que respecta, como veremos más adelante, a la transformación y al cambio de estos sistemas con partidos únicos, su clasificación nos deja perplejos por la heterogeneidad manifiesta de los partidos que son asignados a distintas categorías. En el fondo, bajo este punto de vista, Huntington no innova sustancialmente sobre la tradicional bipartición de los sistemas con partido único entre sistemas autoritarios y sistemas totalitarios.

Sartori ha destacado justamente que el criterio numérico mantiene todavía su validez, sobre todo si es afianzado con otros criterios. Es así posible distinguir entre sistemas con partido único en el que existe un sólo partido (y a su vez entre sistema con partido único totalitario o autoritario y pragmático según la ideología y el grado de monopolio político y de control sobre la sociedad que ellos ejerciten) y sistema con partido hegemónico, en el que siempre un solo partido puede vencer en las elecciones, pero está permitido a otros partidos adquirir una representación parlamentaria y alguna influencia administrativa y por tanto gubernativa (Polonia, acaso Checoslovaquia). También los sistemas con partido hegemónico pueden ser subdivididos en sistemas con partido hegemónico ideológico, hegemónico autoritario y hegemónico pragmático. En este punto se tira la línea que separa los sistemas partidísticos no competitivos de los sistemas partidísticos competitivos.

IV. DINAMICA Y CAMBIO DE LOS SISTEMAS DE PARTIDO

La clasificación de Sartori prosigue tomando en examen los sistemas con partidos predominantes, sistemas multipartidarios en el que a lo largo de un tiempo bastante prolongado un solo partido conquista un número de bancas suficientes para gobernar por sí solo (es el caso del Partido Socialdemócrata de Noruega hasta 1965, del Partido del Congreso de la India, del Partido Liberal Democrático del Japón y del Partido Demócrata en numerosos estados del sur de los EEUU). Vienen luego los sistemas bipartidistas, es decir todos aquellos en los cuales, independientemente del número de partidos solo dos tenían la legítima expectativa, periódicamente satisfecha de gobernar por sí solos, o sea sin necesidad de recurrir a otros partidos (y así lo hicieron). Son sistemas bipartidistas el de Inglaterra, el de EEUU, el de Nueva Zelandia, pero no el de Austria, donde, hasta 1966 los dos mayores partidos habían gobernado en forma conjunta, ni el de Colombia, donde los dos partidos se repartieron el poder, como tampoco el caso de Uruguay, donde el Partido Colorado ha estado ininterrumpidamente en el poder durante 93 años, adquiriendo por lo tanto todas las características de partido predominante. No todos los sistemas con sólo dos partidos son bipartidistas y no todos los sistemas bipartidistas tienen sólo dos partidos (en Inglaterra, por ejemplo, tienen una representación parlamentaria tres partidos).

Pasando a los sistemas multipartidarios, Sartori considera oportuno diferenciar los sistemas con limitada fragmentación, desde tres hasta cinco partidos, que representan una competencia centrípeta y en la que media cierta distancia ideológica entre los distintos partidos (multipartidismo moderado y limitado) y los sistemas con elevada fragmentación, con más de cinco partidos, que presentan una competencia centrífuga con la máxima distancia ideológica (multipartidismo extremo y polarizado). En base a las características de la competencia política, de la distancia ideológica y del grado de fragmentación, Sartori puede hipotetizar las transformaciones de algunos sistemas partidísticos con partido predominante en sistemas bipartidistas, en sistemas con multipartidismo limitado y moderado o con multipartidismo extremo y polarizado y, además, indicar que el progresivo vaciamiento del centro constituye el peligro más grande de los sistemas con multipartidismo extremo y polarizado. Puede finalmente sugerir que el uso inteligente de los sistemas electorales es uno de los modos teóricamente posibles, pero no necesariamente realizables desde el punto de vista político, para reducir la fragmentación partidística.

En lo que respecta a los sistemas monopartidistas, Huntington considera que su transformación está marcada no sólo por el modificado equilibrio entre los grupos en el interior del partido único sino también, y acaso más, por la modificada relación de fuerzas entre el partido y las otras instituciones y grupos presentes en la sociedad. Si el contexto internacional es favorable, el partido único exclusivista puede tratar de prolongar su control del poder aflojando el ritmo de los cambios económico-sociales, haciendo amplio uso de la represión o tratando de adaptarse a la modernización y sus consecuencias. Con el tiempo, el partido único exclusivista puede también ser obligado a ceder el poder, como sucedió al Partido Republicano Turco (lo que por otro lado, es el único ejemplo hoy por hoy de un partido único que ha cedido el poder sin conseguir, sin embargo, institucionalizar un sistema alternativo sino más bien conviviendo, entre graves y recurrentes dificultades, con los militares que emergieron como tutores de la “democracia”).
“Los sistemas monopartidistas exclusivistas cambian cuando no tienen éxito; los sistemas monopartidistas revolucionarios cambian cuando tienen éxito. En ambos casos el fin de la bifurcación [de la sociedad] mina los fundamentos del sistema, y en el sistema revolucionario el fin de la bifurcación es el objetivo del sistema” (p.23). De suerte que si el partido revolucionario logra alcanzar su objetivo, lejos de perder el poder se transforma en sistema partidístico consolidado (established) y su estabilidad será medida sobre la base del modo y el grado en que se demuestre capaz de absorber la oposición y de transformar a los disidentes en participantes.

V. SISTEMAS DE PARTIDOS Y SOCIEDAD

Tiene gran importancia saber cuáles son las funciones desarrolladas por los distintos s. de p. en los respectivos sistemas políticos y además indagar las relaciones entre s. de p. y sociedad, considerando, como ha sugerido Riggs, el s. de p. como variable interviniente entre una sociedad y un sistema político. Evidentemente no se puede expresar un juicio absoluto sobre la funcionalidad de los distintos partidos: el juicio va ante todo ligado a los problemas que un determinado sistema político está llamado a resolver y por lo tanto prácticamente al grado de desarrollo socioeconómico de la sociedad.

Si es verdad que un sistema partidístico surge a partir de ciertas fracturas sociales y sobre ellas se consolida, es también verdad que él adquiere inmediatamente una dinámica en gran medida autónoma y hasta una cierta viscosidad que le permite absorber con extrema lentitud los cambios sociales que se verifican (aún cuando, en su interior, puedan formarse partidos que “anticipen” fracturas sociales emergentes). La observación esencialmente correcta y empíricamente fundada de Lipset y Rokkan según la cual “los sistemas partidísticos de los años ’60 reflejan. con pocas pero significativas excepciones, las fisuras estructurales de los años ’20" (p.50) es indicativa del papel paralizante y no innovador desarrollado por los sistemas partidísticos, frente a, y no obstante los, profundos cambios acontecidos en distintos sectores: desde la urbanización acelerada hasta la creciente alfabetización, desde la exposición a los medios de comunicación de masa hasta la restructuración de las clases en capas. Por lo tanto, no sólo los partido más importantes y más sólidamente instalados actúan con eficacia para el mantenimiento de sus electores a través de un extenso “encapsulamiento organizativo” sino que los mismos s. de p. no están en condiciones de reflejar las nuevas fisuras sociales ni de hacerse portadores de las issues emergentes.

Para proceder a una valoración del rol de los s. de p. es por tanto necesario individualizar preliminarmente algunos parámetros. Ante todo el grado de homogeneidad o heterogeneidad integrantes de un sistema: cuando más heterogéneos son los partidos tanto menos integrado será el sistema y cuanto mayor sean las tensiones tanto más probable será el mal funcionamiento del sistema en el sentido de expresar un gobierno responsable y una oposición equilibrada y creíble. En los sistemas bipartidistas la norma es que los partidos tiendan a parecerse en la medida en que la competencia política está orientada hacia el centro del esclarecimiento político, donde se encuentran los electores indecisos. La competencia se desarrolla de modo similar también en los sistemas de multipartidismo limitado o moderado, aún cuando cada partido “cuida” en mayor medida el propio electorado potencial, mientras en los sistemas con multipartidismo extremos y polarizado, el nivel de tensión ideológica es más elevado en la medida en que cada partido procura su distintividad y el intento de erosionar el terreno político en torno al centro puede ser más pronunciado. A la larga, sin embargo, todo sistema partidístico tiende a hacer homogéneo bajo muchos aspectos los varios partidos que lo integra asimilándolos al sistema mismo.

El segundo criterio está constituido por la relevancia o importancia del sistema partidístico para el sistema político. Es evidente que un sistema con partid único totalitario será tanto más relevante en la medida en que controle completamente, por ejemplo, la función de reclutamiento, la función de socialización y la función de la formación de la norma. Un sistema con partido único autoritario, como por ejemplo el Partido Falangista Español, es mucho menos relevante en lo que a estas dimensiones se refiere. Análogamente, es posible valorar la relevancia de los sistemas multipartidistas con referencia al grado de diferenciación de la sociedad y de institucionalización de las otras estructuras políticas, sociales y económicas.

Los s. de p. pueden también ser parangonados en base a la eficiencia, o sea a la capacidad y a la rapidez con que pueden afrontar y resolver los problemas que se le presentan, y en base a la receptividad, o sea a la capacidad de receptar las demandas de la población y de favorecer en particular la participación de los más altos estratos. Durante largo tiempo la tesis prevaleciente ha puesto de relieve las disfunciones y las carencias de los sistemas multipartidistas como aquellas de la III y IV República francesa (de las que veníamos destacando las características de inmovilismo, es decir de no receptividad respecto de los cambios acontecidos en la sociedad, y de una fragmentación tal como para impedir la responsabilidad de los distintos partidos, de manera tal que los electores que habían votado a la izquierda encontraban un gobierno de centro-derecha) y de la república de Weimar, de modo tal que para dar una valoración de los sistemas multipartidistas escandinavos algunos autores recurren al concepto de Working Multiparty System (casi una contradicción en los términos según la doctrina ahora prevaleciente). La distinción efectuada por Sartori entre multipartidismo limitado y multipartidismo extremo permite captar también la característica de la mecánica (es decir del funcionamiento) asociada a los dos tipos de sistemas multipartidistas.

Por otro lado, ni siquiera los sistemas bipartidistas han quedado exentos de críticas. En efecto, se sostiene que ellos tienden a presentar al electorado un ámbito de elección muy restringido, que cuando los partidos son muy indisciplinados, como los partidos norteamericanos, es difícil atribuir una responsabilidad política precisa (de aquí la larga campaña conducida por hombres políticos y estudiosos norteamericanos y dirigida a lograr un “sistema bipartidista más responsable”), que son parcialmente receptivos pero no innovativos, etc, etc. Quienes son partidarios del bipartidismo replican, sin embargo, que en estos sistemas es posible un más frecuente recambio de la clase política, que se puede individualizar claramente al gobierno y a la oposición y, además, que es fácil atribuir la responsabilidad política individual.

En definitiva, sin embargo, ya que cada s. de p. es, como habíamos visto, el pro-ducto de circunstancias históricas que vienen de un pasado muy lejano, de determinados sistemas electorales y de su introducción en fases precisas de desarrollo y, last but not least, de elección política y de capacidad organizativa, para lograr una valoración adecuada y en profundidad de los distintos sistemas partidísticos, no se podrá nunca prescindir del contexto social, político y cultural en que operan. Es así que un sistema bipartidista funciona bien si se encuentra en una sociedad en la que existe un consenso de fondo (y/o contribuye a crearlo), pero puede provocar fuertes tensiones y fisuras profundas e inconciliables en una sociedad en la que no haya sido logrado un arreglo en cuanto a las reglas de juego. Así como un sistema monopartidista puede ser necesario para utilizar toda la energía de una sociedad en la primera fase de su desarrollo, de la misma manera puede transformarse en una capa para una sociedad ya diferenciada y compuesta por numerosos grupos sociales. El mismo discurso puede ser hecho para las complejas relaciones entre sistema partidístico y desarrollo económico y sistema partidístico y democracia. El hecho mismo de que se deba proceder a través de especulaciones e hipótesis indica que nuestros conocimientos seguros sobre estos argumentos son muy limitados y esperan no sólo verificaciones empíricas en cada uno de los sectores, y análisis diacrónicos comparados sino también nuevas y audaces hipótesis teóricas.

Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio

PARTIDOS POLÍTICOS - Norberto Bobbio

I. DEFINICION:

Dar una definición de p.p. no es simple porque este fenómeno se ha presentado y se presenta con características notablemente diferentes tanto desde el punto de vista de las actividades concretas que ha desarrollado en lugares y tiempos distintos como en términos de estructuración organizativa que el mismo ha asumido y asume. Según la famosa definición de Weber el p. es “una asociación [...] dirigida a un fin deliberado, ya sea éste ‘objetivo’ como la realización de un programa que tiene finalidades materiales o ideales, o ‘personal’, es decir tendiente a obtener beneficios, poder y honor para los jefes y secuaces o si no tendiente a todos estos fines conjuntamente”. Sin embargo, no obstante el hecho de que desde la antigüedad han existido grupos de personas que siguiendo a un jefe luchaban con todos los medios para la obtención del poder político, es una opinión compartida por los estudiosos de política la de considerar como p. verdaderos las organizaciones que surgen cuando el sistema político ha alcanzado un cierto grado de autonomía estructural, de complejidad interna y división del trabajo que signifique, por un lado un proceso de formación de las decisiones políticas en la que participan varias partes del sistema, y por otro lado que entre estas partes estén comprendidos, teórica y efectivamente, los representantes de aquellos a los que se refieren las decisiones políticas. De lo cual deriva que en la noción de p. entran todas aquellas organizaciones de la sociedad civil que surgen en el momento en el que se reconoce, teórica o prácticamente, al pueblo el derecho de participar en la gestión de poder político y que con este fin se organizan y actúan.

En esta acepción los p. aparecen por primera vez en aquellos países que fueron los primeros en adoptar la forma de gobierno representativo. Esto no significa que los p. nacen automáticamente con el gobierno representativo sino más bien que los procesos políticos y sociales que llevaron a esta forma de gobierno, que preveía una gestión del poder por parte de los “representantes del pueblo”, más adelante en el tiempo han llevado a una progresiva democratización de la vida política y a la inserción de sectores cada vez más amplios de la sociedad civil en el sistema político. En términos generales puede decirse que el nacimiento y el desarrollo de los p. está vinculado al problema de la participación, es decir al progresivo aumento de la demanda de participar en el proceso de formación de las decisiones políticas por parte de clases y estratos diversos de la sociedad. Esta demanda de participación se presenta de manera más intensa en los momentos de grandes transformaciones económicas y sociales que trastornan la estructura tradicional de la sociedad y amenazan con modificar sus relaciones de poder: es en estas situaciones cuando surgen grupos más o menos grandes y más o menos organizados que se proponen actuar por una ampliación de la gestión del poder político a sectores de la sociedad que anteriormente estaban excluidos o que proponen una distinta estructuración política y social de la misma sociedad. Naturalmente el tipo de movilización y los estratos sociales que están implicados, además de la organización política de cada país, determinan en gran parte las características distintivas de los grupos políticos que se forman de este modo.

II. EL PARTIDO DE NOTABLES

Históricamente el origen de los p. se puede hacer remontar a la primera mitad del siglo XIX, en Europa y en los Estados Unidos. Es el momento de la afirmación del poder de la clase burguesa y, desde un punto de vista político, es el momento de la difusión de las instituciones parlamentarias o de la batalla política por su constitución. En Inglaterra, el país de tradiciones parlamentarias más largas, los p. hacen su aparición con el Reform Act de 1832 que, ampliando el sufragio, permitió que los estratos industriales y comerciales del país participaran junto a la aristocracia en la gestión de los negocios públicos. Antes de esa fecha no puede hablarse en Inglaterra de p.p. propiamente dichos: los dos grandes p. de la aristocracia, surgidos desde el siglo XVIII y presentes desde entonces en el parlamento, no tenían fuera del mismo ninguna relevancia y ningún tipo de organización; se trataba de simples etiquetas detrás de las cuales estaban los representantes de un estrato homogéneo, no dividido por conflictos de interés o diferencias ideológicas sustanciales, que adherían a uno o al otro grupo sobre todo por tradiciones locales o familiares. Como afirma Weber, no eran más que séquitos de poderosas familias aristocráticas tanto que “cada vez que un Lord, por cualquier motivo, cambiaba p., todo lo que de él dependía pasaba contemporáneamente al p. opuesto”.

Después del Reform Act comenzaron a surgir en el país algunas estructuras organizativas que tenían el objetivo de ocuparse de los cumplimientos previstos por la ley para la elección del parlamento y de recoger votos a favor de este o aquel candidato. Se trataba de asociaciones locales promovidas por candidatos al parlamento, o por grupos de notables que habían combatido por la ampliación del sufragio, o algunas veces por grupos de interés. Estos círculos agrupaban un número más bien restringido de personas, funcionaban casi exclusivamente durante los períodos electorales y estaban guiados por notables locales -aristócratas o granburgueses- que elegían los candidatos y suministraban el financiamiento de la actividad electoral. Entre los círculos locales no existía ningún tipo de vínculo organizativo ni en sentido vertical ni en sentido horizontal. La identidad partidaria de los mismos, así como su expresión nacional, se encontraba en el parlamento; era la fracción parlamentaria del p. la que tenía el deber de preparar los programas electorales y elegir a su vez los líderes del p. El poder de la fracción parlamentaria del p., además, lo aumentaba el hecho de que los diputados tenían un mandato absolutamente libre: de su acción política no eran responsables ni frente a la organización que había contribuido a su elección ni frente a los electores sino, como entonces se afirmaba, ellos eran responsables “sólo frente a la propia conciencia”.

Este tipo de p. que en la literatura socio-lógica se llama p. de “notables” haciendo referencia a su composición social o p. de “comité” en consideración a su estructura organizativa o de “representación individual” por el género de representación que expresaba es el que prevalece durante todo el siglo XIX en la mayor parte de los países europeos. Hay, obviamente, diferencias de un país a otro, ya sea porque en algunos países los p. surgieron mucho más tarde (en Alemania, por ejemplo, sólo se puede hablar de p. después de la revolución de 1848 con la formación de los p. liberales de la burguesía, y en Italia solamente después de la unificación nacional) o ya sea porque las condiciones sociales y políticas que llevaron a su constitución fueron parcialmente distintas de las inglesas. Sin embargo puede afirmarse en general que la entrada de la burguesía en la vida política estuvo signada por el desarrollo de una organización partidaria basada en el comité y que mientras el sufragio fue limitado y la actividad política fue casi exclusivamente una actividad parlamentaria de la burguesía, no hubo cambios en la estructura partidaria.

III. EL PARTIDO DE APARATO

En las décadas que precedieron y que siguieron la terminación del siglo XIX la situación comenzó a cambiar como consecuencia del desarrollo del movimiento obrero. Las transformaciones económicas y sociales producidas por el proceso de industrialización llevaron a la escena política a las masas populares cuyas reivindicaciones se expresaron inicialmente en movimientos espontáneos de protesta, encontrando luego canales organizativos cada vez más complejos hasta la creación de los p. de trabajadores. Es justamente con el surgimiento de los p. socialistas -en Alemania en 1875, en Italia en 1892, en Inglaterra en 1900, en Francia en 1905- que los p. asumen connotaciones absolutamente nuevas: un séquito de masas, una organización difundida y estable con un cuerpo de funcionarios retribuidos expresamente por desarrollar actividad política y un programa político sistemático.

Estas características respondían a exigencias específicas de los p. de trabajadores, ya sea por los objetivos políticos que éstos se proponían, ya sea por las condiciones sociales y económicas de las masas a las cuales se dirigían. Los movimientos socialistas habían nacido con el programa de promover un nuevo modo de convivencia civil, de la que habrían sido los creadores las clases subalternas emancipadas social y políticamente. Con ese fin era necesario educar a las masas, hacerlas políticamente activas y conscientes de su propio papel. Para lograr esto no era suficiente una genérica agitación política en la ocasión que representaban las elecciones ni asumía una gran importancia la actividad parlamentaria. Era necesario que en el país se desarrollara una estructura organizativa estable y articulada, capaz de realizar una acción política continua que implicara el mayor número posible de trabajadores y que tocase todas las esferas de su vida social. Además era necesario que a la actividad de educación y propaganda y al trabajo organizativo se dedicaran completamente personas calificadas, correspondientemente retribuidas por esto, ya que no era posible que los trabajadores, con duros horarios de trabajo y bajos salarios, dedicaran a la actividad políticas más que algún recorte de su tiempo libre, ni que abandonasen el trabajo para dedicarse a la política a simple título honorario. Se presentaba también el problema del financiamiento del p.: al faltar los “notables” que financiaban la actividad y la organización política, se introdujo el sistema de las “cuotas” es decir las contribuciones periódicas que cada miembro debe dar al partido.

La estructura que se desarrolló de ese modo tuvo una configuración de tipo piramidal. En la base estaban las uniones locales -círculos o secciones- con la tarea de encuadrar todos los miembros del p. pertenecientes a un determinado ámbito territorial (ciudad, barrio o pueblo). Las secciones tenían reuniones periódicas en las que se discutían los principales problemas políticos y organizativos del momento, se ocupaban de la actividad de propaganda y proselitismo y elegían los propios órganos directivos internos además de los propios representantes en los niveles superiores del partido. A su vez las secciones estaban organizadas a nivel de circunscripción electoral o a nivel provincial o regional en federaciones, que constituían los órganos intermedios del p. con funciones predominantemente de coordinación. Finalmente, el vértice estaba constituido por la dirección central elegida por los delegados enviados por las secciones al congreso nacional que era el máximo órgano deliberante del p., el que establecía la línea política a la cual debían someterse todas las instancias del p., desde las secciones hasta la dirección central. Todas las posiciones de responsabilidad tenían carácter electivo, así como era obligación de las asambleas del p. elegir los candidatos a las elecciones. Estos últimos, una vez elegidos, tenían un mandato imperativo y estaban obligados en consecuencia a mantener una rígida disciplina de p. en su actividad parlamentaria.

Junto con la estructura partidaria propiamente dicha, los p. socialistas podían contar con una gran red de organizaciones económicas, sociales y culturales -sindicatos, cooperativas, organizaciones de asistencia para los trabajadores y sus familias, círculos de difusión, periódicos e imprentas- que actuaban como instrumentos de integración social y contribuían en el reforzamiento de la identidad política y de los valores que el p. proponía. Esas organizaciones en general habían nacido antes que el partido y habían contribuido a su fundación: sin embargo el p. se preocupaba por reforzarlas y por crear otras nuevas con el fin, justamente, de ampliar la propia presencia social.

La extensión y la complejidad de esta red organizativa indica cómo los p. socialistas, por lo menos en las primeras décadas de su historia, se preocuparon sobre todo de la movilización permanente de sus adherentes y de la conquista de nuevos espacios de influencia, cada vez más grandes, en el interior de la sociedad civil, en el intento de agrandar la intensidad de la adhesión a su proyecto de gestión de la sociedad. El momento electoral y la conquista de los puestos en el parlamento era importante sobre todo como ocasión ulterior para signar la propia presencia entre las masas y como ulterior instrumento de la propia batalla política, pero no constituía el objetivo principal del partido. Más aún con mucha frecuencia el parlamento era considerado con una cierta desconfianza y el grupo parlamentario del p. era sujeto de una particular vigilancia para que su comportamiento respondiese a la línea política decidida por los congresos nacionales y hecha respetar por la dirección.

Este modelo, denominado “p. de aparato” o “p. organizativo de masa”, se aplica sobre todo al p. socialdemócrata alemán en el período de su línea revolucionaria, pero caracteriza en cierta medida también los p. socialistas franceses e italiano. Este último, aun contando con una estructura organizativa difundida en casi todo el país y con una serie de organizaciones de apoyo como las cámaras de trabajo, las cooperativas y las casas rurales tenían vínculos organizativos verticales bastante frágiles y su grupo parlamentario estaba dotado de una notable autonomía. Esto se debía al hecho de que el p. socialista italiano era la expresión de sectores heterogéneos de las clases subalternas, carecía de un fuerte núcleo obrero ya que el desarrollo capitalista italiano estaba apenas en sus comienzos y, en consecuencia, en el mismo coexistían líneas políticas diferentes que impedían la construcción de una “máquina” partidaria racionalmente organizada y políticamente homogénea. En las primeras décadas del siglo XX el p. socialista italiano acentuó su características de p. organizativo de masa, pero en Italia el modelo más completo de ese p .se producirá después de la segunda guerra mundial con el desarrollo del p. comunista.

IV. EL PARTIDO ELECTORAL DE MASAS

La rápida expansión de los p. obreros estaba destinada a producir cambios graduales también en los p. de la burguesía, especialmente luego de la introducción del sufragio universal y de la integración parcial o total de los p. obreros en el sistema político. Al comienzo los notables no se mostraron muy favorables a la formación de p. de masas: había habido progresivas ampliaciones de la participación en los círculos y en los comités electorales, y también se había tratado de unificar a nivel nacional el trabajo electoral y potenciarlo a través del empleo de personal político de tiempo completo; sin embargo el miedo de ver amenazada la propia función de preeminencia por una democratización de sus p. o de ver cuestionada la propia concepción de la política o los propios criterios de gestión del poder produjeron en los notables una acentuada hostilidad respecto de los p. de masas. Además, teniendo en sus manos los principales resortes del poder político y pudiendo accionar sobre el ejército y la burocracia, los p. de la burguesía pudieron impedir por un cierto período la integración política de los p. de trabajadores y neutralizar en consecuencia su competencia en el mercado político. Solamente en Inglaterra, donde el p. laborista fue rápidamente aceptado como legítimo aspirante al poder gubernativo, el p. conservador comenzó desde la terminación de la primera guerra mundial su conversión en p. con participación de masa. En la Europa continental este proceso se produjo en general sólo después de la segunda guerra mundial, cuando la mayor parte de los p. de comité estuvieron obligados a darse un aparato estable para una eficaz actividad de propaganda, buscar un séquito de masas y vinculaciones con grupos y asociaciones de la sociedad civil capaz de dar al p. una base estable de consenso.

Sin embargo, a diferencia de los p. de trabajadores, estos p. han tenido y tienen como característica distintiva la movilización de los electores más que de los inscriptos. Dotados con una organización parcialmente calcada de los p. obreros -con secciones, federaciones, dirección centralizada y personal político empleado a tiempo completo- los p. electorales de masas en general no se dirigen a una clase o estrato particular sino que tratan de obtener la confianza de los estratos más diversos de la población, proponiendo en plataformas amplias y flexibles, además de suficientemente vagas, la satisfacción del mayor número de exigencias y la solución de los más diferentes problemas sociales. Justamente por sus objetivos esencialmente electorales, la participación de los inscriptos a la formulación de las plataformas políticas de los p. es de naturaleza puramente formal: más que el debate político de base, la actividad más importante del p. es la elección de los candidatos a las elecciones, que deben cumplir toda una serie de requisitos idóneos para el aumento del potencial electoral del p. Por esta razón asumen todavía importancia los notables, que por el hecho de ocupar posiciones claves en la sociedad civil, pueden procurar al p. vastas clientelas y suministrar parte de los medios económicos necesarios para la financiación de la actividad electoral. En este tipo de p. no existe, o existe en un modo muy contrastado, una disciplina de p. o una acción política unitaria: es muy frecuente, en efecto, que el p. presente rostros diferentes según los sectores y las zonas geográficas a los cuales se dirige, y sucede también con frecuencia que su línea política sufre variaciones “tácticas”, inclusive notables, vinculadas con momentos políticos particulares. Por este conjunto de características el p. electoral de masas ha sido también definido p. atrapatodo.

El p. atrapatodo es el último en aparecer en la escena política europea y en un cierto sentido concluye la historia así como se ha desarrollado hasta ahora. Hay que repetir que se trata de una “historia” que prescinde en gran parte de los acontecimientos específicos de los estados particulares ya que las características sociales y políticas de los distintos estados europeos han influido tanto sobre la fecha de nacimiento del sistema político como sobre el período de constitución de este o de aquel p., o de p. con características “mixtas”. Además, si bien entre los p. que acabamos de describir existe un orden de sucesión, en el sentido de que históricamente han aparecido en el orden señalado, no existe entre los mismos una relación evolutiva necesaria: en efecto, no es cierto que un tipo de p. produzca inevitablemente otro, con la consecuente desaparición del precedente. Más bien causas sociales o políticas específicas llevan al surgimiento de una determinada configuración partidaria que puede durar por un cierto tiempo, luego modificarse y finalmente asumir características absolutamente nuevas. Esto significa, entre otras cosas, que distintos tipos de p. pueden coexistir en el mismo sistema partidario: en efecto, si bien la mayor parte de los p. burgueses se ha transformado en p. electorales de masas, existen todavía pequeños p. de notables, de la misma forma como en algunos países existen contemporánea-mente p. electorales de masas y p. de aparato (v. sistemas de partido).

V. TRANSFORMACION DEL PARTIDO DE APARATO

Lo que se ha dicho hasta el momento sobre las modificaciones que pueden intervenir en una determinada configuración partidaria lo demuestran las transformaciones que sufre el p. de aparato. Este es el p. que suscitado mayor interés en la literatura y en las publicaciones sociológicas y políticas: algunos lo juzgan como el que mejor permite la participación política a los ciudadanos, otros lo consideran una estructura antidemocrática, dominada por los aparatos y por lo tanto instrumento de manipulación de las masas. Sin embargo es considerado unánimemente el p. “moderno” por excelencia, consecuencia necesaria o inevitable de la democracia de masas, destinado a tomar el lugar de todos los otros. Hubo inclusive intentos de transformar algunos p. electorales de masas en p. de aparato (por ejemplo, en Italia existió en 1954-1958 la tentativa de Fanfani de transformar en este sentido la estructura de la DC), y muchas voces expresaron los augurios por una transformación de todos los p. en esta dirección.

Sin embargo estas tentativas y estos deseos non se realizaron jamás totalmente, mientras que por otro lado, se ha verificado una progresiva modificación de los p. de aparato. En particular éstos han ido perdiendo algunas de sus características distintivas, como la alta participación de la base en la vida del p., la continua obra de educación intelectual y moral de las masas, la precisión del programa político y la apelación a la transformación de la sociedad. Por el contrario, se ha acentuado su orientación electoral y en consecuencia el empleo de un esfuerzo cada vez mayor para aumentar su influencia más allá de la propia base tradicional y la importancia siempre creciente de la actividad parlamentaria. Es decir que se asistiría a un proceso de homogeneización de los p. tendientes a convertirse en su totalidad en p. “atrapatodo”.

Las razones que están en la base de esta tendencia son de orden social y político conjuntamente. En los principales países europeos, después del período de veloz y desordenado desarrollo económico posterior a la segunda guerra mundial y que se postergó hasta casi los comienzos de la década de 1960, se ha asistido a un progresivo ajuste social que ha visto el logro de un mínimo de seguridad social y económica de amplios sectores de la población, la disminución de la perceptibilidad de las diferencias de clase y un cierto cambio de las orientaciones básicas de la población a favor de una genérica orientación de tipo escolar y privado. Es decir que se ha pasado de un período de movilización social que provocaba transformaciones en el sistema de estratificación social de la sociedad -situación que en general provoca un alto grado de participación política a causa de la necesidad que se siente de tomar parte en la redefinición del sistema social y por lo tanto favorable al nacimiento o al potencia-miento de los p. de aparato- a un período de relativa estabilización de las relaciones sociales y a una definición más o menos estable de las reglas de convivencia civil, con la consecuente caída de la participación política de las masas.

Además, más o menos en el mismo período, ha terminado, por lo menos formalmente, el proceso de integración de las masas populares en el sistema político: los p. de origen obrero han sido reconocidos en casi todas partes como legítimos competidores en el mercado político -especialmente aquellos que han abandonado completamente toda referencia a una transformación radical de la sociedad- y, por lo tanto, como posibles detentadores del poder político. Esto ha sido favorecido entre otras cosas por la intervención cada vez mayor del estado en los sectores más distintos de la sociedad y en consecuencia por la necesidad de una planificación económica y social que necesita la colaboración, expresa o tácita, de los p. obreros, especialmente cuando éstos pueden contar con el apoyo de las organizaciones sindicales más fuertes que existen en el país.

Entonces, la posibilidad actual o potencial de administrar el poder político, además de la estabilización de la situación social con la caída de la participación política de las masas, conlleva la necesidad para estos p. de atenuar los requerimientos de clase para favorecer una imagen de sí que encuentre el consentimiento de distintos sectores de la sociedad: es decir que no se habla más de las instancias y de los intereses de una determinada clase sino que se hace referencia al interés “nacional” y alas instancias generales de la sociedad. Todo esto tiene naturalmente consecuencias a nivel de estructura organizativa. Ya no es necesario solicitar la participación a nivel de base más que para fines de propaganda electoral, de la misma forma que resulta superflua la obra de educación moral y política de las masas. Por el contrario, se hace más importante desarrollar el profesionalismo político en los niveles medio-altos del p., cooptar “expertos” y ser capaces de enfrentar una actividad política cada vez más compleja y recurrir a los notables para aumentar las propias posibilidades electorales.

Excepción hecha de los p. comunista francés e italiano, que también están sometidos a presión en este sentido, este proceso de transformación parece afectar a los principales p. de aparato europeos. Obviamente los p. pueden encontrar límites, más o menos rígidos, a sus propias tendencias “atrapatodo”: ciertos intereses en evidente contraste con los de la propia base tradicional no pueden ser representados, si no se quiere incurrir en una defección electoral de la misma base así como persistentes tradiciones políticas de clase pueden desaconsejar una propaganda interclasista muy fuerte. En general, sin embargo, los p. superan estos obstáculos evitando tomar posiciones netas sobre problemas capaces de crear divisiones y conflictos en el interior del país y compiten por la conquista del poder político con plataformas electorales y sistemas de gestión del propio potencial político que no presentan substanciales diferencias con las de los otros p. sino que más bien son bastante similares entre sí.

En síntesis, podría decirse que la persistencia de los p. “atrapatodo” parece vinculada a un cierto grado de estabilidad del sistema social y a la capacidad del sistema político de suscitar un consenso generalizado sobre algunos temas y problemas básicos: en el momento en el cual, por cualquier motivo de orden interno o internacional, surgieran crisis capaces de cuestionar las relaciones sociales existentes y naciera la necesidad de una restauración del sistema con probabilidad se produciría un “retorno” de los viejos p. de aparato a sus características originales y una correlativa transformación de los otros p. presentes en el sistema.

VI. FUNCIONES DE LOS PARTIDOS

La aparición de los p. de masa, ya sea bajo forma de p. de aparato como en la de p. electoral, ha convertido en crucial un problema que en la literatura sociológica y política ha sido muy debatido desde la aparición de los p., vale decir el problema de sus funciones. Con esta expresión se indican en general todas aquellas actividades de los p. que producen consecuencias más o menos relevantes en el sistema político y social. Especialmente en el momento en el cual los p. se difundieron en gran parte de mundo y asumieron un gran relieve en la vida política, el problema de sus funciones se ha convertido no sólo en una cuestión teórica sino también y sobre todo, en una cuestión política que inevitablemente ha suscitado respuesta contrastantes y con frecuencia polémicas.

Al analizar el desarrollo de los p. se ha visto como éstos han sido un instrumento importante, si no el principal, a través de los cuales grupos sociales siempre en aumento se han introducido en el sistema político y cómo, sobre todo por medio de los p., esos grupos han podido expresar de manera más o menos completa sus reivindicaciones y sus necesidades y participar, de manera más o menos eficaz en la formación de las decisiones políticas. Que los p. transmiten lo que en la literatura sociológica y política se llama la “demanda política” de la sociedad y que a través de los p. las masas participen en el proceso de formación de las decisiones políticas, significa el cumplimiento de las dos funciones que se le reconocen unánimemente a los p.p. A la función de transmisión de la demanda política pertenecen todas aquellas actividades de los p. que tienen como finalidad lograr que a nivel decisional sean tomadas en consideración ciertas exigencias y ciertas necesidades de la sociedad. Al momento de la participación en el proceso político pertenecen actos como la organización de las elecciones, el nombramiento del personal político, etc., a través del cual el p. se constituye como sujeto de acción política, es decir que viene delegado para actuar en el sistema con la finalidad de conquistar el poder, y en consecuencia gobernar.

Es evidente que si se hace referencia a los viejos p. de notables no existen al respecto muchos problemas; éstos, en efecto, reunían un estrato homogéneo y no dividido por fuertes contrastes de principios o de intereses y no tenían necesidad de una organización ni de procedimientos muy complicados para transmitir la demanda política de su base social y para el nombramiento y control de sus representantes oficiales; estos últimos podían fácilmente actuar para la satisfacción de las exigencias de la base que los había expresado, y a la que pertenecía orgánicamente, es decir hacia la manutención y la protección de sus mismos privilegios de clase.

Con los p. de masa por el contrario, que con frecuencia organizan millones de personas, que pueden expresar demandas diferentes, de tipo sectorial como de tipo general, entre ellas homogéneas o contrastantes, y que prevén complicados procedimientos para el nombramiento y el control de los sujetos que en el sistema político actúan en nombre y por cuenta de estos centenares de miles o millones de personas, la situación es diferente y de necesidades muy complejas. ¿Cuáles son las demandas que los p. transmiten preferentemente? ¿Reflejan efectivamente las exigencias más amplias de su base social? ¿En qué forma transmiten estas demandas? ¿De qué naturaleza es el poder que los p. reciben de sus adherentes? ¿Cuáles son las consecuencias que se verifican en el sistema político por el hecho de que un p. o distintos p. desempeñen sus funciones de una manera más bien que de otra?

La respuesta a estas preguntas en general ha tomado en consideración la configuración organizativa de los p. Los p. de masas, se sostuvo por mucho tiempo, a pesar del texto de sus estatutos y sus complicados procedimientos de control, en la mayor parte de los casos están constituidos por una mayoría de seguidores que por las más variadas razones adhieren al p. y por una minoría de profesionales de la política -el círculo interno- que toma las decisiones importantes, define la línea política, controla los nombramientos más allá del posible disenso o de los intereses reales de la base del p. Esto debería atribuirse sobre todo a una lógica de tipo organizativo. Según Robert Michels, uno de los estudiosos más ilustres de los p.p., una participación política extendida necesita estructuras organizativas complicadas, pero es justamente la existencia de la organización lo que produce necesaria e inevitablemente tendencias oligárquicas. Efectivamente, el progresivo desarrollo de la organización, la mayor complejidad de las tareas por desempeñar con la consecuente división del trabajo y la necesidad de conocimientos especializados que este hecho conlleva, conducen a la profesio-nalización y a la estabilización del liderazgo de p., a su objetiva superioridad respecto de los demás miembros de la organización y por lo tanto a su inamo-vilidad y al ejercicio del poder de tipo oligárquico. En esta situación, la delegación y el control sobre la misma serían ficticios y la transmisión de la demanda política sería manipulable y manipulada según los intereses de poder de la oligarquía del p. A nivel del sistema político general la consecuencia sería naturalmente la negación de una gran parte de las instancias democráticas que los p. deberían expresar.

Aún reconociendo que en muchos casos y en muchas situaciones los p. manifiestan tendencias oligárquicas, la interpretación michelsiana ha sido criticada porque presenta como “ley” un fenómeno que puede verificarse en algunas circunstancias históricas, en otras puede ser una tendencia y en otros casos puede no manifestarse directamente. El modo en que funcionan los p. no es de hecho uniforme, puede variar en tiempos y lugares diferentes y por esa razón es difícil encontrar al respecto una regla universalmente válida.

Para dar una respuesta que contemple esta variedad de funcionamiento y que al mismo tiempo sea empíricamente verificable se ha confeccionado la hipótesis de que tanto la transmisión de la demanda política como los procesos de delegación están estrechamente vinculados al fenómeno de la participación política. Según esta hipótesis los tipos y las formas de transmisión de la demanda política, al igual que las varias modalidades de formación de la delegación, derivan en buena parte del tipo y la intensidad de la participación política que se encuentran en diferentes sistemas políticos y en distintas circunstancias histórico-sociales. Como se sabe que la participación política asume varias formas (participación electoral, inscripción en los p., frecuencia en las reuniones y en las varias actividades de los p., etc.) y es de diferente intensidad según los p. y según los sistemas políticos, así como se expresa en manera diferente en distintos momentos históricos, también el funcionamiento de los p. estará sometido a una gran variabilidad. En consecuencia la delegación tendrá características diferentes (será, por ejemplo, genérica o específica; explícita o implícita), dependiendo esto de que la participación se exprese a nivel electoral o con la inscripción al p. o con la frecuencia asidua a las reuniones y en sus momentos decisionales más grandes e importantes. En forma análoga la demanda política será más o menos homogénea, más o menos general, más o menos sectorial no sólo con referencia al género de participación sino inclusive con referencia a su nivel y a su intensidad. Se puede hipotetizar, por ejemplo, que en presencia de una gran participación las demandas políticas serán de tipo general dado que la intensidad de participación, acentuando la solidaridad entre los adherentes a un grupo político, logrará que las exigencias particulares de los individuos se basen en el plan general y pierdan relevancia respecto de éste. También para el sistema político general el modo y la intensidad de participación en la vida partidaria tendrá efectos diferentes: una participación que se exprese predominantemente en términos electorales caracterizará de manera distinta el sistema político que una participación que se exprese, por ejemplo, en una permanente movilización de los adherentes a los grupos políticos.
Para concluir, puede afirmarse que si el fenómeno p., como configuración organizativa y conjunto de funciones desempeñadas por el mismo, demuestra en términos generales su tipicidad, desde un punto de vista concreto y analítico se presenta de maneras muy diferentes, por lo cual, para entender la especificidad y la predominancia actual en un determinado sistema político, es necesario verlo ubicado en la estructura económico-social y política de un país determinado en un momento histórico muy bien definido.

Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio

LIBERALISMO Y DEMOCRACIA - Norberto Bobbio

Fondo de Cultura Económica – Julio de 1996, Cuarta reimpresión.

I. LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS Y DE LOS MODERNOS

La existencia actual de regímenes llamados liberaldemocráticos o de democracia liberal, induce a creer que liberalismo y democracia sean interdependientes. Por el contrario, el problema de sus relaciones es muy complejo. En la acepción más común de los dos términos, por "liberalismo” se entiende una determinada concepción del Estado, la concepción según la cual el Estado tiene poderes y funciones limitados, y como tal se contrapone tanto al Estado absoluto como al Estado que hoy llamamos social; por "democracia' una de las tantas formas de gobierno, en particular aquella en la cual el poder no está en manos de uno o de unos cuantos sino de todos, o mejor dicho de la mayor parte, y como tal se contrapone a las formas autocráticas, como la monarquía y la oligarquía. Un Estado liberal no es por fuerza democrático: más aún, históricamente se realiza en sociedades en las cuales la participación en el gobierno está muy restringida, limitada a las clases pudientes. Un gobierno democrático no genera forzosamente un Estado liberal: incluso, el Estado liberal clásico hoy está en crisis por el avance progresivo de la democratización, producto de la ampliación gradual del sufragio hasta llegar al sufragio universal.

La antítesis entre liberalismo y democracia, bajo forma de contraposición entre libertad de los modernos y libertad de los antiguos, fue enunciada y sutilmente argumentada por Benjamín Constant (1767-1830) en el célebre discurso pronunciado en el Ateneo Real de París en 1818, del cual se puede hacer comenzar la historia de las difíciles y controvertidas relaciones entre las dos exigencias fundamentales de las que nacieron los Estados contemporáneos en los países económica y socialmente más desarrollados, la demanda por un lado de limitar el poder, y por otro de distribuirlo.

“El fin de los antiguos -escribe- era la distribución del poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria: ellos llamaban a esto libertad. El fin ele los modernos es la seguridad en los goces privados: ellos llaman libertad a las garantías acordadas por las instituciones para estos goces.”
Constant, como buen liberal, consideraba que estos dos fines eran contradictorios. La participación directa en las decisiones colectivas termina por someter al individuo a la autoridad del conjunto y a no hacerlo libre como persona; mientras hoy el ciudadano pide al poder público la libertad corno individuo. Concluía:

“Nosotros ya no podemos gozar de la libertad de los antiguos, que estaba constituida por la participación activa y constante en el poder colectivo. Nuestra libertad en cambio debe estar constituida por el gozo pacífico de la independencia privada.”

Constant citaba a los antiguos pero tenía ante sí un oponente más cercano: Jean-Jacques Rousseau. Efectivamente, el autor de El Contrato Social había ideado, bajo una fuerte influencia de los autores clásicos, una república en la que el poder soberano, una vez constituido por la voluntad de todos, es infalible y "no tiene necesidad de proporcionar garantías a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros". No es que Rousseau haya llevado el principio de la voluntad general basta el punto de desconocer la necesidad de límites al poder del Estado; atribuirle la paternidad de la "democracia totalitaria" es una polémica tan trillada como incorrecta. Aunque sostiene que el pacto social proporciona al cuerpo político un poder absoluto, afirma que "el cuerpo soberano, por su parte, no puede cargar a los súbditos de ninguna cadena que sea inútil a la comunidad". Pero es cierto que estos límites no son anteriores a la aparición del Estado, como lo propone la teoría de los derechos naturales, que representa el núcleo doctrinal fuerte del Estado liberal. En efecto, aun admitiendo que todo lo que cada individuo enajena de su poder... es solamente la parte cuyo uso es trascendente para la comunidad -concluye que-, el cuerpo soberano es el único juez de esta importancia.

II. LOS DERECHOS DEL HOMBRE

El presupuesto filosófico del Estado liberal, entendido como Estado limitado en contraposición al Estado absoluto, es la doctrina de los derechos del hombre elaborada por la escuela del derecho natural (o iusnaturalismo): la doctrina, de acuerdo con la cual el hombre, todos los hombres indistintamente, tienen por naturaleza, y por tanto sin importar su voluntad, mucho menos la voluntad de unos cuantos o de uno solo, algunos derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, a la felicidad, que el Estado o más concretamente aquellos que en un determinado momento histórico detentan el poder legítimo de ejercer la fuerza para obtener la obediencia a sus mandatos, deben respetar no invadiéndolos y garantizarlos frente a cualquier intervención posible por parte de los demás. Atribuir a alguien un derecho significa reconocer que él tiene la facultad de hacer o no hacer lo que le plazca, y al mismo tiempo el poder de resistir, recurriendo en última instancia a la fuerza propia o de los demás, contra el transgresor eventual, quien en consecuencia tiene el deber (o la obligación) de abstenerse de cualquier acto que pueda interferir con la facultad de hacer o de no hacer. "Derecho" y "deber" son dos nociones que pertenecen al lenguaje prescriptivo, y en cuanto tales presuponen la existencia de una norma o regla de conducta que en el momento en que atribuye a un sujeto la facultad de hacer o de no hacer algo impone a quien sea abstenerse de toda acción que pueda en cualquier forma impedir el ejercicio de tal facultad. Se puede definir al iusnaturalismo como la doctrina de acuerdo con la cual existen leyes, que no han sido puestas por la voluntad humana y en cuanto tales son anteriores a la formación de cualquier grupo social, reconocibles mediante la búsqueda racional, de las que derivan, como de toda ley moral o jurídica, derechos y deberes que son, por el hecho de derivar de una ley natural, derechos y deberes naturales. Se habla del iusnaturalismo como del presupuesto "filosófico" del liberalismo porque sirve para establecer los límites del poder con base en una concepción general e hipotética de la naturaleza del hombre, que prescinde de toda verificación empírica y de toda prueba histórica En el capítulo II del Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Locke, uno de los padres del liberalismo, parte del estado de naturaleza descrito como un estado de perfecta libertad e igualdad, gobernado por una ley de naturaleza enseña a cuantos seres humanos quieren consultarla que, siendo iguales e independientes, nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones.

Esta descripción es fruto de una reconstrucción hipotética de un supuesto estado originario del hombre, cuyo único objeto es el de aducir una buena razón para justificar los límites al poder del Estado. En efecto, la doctrina de los derechos naturales es la base de las Declaraciones de los derechos de los Estados Unidos de América (a partir de 1776) y de la Francia revolucionaria (a partir de 1789) mediante las cuales se afirma el principio fundamental del Estado liberal como Estado limitado:

El objetivo de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre (Art. 2 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 1789).

En cuanto teoría elaborada de diversas maneras por filósofos, teólogos y juristas, la doctrina de los derechos del hombre puede ser considerada la racionalización póstuma del estado de cosas al que ha llevado, especialmente en Inglaterra muchos siglos antes, la lucha entre la monarquía y las demás fuerzas sociales, concluida con la concesión de la Carta Magna por parte de Juan sin Tierra (1215), donde las facultades y poderes que serán llamados en los siglos posteriores "derechos del hombre" son reconocidos con el nombre de "libertad" (libertates, franchises, freedom), o sea, de esferas individuales de acción y posesión de bienes protegidas ante el poder coactivo del rey. Aunque esta carta y las sucesivas tengan la forma jurídica de concesiones soberanas, de hecho son el resultado de un verdadero y propio pacto entre partes contrapuestas frente a los derechos y deberes recíprocos en la relación política, es decir, en la relación entre deberes de protección (por parte del soberano) y deberes de obediencia (en lo que consiste la llamada "obligación política" de parte del súbdito), llamado comúnmente pactum subiectionis. En una carta de las "libertades" el objeto principal del acuerdo son las formas y límites de la obediencia o sea, de la obligación política, y correspondientemente las formas y límites del derecho de mandar. Que estas antiguas cartas como por lo demás las cartas constitucionales octroyées de las monarquías constitucionales de la época de la Restauración y otras (como el estatuto albertino de 1818) adopten la forma jurídica de la concesión, que es un acto unilateral, mientras de hecho son el resultado de un acuerdo bilateral, es una forma típica de ficción jurídica, que tiene el objetivo de salvaguardar el principio de la superioridad del rey, y por tanto de asegurar la permanencia de la forma de gobierno monárquica, a pesar de la llegada de los límites de los poderes tradicionales del detentador del poder supremo.

Naturalmente, también en este caso, el curso histórico que origina un determinado orden jurídico y su justificación racional se presentan de manera invertida: históricamente, el Estado liberal nace de una continua y progresiva erosión del poder absoluto del rey, y en periodos históricos de crisis aguda, de una ruptura revolucionaria (son ejemplares los casos de Inglaterra en el siglo XVII y de Francia a finales del XVIII); racionalmente, el Estado liberal es justificado corno el resultado de un acuerdo entre individuos en principio libres que convienen en establecer los vínculos estrictamente necesarios para una convivencia duradera y pacífica. Mientras el curso histórico camina de un estado inicial de servidumbre, a estados sucesivos de conquista de espacios, de libertad por parte de los sujetos, mediante un proceso de liberación gradual, la doctrina transita el camino inverso, ya que parte de la hipótesis de un estado inicial de libertad, y sólo en cuanto concibe al hombre naturalmente libre llega a constituir la sociedad política como una sociedad con soberanía limitada. En sustancia, la doctrina, bajo la especie de teoría de los derechos naturales, invierte el recorrido del curso histórico, poniendo al inicio como fundamento y por consiguiente como prius lo que históricamente es el resultado, el posterius.
La afirmación de los derechos naturales y la teoría del contrato social, o contractualismo, están estrechamente vinculadas. La idea de que el ejercicio del poder político sea legítimo sólo si se basa en el consenso de las personas sobre las cuales se ejerce (también esta tesis es lockiana), y por tanto en un acuerdo entre quienes deciden someterse aun poder superior y con las personas a las que este poder es confiado, deriva del presupuesto de que los individuos tengan derechos que no dependen de la institución de un soberano y que la institución del soberano tenga como función principal el permitir el desarrollo máximo de estos derechos compatibles con la seguridad social. Lo que une la doctrina de los derechos del hombre y el contractualismo es la común concepción individualista de la sociedad; la concepción de acuerdo con la cual primero está el individuo con sus intereses y necesidades, que toman la forma de derechos en virtud de una hipotética ley de naturaleza, y luego la sociedad, y no al contrario como sostiene el organicismo en todas sus formas, de acuerdo con la cual la sociedad es primero que los individuos, o con la fórmula aristotélica, destinada a tener un gran éxito a lo largo de los siglos, el todo es primero que las partes. El contractualismo moderno representa una verdadera y propia mutación en la historia del pensamiento político dominado por el organicismo en cuanto, cambiando la relación entre el individuo y la sociedad, ya no hace de la sociedad un hecho natural que existe independientemente de la voluntad de los individuos, sino un cuerpo artificial, creado por los individuo a su imagen y semejanza para la satisfacción de sus intereses y necesidades y el más amplio ejercicio de sus derechos. A su vez, el acuerdo que da origen al Estado es posible porque de conformidad con la teoría del derecho natural, existe por naturaleza una ley que atribuye a todos los individuos algunos derechos fundamentales de los cuales el individuo "puede desprenderse sólo voluntariamente dentro de los límites bajo los que esta renuncia acordada con la renuncia de todos los demás permite la composición de una convivencia libre y ordenada.

Sin esta verdadera y propia revolución copernicana con base en la cual el problema del Estado ya no ha sido visto de la parte del poder soberano sino de la de los súbditos, no hubiera sido posible la doctrina del Estado liberal, que es in primis la doctrina de 'los límites jurídicos del poder estatal. Sin individualismo no hay liberalismo.

III. LOS LÍMITES DEL PODER DEL ESTADO

Hasta aquí se ha hablado genéricamente de Estado limitado o de límites del Estado. Ahora es necesario precisar que esta expresión comprende dos aspectos diferentes del problema que no siempre se distinguen con precisión: a) los límites de los poderes, b) y de las funciones del Estado. Ambos son abarcados por la doctrina liberal, aunque pueden ser tratados separadamente. El liberalismo es una doctrina del Estado limitado tanto con respecto a sus poderes como a sus funciones. La noción común que sirve para representar al primero es el estado de derecho; la noción común para representar el segundo es el estado mínimo. Aunque el liberalismo conciba al Estado tanto como estado de derecho cuanto como estado mínimo, se puede dar un estado de derecho que no sea mínimo (por ejemplo, el estado social contemporáneo) y también se puede concebir un estado minino que no sea un estado de derecho (como el Leviatán hobbesiano respecto a la esfera económica que al mismo tiempo es absoluto en el más amplio sentido de la palabra y liberal en economía). Mientras el estado de derecho se contrapone al Estado absoluto entendido como legibus solutus, el estado mínimo se contrapone al estado máximo: entonces se debe decir que el Estado liberal se afirma en la lucha contra el Estado absoluto en defensa del estado de derecho y contra el estado máximo en defensa del estado mínimo, si bien los dos movimientos de emancipación no siempre coinciden histórica y prácticamente.

Por estado de derecho se entiende en general un Estado en el que los poderes públicos son regulados por normas generales (las leyes fundamentales o constitucionales) y deben ser ejercidos en el ámbito de las leyes que los regulan, salvo el derecho del ciudadano de recurrir a un juez independiente para hacer reconocer y rechazar el abuso o exceso de poder. Entendido así, el estado de derecho refleja la vieja doctrina, que se remonta a los clásicos y que fue transmitida por las doctrinas políticas medievales, de la superioridad del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres, según la fórmula lex facit regem, y que sobrevive también en la época del absolutismo cuando la máxima princeps legibus solutus fue entendida en el sentido de que el soberano no estaba sujeto a las leyes positivas que él mismo dictaba, pero estaba sujeto a las leyes divinas o naturales y a las leyes fundamentales del reino. Además, cuando se habla del estado de derecho en el ámbito de la doctrina liberal del Estado, es preciso agregar a la definición tradicional una determinación subsecuente: la constitucional de los derechos naturales, o sea, la transformación de estos derechos en derechos protegidos jurídicamente, es decir, en verdaderos y propios derechos positivos. En la doctrina liberal estado de derecho no sólo significa subordinación de los poderes públicos de cualquier grado a las leyes generales del país que es un límite puramente formal, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y por tanto en principio "inviolables" (este adjetivo se encuentra en el artículo 2 de la constitución italiana). Desde este punto de vista, se puede hablar de estado de derecho en sentido profundo para distinguirlo del estado de derecho en sentido débil, que es el estado no despótico, es decir, no regido por los hombres sino por las leyes, y por el estado de derecho en sentido debilísimo, como lo es el kelseniano, de acuerdo con el cual una vez resuelto el estado en su ordenamiento jurídico, todo Estado es Estado de derecho (y la misma noción de Estado de derecho pierde toda fuerza calificativa).

Son parte integrante del estado de derecho en sentido profundo, que es el propio de la doctrina liberal, todos los mecanismos constitucionales que impiden u obstaculizan el ejercicio arbitrario e ilegítimo del poder y dificultan o frenan el abuso, o el ejercicio ilegal. Los más importantes de estos mecanismos son: 1) el control del poder ejecutivo por parte del poder legislativo o más exactamente del gobierno al que corresponde el poder ejecutivo de parte del parlamento al que toca en última instancia el poder legislativo y la orientación política; 2) el control eventual del parlamento en el ejercicio del poder legislativo ordinario por parte de una corte jurisdiccional a la que se pide el establecimiento de la constitucionalidad de las leyes; 3) una relativa autonomía del gobierno local en todas sus formas y grados frente al gobierno central; 4) un poder judicial independiente del poder político.

VI. LA DEMOCRACIA DE LOS ANTIGUOS Y DE LOS MODERNOS

El liberalismo, como teoría del Estado (y también como clave de interpretación de la historia), es moderno, mientras que la democracia como forma de gobierno es antigua. El pensamiento político griego nos legó una célebre tipología de las formas de gobierno de las cuales una es la democracia, definida como el gobierno de muchos, de la mayoría, o de los pobres (pero donde los pobres han tomado la supremacía es señal de que el poder pertenece al plethos, a la masa), en síntesis, de acuerdo con la misma composición de la palabra, del pueblo, a diferencia del gobierno de uno o de unos cuantos. A pesar de lo que se diga, del paso de los siglos y todas las discusiones que han tenido lugar en cuanto a la diferencia de la democracia de los antiguos frente a la de los modernos, el sentido descriptivo general del término no ha cambiado, si bien cambie según los tiempos y las doctrinas su significado evaluativo, según si el gobierno del pueblo sea preferido al gobierno de uno o de unos cuantos o viceversa. Lo que se considera que cambió en el paso de la democracia de los antiguos a la democracia de los modernos, por lo menos a juicio de quienes consideran útil esta contraposición, no es el titular del poder político, que siempre es el "pueblo", entendido como el conjunto de ciudadanos a los que toca en última instancia el derecho de tomar las decisiones colectivas, sino la manera, amplia o restringida, de ejercer este derecho: en los mismos años en los que mediante las Declaraciones de los derechos nace el Estado constitucional moderno, los autores del Federalista oponen a la democracia directa de los antiguos y de las ciudades medievales la democracia representativa, que es el único gobierno popular posible en un Estado grande. Hamilton se expresa de la siguiente manera: “Es imposible leer sobre las pequeñas repúblicas de Grecia e Italia sin experimentar sentimientos de horror y disgusto por las agitaciones de las que continuamente eran presa, y por la sucesión rápida de revoluciones que las mantenía en un estado de perpetua incertidumbre entre las condiciones extremas de la tiranía y de la anarquía.”

Lo secunda Madison:” El partidario de los gobiernos populares se encontrará en graves problemas al considerar el carácter y el destino de éstos y cuando ponga atención en la facilidad con que degeneran tales formas corruptas del vivir político.”

En realidad, era un pretexto argumentar que el defecto de la democracia ciudadana fuese el desencadenamiento de las facciones y recordaba el antiguo y siempre presente desprecio del pueblo por parte de los grupos oligárquicos: las divisiones entre facciones contrapuestas se habría reproducido bajo forma de partidos en las asambleas de representantes. Lo que en cambio constituía la única y sólida razón de la democracia representativa objetivamente eran las grandes dimensiones de los Estados modernos, comenzando por la misma unión de las trece colonias inglesas. Los autores del Federalista precisamente estaban discutiendo sobre la nueva constitución de esa unión. Lo había reconocido el propio Rousseau, admirador apasionado de los antiguos, quien había asumido la defensa de la democracia directa sosteniendo que " la soberanía no puede ser representada" y por tanto "el pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento: tan pronto como éstos son elegidos, vuelve a ser esclavo, no es nada", pero también estaba convencido de que "no ha existido ni existirá jamás verdadera democracia", porque requiere ante todo de un Estado muy pequeño "en donde se pueda reunir fácilmente el pueblo"; en segundo lugar, "una gran sencillez de costumbres"; luego, "mucha igualdad de condiciones y de fortunas"; por último, "poco o ningún lujo", por lo que concluía: "Si hubiese un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Pero un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres." Tanto los autores del Federalista como los constituyentes franceses estaban convencidos de que el único gobierno democrático apropiado para un pueblo de hombres fuese la democracia representativa, que es la forma de gobierno en la que el pueblo no toma las decisiones que le atañen, sino que elige a sus representantes que deben decidir por él; pero de ninguna manera pensaban que instituyendo una democracia representativa degenerase el principio del gobierno popular. Prueba de ello es que la primera constitución escrita de los Estados Unidos, la de Virginia (1776) -pero la misma fórmula también se encuentra en las constituciones posteriores- dice "Todo el poder reside en el pueblo, y en consecuencia emana de él; los magistrados son sus fiduciarios y servidores, y en todo tiempo responsables ante él”; y el artículo 3 de la Declaración del 1789 repite: "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer una autoridad que no emane expresamente de ella." Aparte del hecho de que el ejercicio directo del poder de decisión por parte de los ciudadanos no es incompatible con el ejercicio indirecto mediante representantes elegidos, como lo demuestra la existencia de constituciones como la italiana vigente, que prevé el instituto del referéndum popular aunque solamente con sentido abrogativo. Tanto la democracia directa como la indirecta derivan del mismo principio de la soberanía popular aunque se distinguen por la modalidad y las formas en que es ejercida esa soberanía.
Por lo demás, la democracia representativa nació también de la convicción de que los representantes elegidos por los ciudadanos son capaces de juzgar cuáles son los intereses generales mejor que los ciudadanos, demasiado cerrados en la contemplación de sus intereses particulares, y por tanto la democracia indirecta es más apropiada para lograr los fines para los cuales había sido predispuesta la soberanía popular. También bajo este aspecto la contraposición entre democracia de los antiguos y democracia de los modernos termina por ser desorientadora, en cuanto la segunda se presenta, o es interpretada, como más perfecta que la primera con respecto al fin. Para Madison la delegación de la acción de gobierno a un pequeño número de ciudadanos de probada sabiduría habría "hecho menos probable el sacrificio del bien del país a consideraciones particularistas y transitorias"." A condición de que el diputado una vez elegido no se comportase como hombre de confianza de los electores que lo habían llevado al parlamento sino como representante de toda la nación. Para que en sentido estricto la democracia fuese representativa era necesario que fuese excluido el mandato obligatorio del elector frente al elegido, que en cambio era la característica del Estado estamental, en el que los estamentos, las corporaciones, los cuerpos colectivos transmitían al soberano mediante sus delegados sus exigencias particulares. También en esta materia la enseñanza venía de Inglaterra. Burke había dicho: “Es derecho de todo hombre expresar su opinión; la de los electores es una opinión que pesa y debe respetarse. El representante debe escuchar con buen animo tal opinión...Pero las instrucciones imperativas, mandatos a los cuales el miembro de los Comunes debe expresa y ciegamente obedecer, estas cosas son desconocidas por completo para las leyes de esta tierra.”

Para formalizar la separación del representante del representado, los constituyentes franceses, siguiendo la opinión eficazmente presentada por Siéyés (17481836), introdujeron en la constitución de 1791 la prohibición de mandato imperativo con el artículo 7 de la sección III del capítulo I del título III que estipula: "Los representantes nominados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de toda la nación, y no se les podrá imponer a ellos mandato alguno." Desde entonces, la prohibición hecha a los representantes de recibir un mandato imperativo por parte de sus electores se volverá un principio esencial para el funcionamiento del sistema parlamentario, el cual, precisamente en virtud de este principio, se distingue de los viejos Estados estamentales en los que prevalecía el principio contrario de la representación corporativa basada en la obligación de mandato del delegado que institucionalmente es llamado a ver por los intereses de la corporación, y no se puede separar de esto a riesgo de perder el derecho de representación. La disolución del Estado estamental libera al individuo en su singularidad y autonomía es el individuo en cuanto tal, no el miembro de la corporación, quien tiene el derecho de elegir a los representantes de la nación, los cuales son llamados por los individuos específicos para representar a la nación en su conjunto y por tanto deben realizar sus acciones y tomar sus decisiones sin algún mandato imperativo. Si por democracia moderna se entiende la democracia representativa, y si a la democracia representativa es inherente la desvinculación del representante de la nación del individuo representado y de sus intereses particulares, la democracia moderna presupone la atomización de la nación y su recomposición en un nivel más alto y restringido como lo es la asamblea parlamentaria. Pero este proceso de atomización es el mismo proceso del que nació la concepción del Estado liberal, cuyo fundamento debe buscarse, como se ha dicho, en la afirmación de los derechos naturales e inviolables del individuo.

VII. DEMOCRACIA E IGUALDAD

Mientras el liberalismo de los modernos y la democracia de los antiguos frecuentemente han sido considerados antitéticos en cuanto los democráticos de la Antigüedad no conocían ni la doctrina de los derechos naturales ni el deber de los Estadas de limitar su actividad al mínimo necesario para la sobrevivencia de la comunidad, y por otra parte los modernos liberales nacieron expresando una profunda desconfianza hacia toda forma de gobierno popular (y sostuvieron y defendieron a lo largo de todo el siglo XIX, y más allá, el sufragio restringido), la democracia moderna no sólo no es incompatible con el liberalismo sino que puede ser considerada bajo muchos aspectos, por lo menos hasta cierto punto, como su consecuencia natural.

Bajo una condición: que se tome el término "democracia" en su sentido jurídico-institucional y no en su significado ético, o sea, en un sentido más procesal que sustancial. Es indudable que históricamente "democracia" tiene dos significados preponderantes, por lo menos en su origen, según si pone en mayor evidencia el conjunto de reglas cuya observancia es necesaria con objeto de que el poder político sea distribuido efectivamente entre la mayor parte de los ciudadanos, las llamadas reglas del juego, o el ideal en el cual un gobierno democrático debería inspirarse, que es el de la igualdad. Con base en esta distinción, se suele diferenciar la democracia formal de la democracia sustancial, o, con otra conocida formulación, la democracia como gobierno del pueblo de la democracia como gobierno para el pueblo. No tiene caso detenernos a repetir una vez más que en estas dos acepciones la palabra "democracia" es usada bajo dos significados tan diferentes que, han dado pie a discusiones inútiles, COMO la de que si es más democrático un régimen en el que la democracia formal no va acompañada por una misma igualdad, o el régimen en el que una misma igualdad se obtiene mediante un gobierno despótico. Tomando en cuenta que en la larga historia de la teoría democrática se entrelazan elementos de método y motivos ideales, que sólo se encuentran fundidos en la teoría roussoniana, en la que el ideal fuertemente igualitario que la mueve encuentra su realización en la formación de la voluntad general, ambos significados históricamente son legítimos. Pero la legitimidad histórica de su uso no permite alguna vinculación con la presencia eventual de elementos connotativos comunes.

De los dos significados, el que se relaciona históricamente con la formación del Estado liberal es el primero. Si se considera el segundo, el problema de las relaciones entre el liberalismo y la democracia se vuelve mucho más complejo, y ya ha dado lugar, y hay razón para creer que continuará dando lugar, a debates interminables. En efecto, de esta manera el problema de la relación entre el liberalismo y la democracia se resuelve en el difícil problema de la relación entre la libertad y la igualdad, problema que presupone una respuesta unívoca a estas preguntas: "¿Qué libertad? ¿Qué igualdad?"

En su sentido más amplio, incluso cuando se extiendan a la esfera económica respectivamente el derecho a la libertad y el derecho a la igualdad, como sucede en las doctrinas opuestas del liberalismo y del igualitarismo, libertad e igualdad son valores antitéticos, en cuanto no se puede realizar con plenitud uno sin limitar fuertemente el otro: una sociedad liberal-liberista es inevitable que sea inigualitaria así como una sociedad igualitaria por fuerza es liberal. Liberalismo e igualitarismo tienen sus raíces en concepciones del hombre y de la sociedad profundamente diferentes: individualista, conflictiva y pluralista la liberal; totalizante, armónica y monista la igualitaria. Para el liberal el fin principal es el desarrollo de la personalidad individual, aunque el desarrollo de la personalidad más rica y dotada puede ir en detrimento de la expansión de la personalidad más pobre y menos dotada; para el igualitario el fin principal es el desarrollo de la comunidad en su conjunto, aun a costa de disminuir la esfera de libertad de los individuos.

La única forma de igualdad que no sólo es compatible con la libertad tal como es entendida por la doctrina liberal, sino que incluso es exigida por ella, es la igualdad en la libertad: lo que significa que cada cual debe gozar de tanta libertad cuanto sea compatible con la libertad ajena y puede hacer todo aquello que no dañe la libertad de los demás. Prácticamente, desde el origen del Estado liberal esta forma de igualdad inspira dos principios fundamentales enunciados en normas constitucionales: a) la igualdad frente a la ley; b) la igualdad de derechos. El primero se encuentra en las constituciones francesas de 1791, de 1793 y de 1795; luego, en el artículo 1 de la Carta de 1814, en el articulo 6 de la constitución belga de 1830, en el artículo 24 del estatuto albertino (1848). Así también, la enmienda XIV de la constitución de los Estados Unidos que asegura a cada ciudadano "la protección equitativa de la ley". El segundo se encuentra solemnemente afirmado en el artículo 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: "Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos." Ambos principios corren a lo largo de toda la historia del constitucionalismo moderno y están conjuntamente expresados en la primera fracción del artículo 3 de la constitución italiana vigente: "Todos los ciudadanos tienen la misma dignidad social y son iguales frente a la ley."

El principio de la igualdad frente a la ley puede ser interpretado restrictivamente como una formulación diferente del principio que campea en todos los tribunales: "La ley es igual para todos." En este sentido significa simplemente que el juez debe ser imparcial en la aplicación de la ley y como tal forma parte de los recursos constitutivos y aplicables del estado de derecho, y por tanto es inherente al Estado liberal por la ya señalada identificación del Estado liberal con el estado de derecho. Esto significa que todos los ciudadanos deben ser sometidos a las mismas leyes, y por tanto deben ser suprimidas y no deben ser retomadas las leyes específicas de las órdenes o estados particulares: el principio es igualitario por el hecho de que elimina una discriminación anterior. En el Preámbulo de la Constitución de 1791 se lee que los constituyentes han decidido abolir "irrevocablemente las instituciones que dañaban la libertad y la igualdad de derechos", y entre estas instituciones se enumeran las más características del feudalismo. El Preámbulo se cierra con una frase: "ya no hay en ninguna parte de la nación, ni para el individuo, algún privilegio o excepción al derecho común de todos los franceses" que muestra al contrario, como no se podría hacer mejor, el significado del principio de la igualdad frente a la ley como rechazo a la sociedad estamental, y por consiguiente, una vez más, como afirmación de la sociedad en la que los sujetos originarios solamente son los individuos uti singuli.

Por lo que hace a la igualdad en derechos o de derechos, ésta representa un momento posterior en la equiparación de los individuos con respecto a la igualdad frente a la ley entendida como exclusión de las discriminaciones de la sociedad estamental: significa el disfrute equitativo por parte de los ciudadanos de algunos derechos fundamentales constitucionalmente garantizados. Mientras la igualdad frente a la ley puede ser interpretada como una forma específica e históricamente determinada de igualdad jurídica, por ejemplo, en el derecho de todos de tener acceso a la jurisdicción común y a los principales cargos civiles y militares, independientemente del origen, la igualdad de derechos comprende la igualdad de todos los derechos fundamentales enumerados en una constitución, es así tanto que se pueden definir fundamentales aquellos, y sólo aquellos, de los que deben gozar todos los ciudadanos sin discriminaciones derivadas de la clase social, del sexo, de la religión, de la raza, etcétera. La lista de los derechos fundamentales varía de una época a otra, de un pueblo a otro, y por tanto no se puede dar una lista definitiva: únicamente se puede decir que son fundamentales los derechos que en una constitución determinada se atribuyen a todos los ciudadanos indistintamente, en una palabra, aquellos frente a los cuales todos los ciudadanos son iguales.

VIII. EL ENCUENTRO ENTRE EL LIBERALISMO Y LA DEMOCRACIA

Ninguno de los principios de igualdad, ya señalados, vinculados con el surgimiento del Estado liberal, tiene que ver con el igualitarismo democrático, el cual se extiende hasta perseguir el ideal de cierta equiparación económica, ajena a la tradición del pensamiento liberal. Éste ha llegado a aceptar, además de la igualdad jurídica, la igualdad de oportunidades, que presupone la igualación de los puntos de partida, pero no de los puntos de llegada. Así pues, con respecto a los diversos significados posibles de igualdad, el liberalismo y la democracia no coinciden, lo que entre otras cosas explica su contraposición histórica durante un largo periodo. Entonces ¿en qué sentido la democracia puede ser considerada como la consecuencia y el perfeccionamiento del Estado liberal como para justificar el uso de la expresión "liberal-democracia" para designar a cierto número de regímenes actuales? No sólo el liberalismo es compatible con la democracia, sino que la democracia puede ser considerada como el desarrollo natural del Estado liberal, a condición de que no se considere la democracia desde el punto de vista de su ideal igualitario sino desde el punto de vista de su fórmula política que, como se ha visto, es la soberanía popular. La única manera de hacer posible el ejercicio de la soberanía popular es la atribución al mayor número de ciudadanos del derecho de participar directa e indirectamente en la toma de las decisiones colectivas, es decir, la mayor extensión de los derechos políticos hasta el último límite del sufragio universal masculino y femenino, salvo el límite de la edad (que generalmente coincide con aquella en que se llega a la mayoría de edad). Aunque muchos escritores liberales han criticado la conveniencia de la ampliación del sufragio y en el momento de la formación del Estado liberal la participación en el voto solamente era permitida a los propietarios, el sufragio universal en principio no es contrario ni al estado de derecho ni al estado mínimo. Más aún, se debe decir que se ha formado tal interdependencia entre uno y otro que, mientras al inicio se pudieron formar Estados liberales que no eran democráticos (si no en la declaración de principios), hoy no serían concebibles Estados liberales que no fuesen democráticos, ni Estados democráticos que no fuesen liberales. En suma, existen buenas razones para creer: a) que hoy el método democrático es necesario para salvaguardar los derechos fundamentales de la persona que son la base del Estado liberal; b) que la salvaguardia de estos derechos es necesaria para el funcionamiento correcto del método democrático.

Con respecto al primer punto, se debe señalar lo siguiente: la mayor garantía de que los derechos de libertad están protegidos contra la tendencia de los gobernantes a limitarlos y suprimirlos reside en la posibilidad de que los ciudadanos se defiendan de los abusos eventuales. Ahora bien: el mejor remedio contra el abuso de poder bajo cualquier forma, aunque "mejor" de ninguna manera quiere decir ni óptimo ni infalible, es la participación directa o indirecta de los ciudadanos, del mayor número de ciudadanos, en la formación de las leyes. Bajo este aspecto los derechos políticos son un complemento natural de los derechos de libertad y de los derechos civiles, para usar las expresiones hechas célebres por Jellinek (1851-1911), los iura activae civitatis constituyen la mejor salvaguardia de los iura libertatis y civitatis, la salvaguardia de que en un régimen que no se funda en la soberanía popular depende únicamente del derecho natural de resistencia a la opresión.

Con respecto al segundo punto, que ya no se refiere a la necesidad de la democracia para la sobrevivencia del Estado liberal, sino al reconocimiento de los derechos inviolables de la persona en los que se basa el Estado liberal para el buen funcionamiento de la democracia, se debe señalar que la participación en el voto puede ser considerada como el correcto y eficaz ejercicio de un poder político, o sea, del poder de influir en la toma de las decisiones colectivas, sólo si se realiza libremente, es decir, si el individuo que va a las urnas para sufragar goza de las libertades de opinión, de prensa, de reunión, de asociación, de todas las libertades que constituyen la esencia del Estado liberal, y que en cuanto tales fungen como presupuestos necesarios para que la participación sea real y no ficticia.

Los ideales liberales y el método democrático gradualmente se han entrelazado de tal manera que, si es verdad que los derechos de libertad han sido desde el inicio la condición necesaria para la correcta aplicación de las reglas del juego democrático, también es verdad que sucesivamente el desarrollo de la democracia se ha vuelto el instrumento principal de la defensa de los derechos de libertad. Hoy sólo los Estados nacidos de las revoluciones liberales son democráticos y solamente los Estados democráticos protegen los derechos del hombre: todos los Estados autoritarios del mundo son a la vez antiliberales y antidemocráticos.