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La Cantera (Santa Fe)

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DERECHA E IZQUIERDA - Norberto Bobbio

Razones y significados de una distinción política
Editorial TAURUS – junio de 1995

Capítulo V – Otros criterios de distinción.

1. Entre los estudiosos italianos, el que ha vuelto con mas frecuencia sobre el tema y merece por lo tanto atención dado su sutil espíritu analítico, es Dino Cofrancesco, según el cual si con la desacralización del Marxismo-Leninismo se acabo para siempre la lectura maniquea de la oposición derecha izquierda, ésta no resulta del todo carente de sentido: “La liberación del hombre del poder injusto v opresivo [...] sigue siendo, pensándolo bien, el quid de la cuestión de la izquierda como "categoría de lo político" capaz de resistir a cualquier proceso de desmitificación. Además, también la derecha representa una modalidad de lo humano puesto que expresa el “arraigo en la base de la naturaleza y de la historia", la “defensa del pasado, de la tradición, de la herencia”. No es lo sagrado, según Laponce, sino la tradición lo que asume una función preeminente en la definición de la derecha propuesta en esta nueva interpretación, mientras que el rasgo característico de la izquierda sería el concepto, que es a la vez un valor (y, corno «tradición», un valor positivo) de emancipación. La referencia a la tradición entendida de manera diversa, y analizada en sus distintos significados, sería, entonces, un rasgo constante de la dicotomía derecha-izquierda.

Sobre lo que el autor insiste, a mi parecer justamente, es sobre la legitimidad de la dicotomía, en contra de todos los detractores viejos y nuevos, y sobre lo que se detiene, especialmente en un contexto histórico, donde ha sido discutida la derecha más que la izquierda, es en la búsqueda de una redefinición, antes que de la izquierda, de la derecha. Una definición para ser no contingente, no ocasional, no subordinable a la variedad de posiciones históricamente determinadas, debe moverse, según el autor, hacia la determinación de la actitud mental, de la idea inspiradora, en una palabra del «alma» de quien se declara de derechas (lo que naturalmente es válido, incluso para el que se declara de izquierdas). El alma de la derecha puede ser expresada sintéticamente con el lema: «Nada fuera ni en contra de la tradición, todo en y por la tradición». Si después se constata la existencia de distintas modalidades de la derecha, esto depende de los distintos significados de «tradición». Cofrancesco indica seis de ellos: como arquetipo, como asunción ideal de una época axial, o decisiva, en la historia de la humanidad, como fidelidad a la nación, como memoria histórica, como comunidad de destino, y finalmente como conciencia de la complejidad de lo real. Detrás de estas distintas acepciones del término se vislumbran distintos movimientos, o también tan sólo distintas tomas de posición personal, pero el alma común puede explicar cómo puede producirse históricamente el paso, según los distintos momentos, de la una a la otra. Por poner un ejemplo, el trasvase «en los años entre las dos guerras mundiales, de no pocos militantes políticos de la derecha conservadora a la tradicionalista y de ésta a la totalitaria».

A lo que apunta Cofrancesco no es tanto a la recopilación de un repertorio de opiniones, que son en su mayoría interesadas, pasionales, marcadas ideológicamente, de personas o grupos que se declaran de derecha o de izquierda, como a la elaboración de una distinción «crítica» de los dos conceptos, entendiendo por crítica un análisis valorativo, o puramente descriptivo, capaz de renunciar o cargar los términos en cuestión de significados de valor que se excluyen mutuamente, y que tenga bien presente que derecha e izquierda no son conceptos absolutos sino históricamente relativos, o sea «sólo dos maneras posibles de catalogar los distintos ideales políticos», y por lo tanto «ni los únicos ni siempre los más relevantes». El «uso crítico» de los dos conceptos es posible, según Cofrancesco, sólo si se renuncia a concebirlos como indicadores de totalidades históricas concretas, y se los interpreta como actitudes de fondo, como intenciones, según la definición de Karl Mannheim. En otras palabras, se pueden explicar ciertas confusiones, o superposiciones, que inducen a considerar que la distinción sea originariamente inexacta, o resulte inútil en un determinado contexto histórico, donde hombres de derecha y de izquierda se encuentran en el mismo campo de batalla, sólo si los dos términos se utilizan en sentido débil para designar una actitud política, y, en cambio, no se interpretan como la expresión de una vocación que permanece constante más allá de los sistemas de gobierno adoptados, me atrevería a decir -aunque la palabra no es utilizada por nuestro autor pero ha llegado a ser usada ampliamente en una cierta historiografía- de una «mentalidad».

Desde el punto de vista, así precisado, «el hombre de derecha es el que se preocupa, ante todo, de salvaguardar la tradición; el hombre de izquierda, en cambio, es el que entiende, por encima de cualquier cosa, liberar a sus semejantes de las cadenas que les han sido impuestas por los privilegios de raza, de casta, de clase, etcétera». «Tradición» y «emancipación» pueden ser interpretadas también como metas últimas o fundamentales, y como tales irrenunciables, tanto por una parte como por la otra: se pueden alcanzar con distintos medios según los tiempos y las situaciones. Ya que los mismos medios pueden ser adoptados unas veces por la izquierda y otras por la derecha, resultaría consecuentemente que derecha e izquierda pueden encontrarse e incluso intercambiarse las partes, sin que por eso tengan que dejar de ser lo que son. Sin embargo, a raíz de este posible encuentro sobre el uso de ciertos medios, nacen las confusiones de las que sacan motivo los que se oponen a la distinción.

Con apropiados ejemplos históricos, Cofrancesco examina algunos temas que, en contra de afirmaciones apresuradas y perjudicadas, no son por sí mismos ni de derecha ni de izquierda, ya que pertenecen a las dos partes, incluso en su esencial contraposición que no queda anulada por dicha pertenencia: el militarismo, el laicismo, el anticomunismo, el individualismo, el progreso técnico, el recurso a la violencia. Se trata, como se puede ver, de una distinción entre la diferencia esencial que es la que concierne a la inspiración ideal, la intención profunda, la mentalidad, y a una serie de diferencias no esenciales o sólo presuntamente esenciales, a menudo utilizadas como armas polémicas en la lucha política contingente, que, tomadas por esenciales, se utilizan para dar falsas respuestas a la pregunta sobre la naturaleza de la díada, y para negarla cuando parece momentáneamente fallar en una situación específica. Que la relación entre diferencia esencial y diferencias no esenciales pueda solventarse en la distinción entre un valor final constante y valores instrumentales variables, y por lo tanto intercambiables, se puede deducir de la afirmación que «libertad y autoridad, bienestar y austeridad, individualismo y antiindividualismo, progreso técnico e ideal artesano, se consideran, en los dos casos, como valores instrumentales, o sea que hay que promover y rechazar según la contribución que ellos pueden dar, respectivamente, al fortalecimiento de la tradición y a la emancipación de algún privilegio».

A esta distinción basada en la mentalidad, Cofrancesco añade, sin contraponerla, otra distinción basándose en dos actitudes no valorativas sino cognoscitivas, llamando a una romántica o espiritualista, y a la otra clásica o realista. Esta última es la actitud del espectador crítico, mientras que la primera es la del que vive la política sentimentalmente. De las seis grandes ideologías nacidas entre los siglos XIX y XX, tres son clásicas, el conservadurismo, el liberalismo, el socialismo científico; tres son románticas, el anarco-libertarismo, el fascismo (y el radicalismo de derechas), el tradicionalismo.

Una vez precisado que estas seis ideologías agotan el campo de acción, por lo menos como tipos ideales, el paso siguiente que da nuestro autor es la constatación de que la distinción entre derecha e izquierda y la que se da entre tipos clásicos y románticos no coinciden. Poniendo a prueba su posible combinación, se llega a la conclusión de que son de derechas dos ideologías románticas, el tradicionalismo y el fascismo, y una clásica, el conservadurismo; son de izquierdas una romántica, el aparco - libertarismo, una clásica, el socialismo científico; mientras que la restante clásica, el liberalismo, es de derechas y de izquierdas según los contextos.

Mientras que frente a la díada derecha-izquierda Cofrancesco no toma posición, y parece juzgarla imparcialmente como historiador y analista político, no oculta su preferencia por la manera clásica de ponerse frente a la díada derecha-izquierda, respecto a la romántica. Parece casi querer decir: a mí no me importa tanto la contraposición entre derecha e izquierda, como la elección de la posición en el ámbito del modo clásico y no del romántico. Sobre todo, cuando se trata de tomar posición en el concreto debate político italiano, y elegir la parte o las partes donde debería situarse el intelectual.

También en las páginas de un autor que rechaza el discurso ideológico para profundizar en un discurso crítico y analítico, aflora y, añado yo, no puede dejar de aflorar, en el tratamiento de un tema tan comprometido políticamente como es este de la contestadísima, pero siempre inminente, díada un diseño ideal: «La cultura política italiana debe volver a acostumbrarse al sentido de las distinciones, a la pasión analítica, al gusto de las clasificaciones y debe perder, en cambio, la predisposición a firmar manifiestos, a comprometerse abiertamente incluso cuando los objetos de la disputa son confusos y los datos de que dispone inciertos y controvertidos». Es como decir que la manera misma de abordar el tema de la díada, con método analítico y no con espíritu partidista, es ya de por sí índice de una orientación política, que es algo diferente de la distinción entre derecha e izquierda, pero que es por sí misma una toma de posición política, un definirse, y una sugerencia de definición por una parte en lugar de por la otra.

Cabe preguntarse si el binomio, tal y cono ahora se ha vuelto a definir (por un lado la tradición, por otro la emancipación), es verdaderamente un binomio de contrarios, como debería ser si el binomio debe servir para representar el universo antagónico de la política. El opuesto de tradición debería ser no ya emancipación, sino 'innovación. Y, recíprocamente, el opuesto de emancipación debería ser no ya tradición o conservación sino orden impuesto desde lo alto, gobierno paternalista o similares. Desde luego, los dos binomios de contrarios, tradición-innovación, y conservación-emancipación, acabarían proponiendo la distinción habitual, no muy original, entre conservadores y progresistas, considerada por lo menos idealmente como propia del sistema parlamentario, como división principal entre dos grupos parlamentarios contrapuestos. Sin embargo, el desplazamiento hacia la derecha sobre un término noble como tradición, en vez de conservación y orden jerárquico, y, hacia la izquierda, sobre un término igualmente noble como emancipación, en vez de innovación, se puede considerar un indicador de aquella actitud crítica, intencionadamente no ideológica, que el autor se ha impuesto desde el comienzo de su investigación, aunque le haya hecho correr el riesgo de utilizar dos términos axiológicamente positivos en vez de poner en duda la contraposición y hacer así de dos términos, más que dos opuestos, dos distintos, uno positivo y uno negativo1.

2. Mientras Cofrancesco parte de la necesidad de distinguir el elemento esencial del binomio de los no esenciales, Elizabeth Galeotti parte de la exigencia preliminar de distinguir los contextos en los que el binomio se utiliza, que serían los cuatro siguientes: el lenguaje ordinario, el de la ideología, el análisis histórico-sociológico, el estudio del imaginario social (incluyendo aquí la obra de Laponce, ampliamente comentada).

El punto de vista donde se mueve esta nueva intérprete de la distinción es el del análisis ideológico, y una vez más el fin del análisis es el de encontrar los conceptos más comprensivos y exhaustivos que permitan clasificar con la máxima simplificación, y al mismo tiempo amplitud, las ideologías dominantes de los últimos dos siglos. Volviendo en parte a las conclusiones de Laponce, los dos términos elegidos son «jerarquía» para la derecha, «igualdad» para la izquierda. Incluso en este caso la oposición no es lo que cabría esperar. ¿Por qué «jerarquía» y no «desigualdad»?

La autora se preocupa por el hecho de que el uso del término menos fuerte «desigualdad», antes que el más fuerte «jerarquía», traslade sin razón hacia la derecha la ideología liberal, que, pese a no acoger todas las ideas de igualdad que habitualmente caracterizan la izquierda, y pudiendo así ser llamada bajo ciertos aspectos antiigualitaria, no se puede confundir con las ideologías según las cuales la desigualdad entre los hombres es natural, intrínseca, no eliminable, y que por lo tanto deben ser llamadas más correctamente «jerárquicas», y no «no igualitarias». Sería como decir que existen distintos tipos de desigualitarismo: depende del género de desigualdades que cada uno acepte y rechace. Las desigualdades sociales que el liberalismo tolera serían cualitativamente distintas de las desigualdades a las que hace referencia el pensamiento jerárquico. Una sociedad liberal, donde la libertad de mercado genera desigualdades, no es una sociedad rígidamente jerarquizada.

La distinción entre desigualitarismo liberal y desigualitarismo autoritario está clara, y es bueno haberla puesto de relieve. Que esta distinción tenga que ver con la distinción entre derecha e izquierda, en mi opinión es más discutible. No tanto discutible como opinable. Un lenguaje como el político es ya de por sí poco riguroso, al componerse en gran parte de palabras sacadas del lenguaje común, y además poco riguroso desde el punto de vista descriptivo, está compuesto de palabras ambiguas y quizás incluso ambivalentes, respecto a su connotación de valor. Piénsese en las distintas cargas emotivas a las que corresponde, ya sea en quien la pronuncia ya sea en quien la recibe, la palabra «comunismo», según aparezca en el contexto de un discurso de un comunista o de un anticomunista. En toda discrepancia política la opinión, entendida como expresión de un convencimiento, no importa si privado o público, individual o de grupo, tiene sus raíces en un estado de ánimo de simpatía o de antipatía, de atracción o de aversión, hacia una persona o hacia un acontecimiento: como tal es ineliminable, y se insinúa en todas las partes, y si no se percibe siempre es porque intenta esconderse y permanecer escondido a veces incluso para quien lo manifiesta. Que se haga una injusticia al liberalismo si se lo coloca a la derecha en lugar de a la izquierda es una opinión que deriva, en quien la expresa, de un uso axiológicamente positivo de «liberalismo» y al mismo tiempo de un uso axiológicamente negativo de «jerarquía».

El discurso sobre derecha e izquierda que estoy analizando nació en el ámbito de una investigación sobre la nueva derecha radical, llevado a cabo por estudiosos que sienten hacia ella una profunda (e, incluso en mi opinión, bien justificada) aversión. Al mismo tiempo la autora no ha escondido nunca sus simpatías por el pensamiento liberal. Mientras que el contexto de la investigación es tal que induce a acentuar los aspectos negativos de la derecha, la actitud de quien interroga es la de considerar al liberalismo como una ideología positiva. Puede surgir la sospecha de que el desplazamiento del criterio de distinción entre derecha e izquierda desde el concepto de «desigualdad» al de «jerarquía» sea una estratagema, aunque inconsciente, para evitar que caiga sobre el liberalismo la condena que se suele hacer recaer, en una determinada situación histórica, sobre la derecha.

De las opiniones no se discute. Sólo se puede observar históricamente que desde que surgieron los partidos socialistas en. Europa las ideologías y los partidos liberales están considerados en el lenguaje común ideologías y partidos o de derecha (distinto sería el caso de los liberales americanos), como en Italia y en Francia, o de centro como en Inglaterra o Alemania. Por eso podría llegar a la conclusión de que habría que poner en duda la oportunidad de sustituir un criterio de contraposición simple y claro como el de igualdad-desigualdad, por un criterio menos comprensivo y por lo tanto menos convincente como igualdad jerarquía, únicamente para salvar de un juicio negativo la ideología predilecta. Éste me parece otro caso, interesante y bastante significativo, de la combinación de una actitud analítica con una ideológica, de la que se ha hablado en el párrafo anterior. Un caso que muestra, una vez más, suponiendo que hiciese falta, la dificultad intrínseca del problema, y las muchas razones de la inadmisibilidad de la díada, de la que hemos discutido en el primer capítulo.

Más que discutir de una opinión, quizás es útil intentar comprender sus motivaciones. Ya que la causa principal de la correlación estriba, en mi opinión, en el haber restringido el espacio de la derecha a la derecha desestabilizadora, la salvación, si así puede decirse, de la ideología liberal se hubiera podido conseguir con una estratagema diferente, es decir, distinguiendo una derecha desestabilizadora de una derecha moderada, a la cual por otra parte corresponderían una izquierda moderada y una desestabilizadora: una solución que tendría la doble ventaja de no forzar el lenguaje común y de no usar un criterio de distinción, en mi opinión, desequilibrado.

Galeotti afronta otro problema de gran interés, sobre el cual el escaso espíritu analítico con que habitualmente se abordan los problemas políticos ha producido gran confusión: el problema de la «diferencia». Se dice que el descubrimiento de «lo distinto», tema por excelencia de los movimientos feministas, habría puesto en crisis el binomio derecha-izquierda. La autora observa justamente que no es así: la presencia de lo distinto es compatible tanto con la ideología de derechas, como es natural, como con la de izquierdas, ya que el igualitarismo, o sea la nivelación de toda diferencia, es sólo el límite extremo, más ideal que real, de la izquierda. La igualdad de la que habla la izquierda es casi siempre una igualdad «secundum quid», pero nunca es una igualdad absoluta.

Es increíble cuán difícil resulta dar a entender que el descubrimiento de una diversidad no tiene ninguna relevancia respecto al principio de justicia, que, afirmando que los iguales deben ser tratados de manera igual y los desiguales de manera desigual, reconoce que junto a los que se consideran iguales existen los que se consideran desiguales o distintos. Por lo cual preguntarse quiénes son los iguales, y quiénes los desiguales, es un problema histórico, imposible de resolver de una vez por todas, ya que los criterios que se adoptan en cada momento para unir los distintos en una categoría de iguales o separar los iguales en una categoría de distintos, son variables. El descubrimiento de lo distinto es irrelevante con respecto al problema de la justicia, cuando se demuestre que se trata de una diversidad que justifica un tratamiento distinto. La confusión es tal que la revolución igualitaria más grande de nuestra época, la femenina, gracias a la cual en las sociedades más avanzadas las mujeres han adquirido la igualdad de derechos en muchísimos campos, empezando por la esfera política hasta llegar a la familiar, y acabando con la laboral, ha sido realizada por movimientos que ponían especialmente en evidencia, de una manera muy polémica, la diversidad de las mujeres.

La categoría de «lo distinto» no tiene ninguna autonomía analítica respecto al tema de la justicia por la simple razón de que no sólo las mujeres son distintas a los hombres, sino que cada mujer y cada hombre son distintos entre sí. La diversidad se hace relevante cuando está en la base de una discriminación injusta. Pero, que la discriminación sea injusta, no depende del hecho de la diversidad sino del reconocimiento de la inexistencia de buenas razones para un tratamiento desigual.

3. También las diversas reflexiones históricas y críticas sobre la derecha-izquierda de Marco Revelli nacen, como las de Elizabeth Galeotti, con ocasión del debate sobre la «nueva derecha».

La amplitud del horizonte histórico que ha explorado Revelli y la amplitud de las elaboraciones sobre el argumento considerado no tienen precedentes. Como ya he dicho en otras ocasiones, una de las razones de la crisis de la díada está en la refutación que de ella han hecho los restauradores de una derecha que después de la derrota del fascismo parecía estar en dificultades. En realidad, el nacimiento de una nueva derecha era de por sí una confirmación de la vieja díada: el término «derecha» designa la parte de un binomio cuya otra parte es «izquierda». Como ya he repetido muchas veces, no hay derecha sin izquierda, y viceversa.

También Revelli se interroga sobre las diferentes argumentaciones que se han adoptado para negar la distinción: y son argumentaciones históricas, políticas, conceptuales y así sucesivamente. Convencido de la complejidad del problema, examina los distintos puntos de vista desde los que se puede observar la diferencia y distingue oportunamente los diversos criterios basándose en los cuales puede ser afirmada, y que han sido adoptados históricamente4.

Su amplio conocimiento de los complejos acontecimientos del debate le lleva a examinar el problema bajo todos los aspectos que hasta ahora han sido considerados y a proponer una fenomenología completa. Por lo que concierne a la naturaleza de la distinción, que es un problema preliminar, sobre el cual también los precedentes autores han dado su opinión, Revelli insiste sobre un punto que merece comentarse.

Los dos conceptos «derecha» e «izquierda» no son conceptos absolutos. Son conceptos relativos. No son conceptos substantivos y ontológicos. No son calidades intrínsecas del universo político. Son lugares del «espacio político». Representan una determinada topología política, que no tiene nada que ver con la ontología política: «No se es de derecha o de izquierda, en el mismo sentido en que se dice que se es –comunista", o "liberal" o "católico». En otros términos, derecha e izquierda no son palabras que designen contenidos fijados de una vez para siempre. Pueden designar diferentes contenidos según los tiempos y las situaciones. Revelli pone el c ejemplo del trasvase de la izquierda del siglo XIX desde el movimiento liberal al democrático y al socialista. Lo que es de izquierda lo es con respecto a lo que es de derecha. El hecho de que derecha e izquierda representen una oposición quiere decir simplemente que no se puede ser al mismo tiempo de derecha y cíe izquierda. Pero no quiere decir nada sobre el contenido de las dos partes contrapuestas. La oposición permanece, aunque los contenidos de los dos opuestos puedan cambiar.

Llegados a este punto se puede incluso afirmar que izquierda y derecha son términos que el lenguaje político ha venido adoptando a lo largo del siglo XIX hasta nuestros días, para representar al universo conflictivo de la política. Sin embargo este mismo universo puede ser representado, y de hecho ha sido representado en otros tiempos, por otros binomios de opuestos, de los cuales algunos tienen un fuerte valor descriptivo, como «progresistas» y «conservadores», otros tienen un valor descriptivo débil, como «blancos» y «negros». También el binomio blancos-negros indica únicamente una polaridad, o sea significa sólo que no se puede ser a la vez blancos y negros, pero no deja entrever en absoluto cuáles son las orientaciones políticas de unos y de otros. La relatividad de dos conceptos se demuestra también observando que la indeterminación de los contenidos, y por tanto su posible movilidad, hace que una cierta izquierda respecto a una derecha pueda convertirse, con un desplazamiento hacia el centro, en una derecha respecto a la izquierda que se ha quedado parada, y, simétricamente, una cierta derecha que se desplaza hacia el centro se convierte en una izquierda respecto a la derecha que no se ha movido. En la ciencia política se conoce el fenómeno del «izquierdismo», como el simétrico del «derechismo», según el cual la tendencia al desplazamiento hacia las posiciones extremas tiene como efecto, en circunstancias de especial tensión social, la formación de una izquierda más radical a la izquierda de la izquierda oficial, y de una derecha más radical a la derecha de la derecha oficial: el extremismo de izquierda traslada más a la derecha la izquierda, así como el extremismo de derecha traslada más a la izquierda la derecha.

La insistencia, por otra parte bien justificada, sobre la imagen espacial del universo político que surge del uso metafórico de «derecha» e «izquierda», requiere una nueva observación: cuando se dice que los dos términos del binomio constituyen una antítesis, dando por válida esta metáfora, nos viene a la mente una medalla y su reverso, sin que resulte perjudicada la colocación de la derecha en el anverso y de la izquierda en el reverso, o viceversa. Las expresiones familiares que se utilizan para representar esta colocación son «de aquí», y «de allá», «de una parte» y «de la otra», «por una parte», «por otra». Los ejemplos que se han dado antes de desplazamiento de la izquierda hacia la derecha y viceversa, sitúan, sin embargo, la derecha y la izquierda no la una en contra de la otra, sino la una después de la otra en una línea continua que permite pasar de la una a la otra gradualmente. Como observa Revelli, la única imagen que no permite la díada es la de la esfera, o la del círculo: de hecho, si se dibuja el círculo de izquierda a derecha, cada punto está a la derecha del siguiente y a la izquierda del anterior; inversamente, si de derecha a izquierda. La diferencia entre la metáfora de la medalla y la del círculo es que la primera representa el universo político dividido en dos, o dual; la segunda permite una imagen plural, hecha de varios segmentos alineados en una misma línea. Revelli observa justamente que un sujeto que ocupara todo el espacio político cancelaría toda distinción entre derecha e izquierda: lo que en realidad ocurre en un régimen totalitario, en cuyo interior no es posible ninguna división. Puede ser, como mucho, considerado de derecha o de izquierda cuando se lo compare con otro régimen totalitario.

Una vez se haya considerado y aceptado que derecha e izquierda son dos conceptos espaciales, que no son conceptos ontológicos, y que no tienen un contenido determinado, específico y constante en el tiempo, ¿hay que sacar la conclusión de que son cajas vacías que se pueden llenar con cualquier mercancía?

Examinando las interpretaciones anteriores, no podemos evitar constatar que, a pesar de las diversidades de los puntos de partida y de las metodologías utilizadas, existe entre ellos cierto aire familiar, que a menudo los hace aparecer como variaciones de un único tema. El tema que reaparece en todas las variaciones es el de la contraposición entre visión horizontal o igualitaria de la sociedad, y visión vertical o no igualitaria. De los dos términos, el primero es el que ha mantenido un valor más constante. Casi se diría que el binomio gira alrededor del concepto de izquierda y que sus variaciones están principalmente de la parte de las distintas contraposiciones posibles al principio de igualdad, entendido bien como principio no igualitario bien como principio jerárquico o autoritario. El propio Revelli, después de haber propuesto cinco criterios de distinción entre derecha e izquierda -según el tiempo (progreso-conservación), respecto al espacio (igualdad-desigualdad), respecto a los sujetos (autodirección - heterodirección), respecto a la función (clases inferiores-clases superiores), respecto al modelo de conocimiento (racionalismo-irracionalismo)- y después de haber observado que la convergencia de estos elementos sólo se ha manifestado raras veces, finalmente parece asignar un lugar de especial relieve al criterio de la igualdad-desigualdad, como el criterio que bajo ciertos aspectos es «fundador de los otros», los cuales resultarían, en cambio, «fundados». Como principio fundador, la igualdad es el único criterio que resiste al paso del tiempo, a la disolución que han sufrido los demás criterios, hasta el punto de que, como ya se ha dicho otras veces, la misma distinción entre derecha e izquierda se ha puesto en tela de juicio. Sólo así sería posible una «recreación» de la díada, es decir una «revalorización» de los criterios derivados «partiendo del valor fijo de la igualdad» o de lo «crucial de la igualdad como valor».

Capítulo VI - IGUALDAD Y DESIGUALDAD

1. De las reflexiones realizadas hasta aquí, a las que, creo al menos, no se les puede negar actualidad, y del minucioso examen de periódicos y revistas que he llevado a cabo en estos años, resultaría que el criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda es el de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad, que es, junto al de la libertad y al de la paz, uno de los fines últimos que se proponen alcanzar y por los cuales están dispuestos a luchar5. En el espíritu analítico con el que he conducido la investigación prescindo totalmente de cualquier tipo de juicio de valor, si la igualdad es preferible a la desigualdad, también porque estos conceptos tan abstractos son interpretables, v han sido interpretados, de las maneras más diferentes y su mayor o menor preferibilidad depende también de la manera con la cual se interpretan. El concepto de igualdad es relativo, no absoluto. Es relativo por lo menos en tres variables a las que hay siempre que tener en cuenta cada vez que se introduce el discurso sobre la mayor o menor deseabilidad, y/o sobre la mayor o menor viabilidad, de la idea (le igualdad: a) los sujetos entre los cuales nos proponernos repartir los bienes o los gravámenes; b) los bienes o gravámenes que repartir; c) el criterio por el cual repartirlos.

Con otras palabras, ningún proyecto de repartición puede evitar responder a estas tres preguntas: «Igualdad sí, pero ¿entre quién, en qué, basándose en qué criterio?».

Combinando estas tres variables se puede conseguir, como es fácil imaginar, un enorme número de distintos tipos de repartición que se pueden llamar todas igualitarias, aunque siendo muy diferentes entre ellas. Los sujetos pueden ser todos, muchos o pocos, o incluso uno solo; los bienes a repartir pueden ser derechos, ventajas o facilidades económicas, posiciones de poder; los criterios pueden ser la necesidad, el mérito, la capacidad, la clase, el esfuerzo, y otros más y como mucho la falta de cualquier criterio, que caracteriza el principio igualitario en grado sumo, que propongo llamar «igualitarista»: «lo mismo para todos6.

Ninguno de estos criterios tiene valor exclusivo. Hay situaciones donde se pueden atemperar el uno con el otro. Pero no se puede ignorar que existen situaciones donde el uno tiene que ser aplicado por exclusión de cualquier otro. En la sociedad familiar el criterio que prevalece en la distribución de los recursos es la necesidad más que el mérito, pero el mérito no está excluido, ni está excluido en familias ordenadas autoritariamente como las de clase. En la fase final de la sociedad comunista, según Marx, tendría que valer el principio «a cada uno según sus propias necesidades», basándose en el juicio según el cual en lo que los hombres son naturalmente más iguales es en las necesidades. En la escuela, que tiene que tener una finalidad selectiva, es exclusivo el criterio del mérito; de igual manera en las oposiciones para cualquier empleo, no importa si público o privado. En una sociedad por acciones, los dividendos están asignados basándose en las cuotas de propiedades poseídas por cada accionista, así como en la sociedad política los escaños en el parlamento se asignan basándose en los votos conseguidos por cada una de las fuerzas políticas, aunque a través de cálculos que varían según la ley electoral adoptada. El criterio de clase se adopta para asignar los sitios en una ceremonia o en una comida oficial. A veces el criterio de la antigüedad prevalece sobre el de clase o se utiliza en la elección entre dos opositores de igual nivel. La máxima en sí misma vacía «a cada uno lo suyo», se tiene que rellenar no sólo especificando a cuáles sujetos se refieren; y cuál es el bien a distribuir, sino también cuál es el criterio exclusivo o predominante, con respecto a aquellos sujetos y a aquel bien, que tiene que ser aplicado.

Según la mayor o menor extensión de los sujetos interesados, la mayor o menor cantidad y valor de los bienes a distribuir, y basándose en el criterio adoptado para distribuir un cierto tipo de bien a un cierto grupo de personas, se pueden distinguir doctrinas más o menos igualitarias. Respecto a los sujetos el sufragio universal masculino y femenino es más igualitario que aquél sólo masculino; el sufragio universal masculino es más igualitario que el sufragio masculino limitado a los hacendados o a los no analfabetos. Respecto a los bienes, la democracia social que extiende a todos los ciudadanos, además de los derechos de libertad, también los derechos sociales, es más igualitaria que la democracia liberal. Respecto al criterio, la máxima «a cada uno según las necesidades» es, como ya se ha dicho, más igualitaria que aquella «a cada uno según su clase», que caracteriza el estado dé clases al que se ha contrapuesto el estado liberal.

2. Estas premisas son necesarias, porque, cuando se dice que la izquierda es igualitaria y la derecha no igualitaria, no se quiere decir en absoluto que para ser de izquierda sea preciso proclamar el principio de que todos los hombres deben ser iguales en todo, independientemente de cualquier criterio discriminatorio, porque ésta sería no sólo una visión utópica -a la cual, hay que reconocerlo, se inclina más la izquierda que la derecha, o quizás sólo la izquierda- sino, peor, una mera declaración de intenciones a la cual no parece posible dar un sentido razonable. En otras palabras, afirmar que la izquierda es igualitaria no quiere decir que sea también igualitarista. La distinción tiene que ser destacada porque demasiado a menudo, como ha ocurrido a todos aquellos que han considerado la igualdad como carácter distintivo de la izquierda, ha ocurrido que han sido acusados de ser igualitaristas, a causa de un insuficiente conocimiento del abecé de la teoría de la igualdad.

Otra cosa distinta es una doctrina o un movimiento igualitarios, que tienden a reducir las desigualdades sociales y a convertir en menos penosas las desigualdades naturales, otra cosa es el igualitarismo, cuando se entiende, como «igualdad de todos en todos». Ya me ha pasado una vez citar el párrafo de los Demonios de Dostoievski: «Sigalev es un hombre genial, un genio del tipo de Fourier, pero más atrevido que Fourier, más fuerte que Fourier Él inventó la igualdad» y comentarlo observando que siendo la sociedad ideal la codiciada por aquel personaje y por aquella donde tenía que valer el principio «Es necesario sólo lo necesario», él había inventado no la igualdad, que es un concepto vacío en sí mismo, rellenable con los más variados contenidos, sino una especial aplicación de la idea de igualdad, o sea el igualitarismo. Desde luego el igualitarismo tiene que ver con la igualdad. Pero, ¿qué doctrina política no tiene que ver en mayor o menor medida con la igualdad?

La igualdad en su formulación más radical es el trato común de las ciudades ideales de los utopistas, así como una feroz desigualdad es el signo amonestador y premonitorio de las utopías al revés, o «distopías» («todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros»7. Igualitarista es tanto la fundadora de las utopías, la de Tomás Moro, según el cual «hasta que ella (la propiedad) perdure, cargará siempre sobre la parte mucho mayor y mucho mejor de la humanidad el fardo angustioso e inevitable de la pobreza y la desventura», como la de Campanella, cuya ciudad del sol está poblada por filósofos «que se decidieron a vivir en común de una manera filosófica». Inspira tanto las visiones milenarias de las sectas heréticas que luchan por el advenimiento del reino de Dios, como las rebeliones campesinas guiadas por Thomas Münzer que, según Melantone, enseñando que todos los bienes se tendrían que convertir en comunes «había convertido la muchedumbre en tan malvada que ya no tenía ganas de trabajar». Enciende de pasión revolucionaria las invectivas de Winstanley que predicaba ser el gobierno del rey «el gobierno de los escribas y de los fariseos que no se consideran libres si no son dueños de la tierra y de sus hermanos», al que se contrapone el gobierno de los republicanos como «el gobierno de la justicia y de la paz que no hace distinción entre las personas». Constituye el núcleo de pensamiento de los socialistas utópicos, desde el Código de la Naturaleza de Morelly hasta la sociedad de la «gran armonía» de Fourier. Llega hasta Babeuf que declara: «Somos todos iguales, ¿no es verdad? Este principio es incontestable porque, sólo estando locos, se podría decir que es de noche cuando es de día. De manera que también pretendemos vivir y morir iguales, como hemos nacido: queremos la igualdad efectiva o la muerte». Mientras Babeuf considera «loco» a quien rechaza el igualitarismo extremo, aquellos que razonan basándose en el sentido común han afirmado mil veces en el curso de la historia que locos son los igualitarios a ultranza que sostienen doctrinas tan horribles teóricamente como (afortunadamente) inviables en la práctica. Sin embargo, la persistencia del ideal utópico en la historia de la humanidad -¿podemos olvidar que también Marx codiciaba y pronosticaba el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad?- es una prueba irrefutable de la fascinación que el ideal de la igualdad, además de los de la libertad, de la paz, del bienestar (el «país de jauja»), ejerce sobre los hombres de todos los tiempos y de todos los países.

3. Las desigualdades naturales existen y si algunas se pueden corregir, la mayor parte de ellas no se puede eliminar. Las desigualdades sociales también existen y, si algunas se pueden corregir e incluso eliminar, muchas, especialmente aquellas de las cuales los mismos individuos son responsables sólo se pueden no fomentar. Aunque reconociendo la dificultad de distinguir las acciones de las cuales un individuo tiene que ser juzgado responsable, como sabe cualquier juez llamado a decidir si aquel individuo tiene que ser considerado culpable o inocente, hay que admitir de todas formas que el estatus de una desigualdad natural o de desigualdad social que depende del nacimiento en una familia y no en otra, en una región del mundo y no en otra, es distinto de aquello que depende de las diferentes capacidades, de la diversidad de los fines a conseguir, (le la diferencia del esfuerzo empleado para conseguirlos. Y la diversidad del estatus no puede no tener una influencia sobre el tratamiento de las unas y de las otras por parte de los poderes públicos.

Consecuentemente cuando se atribuye a la izquierda una mayor sensibilidad para disminuir las desigualdades no se quiere decir que ésta pretenda eliminar todas las desigualdades o que la derecha las quiera conservar todas, sino como mucho que la primera es más igualitaria y la segunda es más desigualitaria.

Considero que esta distinta actitud frente a la igualdad y, respectivamente, frente a la desigualdad tiene sus raíces y por lo tanto la posibilidad de una explicación, en un hecho determinado, comprensible por cualquiera, difícilmente contestable, aunque de igual manera difícilmente averiguable. Me refiero no a este o aquel criterio de repartición, no a la aplicación de un criterio en lugar de otro o a este o a aquel grupo de personas, de la preferencia por la partición de ciertos bienes en lugar de otros; en lo que yo pienso es más bien en una actitud muy general esencialmente emotiva, pero racionalizable, o una predisposición -cuyas raíces pueden ser, conjuntamente, familiares, sociales, culturales- irreductiblemente alternativa a otra actitud o a otra predisposición igual de general, de la misma manera emotivamente inspirada.

El dato que considero como el punto de partida de mi razonamiento es éste: Los hombres son entre ellos tan iguales como desiguales. Son iguales en ciertos aspectos y desiguales en otros. Queriendo poner el ejemplo más obvio: son iguales frente a la muerte porque todos son mortales, pero son desiguales frente a la manera de morir porque cada uno muere de una manera distinta a cualquier otro. Todos hablan pero hay miles de idiomas distintos. No todos sino millones y millones tienen una relación con un más allá desconocido, pero cada uno adora o reza a su manera al propio Dios o a los propios dioses. Se puede dar cuenta de este hecho inopinable precisando que son iguales si se consideran como género y se les compara con un género distinto como el de los otros animales y de los otros seres vivientes de los que lo distingue algún carácter específico y especialmente relevante, coleo aquello que durante una larga tradición ha permitido definir al hombre como animal rationale. Son desiguales entre ellos si se les considera uti singuli o sea, tomándolos uno por uno. Entre los hombres, tanto la igualdad como la desigualdad son de hecho verdaderas porque la una y la otra se confirman con pruebas empíricas irrefutables. Sin embargo la aparente contradicción de las dos proposiciones «Los hombres son iguales» y «Los hombres son desiguales» depende únicamente del hecho de que, al observarlos, al juzgarlos y al sacar consecuencias prácticas, se ponga el acento sobre lo que tienen en común o más bien sobre lo que los distingue. Se puede, pues, llamar correctamente igualitarios ,a aquellos que, aunque no ignorando que los hombres son tan iguales como desiguales, aprecian mayormente y consideran más importante para una buena convivencia lo que los asemeja; no igualitarios, en cambio, a aquellos que, partiendo del mismo juicio de hecho, aprecian y consideran más importante, para conseguir una buena convivencia, su diversidad8.

Se trata de un contraste entre últimas elecciones de las cuales es difícil saber cuál es su origen profundo. Sin embargo es precisamente el contraste entre estas últimas elecciones lo qué logra, en mi opinión, mejor que cualquier otro criterio, señalar las dos opuestas alineaciones a las que ya nos hemos acostumbrado por larga tradición a llamar izquierda y derecha. Por una parte están los que consideran que los hombres son más iguales que desiguales, por otra los que consideran que son más desiguales que iguales.

A este contraste de elecciones últimas le acompaña también una distinta valoración de la relación entre igualdad-desigualdad natural e igualdad-desigualdad social. Lo igualitario parte de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades que lo indignan, y querría hacer desaparecer, son sociales y, como tales, eliminables; lo no igualitario, en cambio, parte de la convicción opuesta, que son naturales y, como tales, ineliminables. El movimiento feminista ha sido un movimiento igualitario. La fuerza del movimiento dependió también del hecho de que uno de sus argumentos preferidos siempre ha sido, independientemente de la veracidad de los hechos, que las desigualdades entre hombre y mujer aunque teniendo raíces en la naturaleza, han sido el producto de costumbres, leyes, imposiciones, del más fuerte sobre el más débil y son socialmente modificables. En este ulterior contraste se manifiesta el llamado «artificialismo», considerado una de las características de la izquierda. La derecha está más dispuesta a aceptar lo que es natural, y aquella segunda naturaleza que es la costumbre, la tradición, la fuerza del pasado. El artificialismo de la izquierda no se rinde ni siquiera frente a las patentes desigualdades naturales, las que no se pueden atribuir a la sociedad: piénsese en la liberación de los locos del manicomio. Al lado de la naturaleza madrastra está también la sociedad madrastra. Pero desde la izquierda se tiende generalmente a considerar que el hombre es capaz de corregir tanto la una como la otra.

4. Este contraste en la distinta valoración de las igualdades naturales y de las sociales se puede documentar de manera ejemplar haciendo referencia a dos autores que pueden ser elevados a representar respectivamente el ideal igualitario y el no igualitario: Rousseau y Nietzsche, el anti - Rousseau.

El contraste entre Rousseau y Nietzsche se puede ilustrar bien, precisamente, por la distinta actitud que el uno y el otro asumen con respecto a la naturalidad y artificialidad de la igualdad y de la desigualdad. En el Discurso sobre el origen de la desigualdad, Rousseau parte de la consideración de que los hombres han nacido iguales, pero la sociedad civil, o sea, la sociedad que se sobrepone lentamente al estado de naturaleza a través del desarrollo de las artes, los ha convertido en desiguales. Nietzsche, por el contrario, parte del presupuesto de que los hombres son por naturaleza desiguales (y para él es un bien que lo sean porque, además, una sociedad fundada sobre la esclavitud como la griega era, y justamente en razón de la existencia de los esclavos, una sociedad avanzada) y sólo la sociedad con su moral de rebaño, con su religión de la compasión y la resignación, los ha convertido en iguales. Aquella misma corrupción que para Rousseau generó la desigualdad, generó, para Nietzsche la igualdad. Allí donde Rousseau ve desigualdades artificiales, y por lo tanto que hay que condenar y abolir por su contraste con la fundamental igualdad de la naturaleza, Nietzsche ve una igualdad artificial, y por lo tanto que hay que aborrecer en cuanto tiende a la benéfica desigualdad que la naturaleza ha querido que reinase entre los hombres. La antítesis no podría ser más radical: en nombre de la igualdad natural, lo igualitario condena la desigualdad social; en nombre de la desigualdad natural, el no igualitario condena la igualdad social. Baste esta cita: la igualdad natural «es un gracioso expediente mental con que se enmascara, una vez más, a manera de un segundo y más sutil ateísmo, la hostilidad de las plebes para todo cuando es privilegiado y soberano».

5. La tesis aquí formulada, según la cual la distinción entre izquierda y derecha retoma el distinto juicio positivo o negativo sobre el ideal de la igualdad, y éste deriva en última instancia de la diferencia de percepción y de valoración de lo que hace a los hombres iguales o desiguales, se pone a tal nivel de abstracción que puede servir como mucho para distinguir dos tipos de ideales.

Descendiendo a un nivel más bajo, la diferencia entre los dos tipos de ideales se resuelve concretamente en el contraste de valoración sobre lo que se considera relevante para justificar una discriminación. La regla de oro de la justicia «Tratar a los iguales de una manera igual y a los desiguales de una manera desigual» requiere para no ser una mera fórmula vacía que se responda a la pregunta: « ¿Quiénes son los iguales, quiénes son los desiguales?». La disputa entre igualitarios y no igualitarios se desarrolla, por una parte y por la otra, aportando argumentos en pro o en contra para sostener que ciertos rasgos característicos de los individuos que pertenecen al universo tomado en consideración justifican o no justifican un tratamiento igual. El derecho de voto a las mujeres no ha sido reconocido hasta que se consideró que entre los hombres y las mujeres existían diferencias, como la mayor pasionalidad, la falta de un interés específico en participar en la vida política, su dependencia del hombre, etcétera, tales como para justificar una diferencia de tratamiento respecto a la atribución de los derechos políticos. Por poner otro ejemplo de gran actualidad, en una época de crecimiento de flujo inmigratorio de los países pobres a los países ricos, y por lo tanto de encuentros y desencuentros entre gentes distintas por costumbres, idioma, religión, cultura, el contraste entre igualitarios y no igualitarios se revela en el mayor o menor relieve otorgado a estas diferencias para justificar una mayor o menor igualdad de tratamiento. También en este caso, como en muchos otros, la mayor o menor discriminación se funda en el mayor o menor relieve otorgado por parte de los unos y de los otros a rasgos característicos de lo diferente, que para unos no justifican, y para otros justifican la diferencia de tratamiento. Sería superfluo añadir que este contraste en una situación específica tiene sus raíces en la contrastante tendencia, ilustrada anteriormente, a tomar más lo que une a los hombres que lo que divide a los hombres entre ellos. Igualitario es quien tiende a atenuar las diferencias; no igualitario, quien tiende a reforzarlas.

Una formulación ejemplar del principio de la relevancia es el artículo tercero de la Constitución Italiana. Este artículo es una suerte de síntesis de los resultados a los que han llegado luchas seculares inspiradas en el ideal de la igualdad, resultados conseguidos eliminando paulatinamente las discriminaciones fundadas en las diferencias que se consideraban relevantes y que poco a poco se caen por múltiples motivos históricos: resultados de los que se hacen reivindicadores, intérpretes y promotores, doctrinas y movimientos igualitarios9.

Si además se considera que hoy, ante estos resultados adquiridos y recibidos constitucionalmente, no hay lugar para distinguir la derecha de la izquierda, no quiere decir en absoluto que derecha e izquierda hayan contribuido de igual manera, ni que una vez que se ha convertido en ilegítima una discriminación, derecha e izquierda la consientan con la misma fuerza de convicción.

Una de las conquistas más clamorosas, aunque hoy empieza a ser discutida, de los movimientos socialistas que han sido identificados al menos hasta ahora con la izquierda, desde hace un siglo, es el reconocimiento de los derechos sociales al lado de los de libertad. Se trata de nuevos derechos que han hecho su aparición en las constituciones a partir de la primera posguerra y han sido consagrados también por la Declaración universal de los derechos del hombre y por otras sucesivas cartas internacionales. La razón de ser de los derechos sociales como el derecho a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a la salud, es una razón igualitaria. Las tres tienden a hacer menos grande la desigualdad entre quien tiene y quien no tiene, o a poner un número de individuos siempre mayor en condiciones de ser menos desiguales respecto a individuos más afortunados por nacimiento y condición social.

Repito una vez más que no estoy diciendo que una mayor igualdad es un bien y que haya que preferir siempre, en cualquier caso, una mayor desigualdad con respecto a otros valores como la libertad, el bienestar, la paz. A través de estas referencias a situaciones históricas quiero simplemente recalcar mi tesis de que el elemento que mejor caracteriza las doctrinas y los movimientos que se han llamado «izquierda», y como tales además han sido reconocidos, es el igualitarismo, cuando esto sea entendido, lo repito, no como la utopía cíe una sociedad donde todos son iguales en todo sino como tendencia, por una parte, a exaltar más lo que convierte á los hombres en iguales respecto a lo que los convierte en desiguales, por otra, en la práctica, a favorecer las políticas que tienden a convertir en más iguales a los desiguales.

Capítulo VII - LIBERTAD Y AUTORIDAD

1. La igualdad como ideal sumo, o incluso último, de una comunidad ordenada, justa y feliz, y por lo tanto, por una parte, como aspiración perenne de los hombres que conviven, y, por otra, como tema constante de las teorías e ideologías políticas, se acopla habitualmente con el ideal de la libertad, considerado éste también como supremo o último.

Los dos términos tienen un significado emotivo muy fuerte, también cuando se utilizan, como ocurre sobre todo, con un significado descriptivo impreciso como en el famoso trinomio «liberté, egalité, fraternité» (donde además el más indeterminado es el tercero). Se ha dicho que el popular postulado «todos los hombres deben ser iguales» tiene un significado puramente sugestivo, tanto que cualquier problema concerniente a la igualdad no se puede plantear correctamente si no se contesta a las tres preguntas: « ¿Entre quién? ¿En qué? ¿Con qué criterio?»; de la misma manera tiene un significado puramente emotivo el postulado «Todos los hombres tienen que ser libres», si no se contesta a la pregunta: « ¿Todos, absolutamente todos?», y si no se ofrece una justificación a las excepciones, como los niños, los locos, o quizás los esclavos por naturaleza según Aristóteles. En segundo lugar, si no se precisa qué es lo que se entiende por «libertad», puesto que la libertad de querer es otra cosa, a la cual se refiere la disputa sobre el libre arbitrio, otra cosa es la libertad de actuar en la que está particularmente interesada la filosofía política, que distingue distintos sentidos como la libertad negativa, la libertad de actuar propiamente dicha y la libertad como autonomía u obediencia a las leyes que cada uno se prescribe a sí mismo.

2. Además, sólo la respuesta a todas estas preguntas permite entender por qué hay situaciones donde la libertad (pero, ¿qué libertad?) y la igualdad (pero, ¿qué igualdad?) son compatibles y complementarias en la creación de la buena sociedad, y otras donde son incompatibles y se excluyen mutuamente, y otras aún donde es posible y recomendable una equilibrada atemperación de la una y de la otra. La historia reciente nos ha ofrecido el dramático testimonio de un sistema social donde la persecución de la igualdad no sólo formal sino bajo muchos aspectos también sustancial, se ha conseguido (además sólo en parte y de una manera muy inferior a las promesas) en detrimento de la libertad en todos sus significados (a excepción, quizás, sólo de la libertad de la necesidad). Al mismo tiempo seguimos teniendo siempre presente bajo nuestros ojos la sociedad en que vivimos, donde se saltan todas las libertades y con especial relieve la libertad económica, sin que nos preocupen, o preocupándonos sólo marginalmente, las desigualdades que derivan en este mismo mundo y, aún más visiblemente, en los mundos más lejanos.

Sin embargo no hay necesidad de recurrir a este gran contraste histórico que ha dividido a los seguidores de las dos ideologías dominantes desde hace mas de un siglo, liberalismo y socialismo, para darse cuenta de que ninguno de los dos ideales se puede llevar a cabo hasta sus extremas consecuencias sin que la puesta en práctica de uno limite la del otro. El ejemplo más evidente es el contraste entre el ideal de la libertad y el del orden. No nos podemos permitir negar que el orden sea un bien común en toda sociedad tanto que el término contrario «desorden» tiene una connotación negativa, como «opresión», contrario a «libertad», y «desigualdad», contrario a «igualdad». Sin embargo la experiencia histórica y la cotidiana nos enseñan que son dos bienes en contraste entre ellos, así que una buena convivencia no se puede fundar sino sobre un compromiso entre el uno y el otro, para evitar el límite extremo del estado totalitario o de la anarquía.

No es necesario, repito, remontarnos al gran contraste histórico actual entre comunismo y capitalismo, porque son infinitos los ejemplos que se pueden aportar en pequeños casos o mínimos de disposiciones igualitarias que limitan la libertad y, viceversa, de disposiciones libertarias que aumentan la desigualdad.

Una norma igualitaria, que impusiera a todos los ciudadanos servirse únicamente de los medios de transporte público para aligerar el tráfico, perjudicaría la libertad de elegir el medio de transporte preferido. La escuela primaria, como se ha instituido en Italia para todos los chicos después de la básica para conseguir la igualdad de oportunidades, ha limitado la libertad que existía antes, por lo menos para algunos, de elegir entre distintos tipos de escuela. Aún más limitativa que la libertad de elección sería una mayor puesta en práctica de la demanda igualitaria, a la cual una izquierda coherente no tendría que renunciar, de que todos los chicos, provengan de cualquier familia, sean encauzados en los primeros años a ejercer un trabajo manual además del intelectual. Un régimen igualitario que impusiese vestir de la misma manera, impediría a cada uno elegir la indumentaria preferida. En general, cada extensión de la esfera pública por razones igualitarias, pudiendo ser sólo impuesta, restringe la libertad de elección en la esfera privada, que es intrínsecamente no igualitaria, porque la libertad privada de los ricos es inmensamente más amplia que la de los pobres. La pérdida de libertad golpea naturalmente más al rico que al pobre, al cual la libertad de elegir el medio de transporte, el tipo de escuela, la manera de vestirse, se le niega habitualmente, no por una pública imposición, sino por la situación económica interna de la esfera privada.

Es verdad que la igualdad tiene como efecto el delimitar la libertad tanto al rico como al pobre, pero con esta diferencia: el rico pierde la libertad de la que gozaba efectivamente, el pobre pierde una libertad potencial. Los ejemplos se podrían multiplicar. Cada uno puede constatar en su casa que la mayor igualdad, que más por el cambio de las costumbres que por efecto de normas constrictivas se va poniendo en práctica entre cónyuges, respecto al cuidado de los hijos, ha hecho asumir obligaciones, aunque todavía sólo morales, al marido que restringen su libertad anterior, por lo menos en el seno de la familia.
El mismo principio fundamental de aquella forma de igualitarismo mínimo que es propio de la doctrina liberal, según la cual todos los hombres tienen derecho a igual libertad, salvo excepciones que deben ser justificadas, implica que cada uno limite la propia libertad para hacerla compatible con la de todos los demás, de forma que no impida también a los demás gozar de su misma libertad. El estado de libertad salvaje, que se podría definir como el que una persona es tanto más libre cuanto mayor es su poder, el estado de naturaleza descrito por Hobbes y racionalizado por Spinoza, es un estado de guerra permanente entre todos por la supervivencia, del cual se puede salir sólo suprimiendo la libertad natural, o, como propone la doctrina liberal, reglamentándola.

3. Queda además por precisar el sentido de la expresión «igual libertad», que se utiliza como si fuera clara mientras es genérica y ambigua. Genérica, porque, como se ha observado muchas veces, no existe la libertad en general si no existen diversas libertades, de opinión, de prensa, de iniciativa económica, de reunión, de asociación, y es preciso especificar cada vez a cuál de ellas nos queremos referir; ambigua, porque tener una libertad igual a la de todos los demás quiere decir no sólo tener todas las libertades que los demás tienen, sino también tener igual posibilidad de gozar de cada una de estas libertades. Otra cosa es, en efecto, gozar en abstracto de todas las libertades de las que gozan los demás, otra gozar de cada libertad de igual manera que todos los demás. Hay que tomar en consideración esta diferencia, porque la doctrina liberal mantiene la primera en sus principios básicos, pero la práctica liberal no puede asegurar la segunda, sino interviniendo con disposiciones igualitarias limitativas y por lo tanto corrigiendo el principio general. Con esto no quiero decir que siempre una disposición igualitaria sea limitativa de la libertad. La extensión del sufragio masculino a las mujeres no ha limitado la libertad de voto a los hombres. Puede haber limitado su poder por el hecho de que el apoyo a un determinado gobierno ya no depende sólo de ellos, pero el derecho de votar no ha sido restringido. Así el reconocimiento de los derechos personales también inmigrantes no limita los derechos personales de los ciudadanos. Para conseguir la forma de igualdad en los casos expuestos anteriormente es necesaria una norma que imponga una obligación, y, como tal, restrinja la libertad. En los otros casos es suficiente una norma atributiva de los derechos a quien no los posea.

Finalmente es preciso hacer una observación elemental, que habitualmente no se hace: los dos conceptos de libertad y de igualdad no son simétricos. Mientras la libertad es un estatus de la persona, la igualdad indica una relación entre dos o más entidades. Prueba de esto es que «X es libre» es una proposición con sentido, mientras que «X es igual» no significa nada. Mientras el célebre dicho orwelliano: «Todos son iguales, pero algunos son más iguales que otros», tiene un efecto irresistiblemente cómico, en cambio no suscita ninguna hilaridad, más bien es perfectamente comprensible, la afirmación de que todos son libres, pero algunos son más libres que otros. De manera que tiene sentido afirmar con Hegel que hay un tipo de régimen, el despotismo, donde uno solo es libre y todos los demás son criados, mientras no tendría sentido decir que existe una sociedad donde sólo uno es igual. Lo que puede explicar, entre otras cosas, por qué la libertad se puede considerar un bien individual, diversamente de la igualdad, que es siempre sólo un bien social, y también por qué la igualdad en la libertad no excluye que sean deseables otras formas de igualdad como la de la oportunidad y de la renta, que, requiriendo otras formas de igualamiento, pueden entrar en conflicto con la igualdad en la libertad.

4. Estas consideraciones generales sobre los dos valores sumos de la igualdad y de la libertad, y de su relación, son un paso ulterior que considero necesario para precisar la propuesta de definir izquierda y derecha basándose en el criterio de la igualdad y de la desigualdad. Al lado de la díada, sobre la cual hasta ahora me he detenido, igualdad-desigualdad, de la cual nacen doctrinas y movimientos igualitarios y no igualitarios, es necesario colocar una díada no menos importante históricamente: libertad-autoridad. De ésta derivan doctrinas y movimientos libertarios y autoritarios. Por lo que concierne a la definición de izquierda y derecha, la distinción entre las dos díadas tiene particular relieve, porque una de las maneras más comunes para caracterizar la derecha con respecto a la izquierda es la de contraponer a la izquierda igualitaria la derecha libertaria. No tengo ninguna dificultad en admitir la existencia de doctrinas y movimientos más igualitarios y de doctrinas y movimientos más libertarios, pero tendría alguna dificultad en admitir que esta distinción sirva para distinguir la derecha de la izquierda. Han existido y existen todavía doctrinas y movimientos libertarios tanto a la derecha como a la izquierda. El mayor o menor valor atribuido al ideal de la libertad, que encuentra su puesta en práctica, como se ha dicho, en los principios y en las reglas que están en la base de los gobiernos democráticos, de aquellos gobiernos que reconocen y protegen los derechos personales, civiles, políticos, permite, en el ámbito de la izquierda y de la derecha, la distinción entre el ala moderada y el ala extremista, ya ilustrada en el segundo capítulo. Tanto los movimientos revolucionarios como los contrarrevolucionarios, aunque no teniendo en común el proyecto global de transformación radical de la sociedad, tienen en común la convicción de que en última instancia, precisamente por la radicalidad del proyecto de transformación, esto no puede ser realizado si no es a través de la instauración de regímenes autoritarios10.

Si se me concede que el criterio para distinguir la derecha de la izquierda es la diferente apreciación con respecto a la idea de la igualdad, y que el criterio para distinguir el ala moderada de la extremista, tanto en la derecha como en la izquierda, es la distinta actitud con respecto a la libertad, se puede distribuir esquemáticamente el espectro donde se ubiquen doctrinas y movimientos políticos, en estas cuatro partes:

a) en la extrema izquierda están los movimientos a la vez igualitarios y autoritarios, de los cuales el ejemplo histórico más importante, tanto que se ha convertido en una categoría abstracta susceptible de ser aplicada, y efectivamente aplicada, a periodos y situaciones históricas distintas, es el jacobinismo;

b) en el centro-izquierda, doctrinas y movimientos a la vez igualitarios y libertarios, a los que hoy podríamos aplicar la expresión «socialismo liberal», incluyendo en ella a todos los partidos socialdemócratas, incluso en sus diferentes praxis políticas;

c) en el centro-derecha, doctrinas y movimientos a la vez libertarios y no igualitarios, dentro de los cuales se incluyen los partidos conservadores que se distinguen de las derechas reaccionarias por su fidelidad al método democrático, pero que, con respecto al ideal de la igualdad, se afirman y se detienen en la igualdad frente a la ley, que implica únicamente el deber por parte del juez de aplicar las leyes de una manera imparcial y en la igual libertad que caracteriza lo que he llamado igualitarismo mínimo;

d) en la extrema derecha, doctrinas y movimientos antiliberales y antiigualitarios, sobre los que creo que es superfluo señalar ejemplos históricos bien conocidos como el fascismo y el nazismo.

Obviamente se entiende que la realidad es más variada que lo que refleja este esquema, construido sólo mediante dos criterios, pero se trata de dos criterios, en mi opinión, fundamentales, que, combinados, sirven para designar un mapa que salva la discutida distinción entre derecha e izquierda, y al mismo tiempo responde a la demasiado difícil objeción de que se consideren de derecha o de izquierda doctrinas y movimientos no homogéneos como, a la izquierda, comunismo y socialismo democrático, a la derecha, fascismo y conservadurismo; también explica el por qué, aun no siendo homogéneos, pueden ser aliados potenciales en excepcionales situaciones de crisis11.

NOTAS

1. Retomando el argumento en su último libro, Parole della politica, Dino Cofrancesco, después de haber hecho referencia explícitamente a mi tesis («se atribuye a Bobbio el mérito de haber intentado llevar de nuevo la secular contraposición a un juicio de hecho, según el cual "los hombres son entre ellos tan iguales como desiguales"»), propone un nuevo criterio de distinción, afirmando que el hecho del cual hay que partir es el poder, que puede ser considerado bien como principio de cohesión, bien como fuente de discriminación. La derecha lo entiende de la primera manera, la izquierda de la segunda: «Los de izquierdas están obsesionados por el abuso del poder; los de derechas por su ausencia; los primeros temen a la oligarquía, origen de toda vejación, los otros a la anarquía, fin de toda convivencia civil» (Pág. 17). El análisis de este criterio puede, además, enriquecerse, según el autor, distinguiendo las tres formas clásicas de poder, político, económico, cultural o simbólico. Después de haber ilustrado las ventajas del nuevo criterio, considera probable que el gran conflicto del futuro será entre individualismo y pluralismo (página 18). Retoma la misma tesis más adelante (Págs. 61-63). Del mismo autor véase también «Destra e sinistra. Due nemici invecchiati ma ancora in vita», en Quindicinale culturale di conquiste del lavoro, 17-18 de abril de 1993.

2. Hago constar que entre los autores que se han ocupado de la díada, Revelli es quien mejor que cualquier otro, a mi modo de ver, ha explorado la vasta literatura sobre el tema y ha examinado los argumentos en pro y en contra. Y es también el estudioso de cuyas reflexiones e investigaciones he sacado los mayores estímulos, a través de la mutua colaboración en los seminarios que se han desarrollado, en los últimos años, en el Centro de estudios Piero Gobetti. Los escritos de Revelli sobre el tema son dos, ambos inéditos: el primero, Destra e siniestra: l identitá introvabile manuscrito de 65 páginas, completo, aunque más corto que el segundo; el segundo, con el mismo título, Destra e sinistra. L 'identitá introvabile, edición provisional, Turín, 1990, de 141 páginas, incompleto, mucho más amplio que el anterior en su parte histórica y crítica, pero carente de la parte reconstructiva. Mi exposición de las tesis de Revelli se basa esencialmente en el primer texto, con algunas referencias en las dos notas sucesivas al segundo texto. Espero que los dos escritos vean la luz lo antes posible.

3. En el segundo de los textos de Revelli (cfr. la nota anterior) los motivos de la disolución de la díada se presentan así: las razones históricas, o sea la crisis más discutida de las ideologías; el fenómeno de derivación schmittiana de la despolitización y superación del pensamiento antinómico (Starobinski); el argumento opuesto, «catastrófico», de la politización integral o de la radicalización del conflicto; una razón espacial, según la cual se habría producido el paso de la dimensión axial-lineal a la dimensión esférica del espacio político (Cacciari), donde ya no es posible la distinción entre derecha e izquierda, al haberse convertido en relativas e intercambiables; una razón temporal, que consiste en la cada vez más acertada aceleración del tiempo Jünger y Koselleck); el argumento organicista, según el cual, dada la naturaleza orgánica de la sociedad, ésta no tolera fracturas explícitas ni contraposiciones estables. Finalmente, estos seis argumentos se reducen a dos polos temáticos: por una parte, la crisis de identidad de las familias políticas tradicionales, por otra parte, la idea organicística y totalizadora del orden social, dentro del cual ya no es posible ninguna distinción.

4. En el segundo de los dos textos de Revelli (cfr. la nota 2), incluso desde este punto de vista más definido, se enumeran v examinan los siguientes criterios: temporal, según el cual la distinción entre derecha e izquierda se remonta a la contradicción entre estabilidad y mutación; espacial, al que se refiere la distinción entre principio igualitario y principio jerárquico; el criterio decisionista, según el cual la auto-dirección y la autonomía se contraponen a la heteronimia; el criterio sociológico, que se refiere a la contraposición entre élites en el poder y clases subalternas; el criterio gnoseológico, en el que se inspiraría la contraposición entre Logos y Mythos.

5. Esta idea es ampliamente compartida, incluso por parte de personas que pertenecen a alineaciones opuestas. En un reciente Dialoghetto sulla «sinisteritas», de Massimo Cacciari, que se desarrolla entre Thyciades, el interlocutor, y Filopolis, que expresa las ideas del autor, a la pregunta del primero, sobre qué es lo que debería convencer a las clases acomodadas a aceptar políticas redistributivas, Filopolis da esta respuesta: «La existencia de condiciones de base de igualdad, y por tanto de políticas de defensa de las clases menos protegidas, más débiles, es suficiente para mí como elemento esencial de la calidad de vida». Luego precisa: «La igualdad es un elemento de la calidad de vida, como una cierta renta, como un cierto ambiente, como ciertos servicios (...1 Es la igualdad la que hace posible la diversidad, la que facilita a todos el propio valor como personas -no, desde luego, aquella abstracta idea totalitaria de igualdad que significa eliminación de los no iguales» (MicroMega, 1993, 4, pág. 15). En una entrevista concedida a L'Unitá, del 27 de abril de 1993, donde adelanta la Alianza de derecha, Domenico Fisichella, después de haber declarado que «tiene razón Bobbio, no podemos eliminar la distinción entre derecha e izquierda», aunque admitiendo que «históricamente motivos culturales han transmigrado de una a otra parte», a la pregunta de si existen elementos de distinción constantes entre derecha e izquierda, responde: «Es verdad. Existen constantes que definen una antropología de derecha. Mientras la izquierda está basada en la idea de igualdad, la derecha sobre la de no igualitarismo». En una intervención en L'Unitá del 26 de noviembre de 1992, Ernest Nolte, que desde luego no se puede mencionar entre los historiadores de izquierda, habla de la izquierda igualitaria como de «una izquierda eterna», que compite según los tiempos y las circunstancias históricas con la izquierda liberal. A esta izquierda eterna está abierto ahora el compromiso de luchar en contra de todas las divisiones raciales «a favor de una mezcla de todas las razas y de todos los pueblos». En una entrevista anterior y siempre en L'Unitá (del 11 de julio de 1992), el mismo Nolte declaró que la izquierda continúa expresando las instancias de la igualdad pero que debe reducirlas propias pretensiones, entre ellas la pretensión de integrar de hoy para mañana a millones de inmigrantes en Europa. Pero ¿cuándo ha apuntado la izquierda una pretensión de este tipo? Siguiendo en L'Unitá (28 de noviembre de 1993), en una entrevista con Giancarlo Bosetti, Sartori, respondiendo a Nolte, niega que la idea de igualdad pueda caracterizar a la izquierda porque desde los griegos hasta ahora caracteriza la democracia.

6. En Inequality Reexamined, Oxford University Press, 1991, que cito en la traducción italiana, publicada con el título La Diseguaglianza Un esame critico, Il Mulino, Bolonia, 1992, Amartya Sen, partiendo de la doble constatación de la diversidad de los hombres, que llama «pervasiva», de un lado, y de las múltiples formas con las cuales se puede contestar a la pregunta «¿igualdad en qué?» (equality of what?), por otro, afirma que no existen teorías completamente no igualitarias, porque todas proponen la igualdad en algo, para llevar una buena vida. El juicio y la medida de la igualdad dependen de la elección de la variable-renta, riqueza, felicidad, etcétera -que cada vez es elegida por cada teoría-. Llama a esta variable «focal». La igualdad respecto a una variable no coincide por supuesto con la igualdad respecto a otra. También incluso una teoría que se presenta como no igualitaria acaba siendo igualitaria, aunque respecto a un diferente punto de enfoque. La igualdad en un espacio de hecho puede coexistir con la desigualdad en otro (págs. 39-40). De estas observaciones se puede deducir como consecuencia que es tan irreal afirmar que todos los hombres tienen que ser iguales como que todos los hombres tienen que ser desiguales. Es realista sólo afirmar que una forma cualquiera de igualdad es deseable: «Es difícil imaginar una teoría ética que pueda tener un cierto grado de plausibilidad social si no se determina una consideración igual para todos en cualquier cosa» (Pág. 18).

7. Contra el utopismo igualitario pone en guardia, aunque rechazando cada forma de abdicación al realismo de los escépticos, Thomas Nagel, en el volumen Equality and partiality, Oxford University Press, Oxford 1991. La obra de Nagel, inspirada en «una sana insatisfacción hacia el mundo inicuo en que vivimos>, busca una solución al problema de la justicia en una equilibrada atemperación del punto de vista individual, no suprimible con el punto de vista impersonal. A propósito de la utopía, afirma que ésta sacrifica el primero al segundo v lo juzga peligroso, porque «ejerce una presión excesiva sobre las motivaciones individuales» (Pág. 34). Es necesario además observar que también en las teorías de los utópicos el principio «igualdad de todos en todo» tiene que ser siempre acogido con la más amplia cautela. También la igualdad propuesta por el discípulo de Babeuf, Filippo Buonarroti, en la Congiura degli eguali, uno de los textos donde el igualitarismo es más exaltado, la igualdad, la «santa igualdad», como se la llama, está prevista específicamente respecto al poder y a la riqueza, y por igualdad de poder se entiende la sumisión de todos a las leyes emanadas por todos (aquí la inspiración de Rousseau), y por igualdad de riqueza, que todos tengan bastante y nadie demasiado (principio también rousseauniano). Por lo que concierne a la respuesta a la pregunta «¿igualdad entre quién?», de «todos» se excluyen hasta las mujeres.

8. Es un viejo argumento de los igualitarios el relieve otorgado a lo que une a todos los hombres. Para rebatir las ideas de los oligarcas el sofista Antifonte afirma: «Por naturaleza somos totalmente iguales, sea griegos sea bárbaros. Es suficiente observar las necesidades naturales de todos los hombres (...] Nadie de nosotros puede ser definido ni bárbaro ni griego. De hecho todos respiramos el aire con la boca y la nariz». Citado por L. Canfora, «Studi sull' Athenaion Politeia pseudo-senofontea», en Memorie dellAccademia dell Scienze de Turín, s. V, IV (1980), en Classe di Scienze natural¡, storicha, e filosofiche, Pág. 44.

9. «Todos los ciudadanos tienen paridad social y son iguales ante la ley, sin distinción de sexo, de raza, de idioma, de religión, de opiniones políticas, de condiciones personales y sociales». Las categorías aquí enumeradas son las que nuestra constitución considera irrelevantes como criterio de división entre los seres humanos y representan bien las etapas que ha recorrido la historia de los hombres en el proceso de igualdad. No está dicho que éstas sean las únicas. En un' artículo de hace unos años adopté estos dos casos: discriminaciones ahora todavía no previstas y que podrán llegar a ser relevantes en un futuro próximo, y discriminaciones que siguen siendo relevantes. Por lo que concierne al primer caso, establecía la fantástica hipótesis de que un científico (todo es posible) considerase haber demostrado que, por ejemplo, los extravertidos fueran superiores por naturaleza a los introvertidos, y que un grupo político (también esto es posible) propugnase que los extravertidos estuviesen autorizados a tratar mal a los introvertidos. Esta sería una buena razón para disponer legislativamente que también las diferencias psíquicas fueran, como todas las hasta ahora enumeradas, irrelevantes para discriminar a un hombre o a una mujer de otro o de otra. Con respecto al segundo caso, la distinción entre niños y adultos es aún, con respecto al reconocimiento de algunos derechos, relevante (Lguaglianza e dignitá degli uomini, 1963, ahora en Il Terzo Assente, Sonda, Turín, 1989, Págs. 71-83).

10. En el texto de la primera edición escribía que el criterio de la libertad «sirve para distinguir el universo político no tanto respecto a los fines como respecto a los medios, o al método, por emplear lo que hay que emplear para alcanzar los fines». Me refería especialmente «a la aceptación o al rechazo del método democrático» (Pág. 80). E. Severino ha observado («La libertá é un fine. L'uguaglianza no», en Corriere delta Ser¢, 9 de junio de 1994) que «el medio es inevitablemente subordinado al fin. Si el fin es la igualdad, la libertad, como medio, está subordinada a la igualdad. Los medios, en general, se pueden lograr y sustituir. Y no es tan fácil demostrar que la libertad no es un medio que se puede lograr y sustituir». La observación es pertinente. La diferencia entre libertarios y autoritarios está en la distinta apreciación del método democrático, fundado a su vez en la distinta apreciación de la libertad como valor.

11. Entre los diferentes intentos de redefinir la izquierda me parece sensato y útil el de Peter Glotz, «Vorrei una sinistra col muso piú duro», en L'Unitá, 30 de noviembre de 1992. Refiriéndose a su libro Me Linke nach dem Sieg des Westens (Deutsche Verlag Anstalt, Stuttgart, 1992), escribe: «He definido la izquierda como la fuerza que persigue la limitación de la lógica de mercado o, más prudentemente, la búsqueda de una racionalidad, compatible con la economía de mercado; la sensibilización por la cuestión social, o sea el apoyo al estado social y a ciertas instituciones democráticas; la transposición del tiempo en nuevos derechos de libertad; la igualdad cíe hecho (te las mujeres; la huela (le la vida y de la naturaleza; la lucha contra el nacionalismo».

Elías Díaz («Derechas e izquierdas», en El Sol, Madrid, 26 de abril de 15191) considera como signos de identidad de la izquierda «tina mayor predisposición para políticas económicas redistributivas y de nivelación proporcional, basadas más en el trabajo que en el capital; un mayor aprecio en la organización social hacia lo público y común que sólo hacia lo privado e individual; prevalencia de los valores de cooperación y colaboración sobre los de confrontación y competición; más atención hacia los nuevos movimientos sociales y sus demandas pacifistas, ecologistas, feministas, etcétera; preocupación por la efectiva realización de los derechos humanos, muy en especial de los grupos marginados, la tercera edad, infancia, etcétera; insistencia en la prioridad para todos de necesidades básicas como las de una buena sanidad, escuela, vivienda, etcétera; mayor sensibilidad y amistad internacional hacia los pueblos de las áreas pobres, dependientes y deprimidas; autonomía de la libré voluntad y del debate nacional tanto para tomar decisiones políticas mayoritarias y democráticas como para construir éticas críticas y en transformación, no impuestas por argumentos de autoridad o por dogmas de organizaciones religiosas dotadas de un carácter carismático y / o tradicional».
Quería también volver a llamar la atención sobre el artículo de Giorgio Ruffolo «IL fischio di Algarotti e la sinistra congelata», en MicroMega, 1992, 1, Págs. 119-145. Observa precisamente que el partido de la izquierda, abandonado el mensaje mesiánico, ha caído en un pragmatismo político sin principios. La izquierda está congelada, pero no está muerta, siempre y cuando sepa todavía reconocer los motivos ideales, siempre actuales, de los que ha nacido.
Finalmente Claus Offe toma como punto de partida la caída del sistema soviético para denunciar un «acentuado desplazamiento del espectro político hacia la derecha-. Por mucho que el fin del socialismo, supuesto por muchos, pudiera derivar de una falta de ofertas y correspondientemente de demandas, concluye considerando que precisamente por la importancia de los desafíos ante los cuales se encuentra Europa «hará que también en el futuro los ánimos políticos se dividan en izquierdas y derechas» (del resumen de la intervención en el seminario «Marxismo e liberalismo alta soglia del Terzo Millennio», que tuvo lugar en el Goethe Institut de Turín en noviembre de 1992, publicado en L'Unitá del 19 de noviembre de 1992, con el título «Dopo 1'89 sinistra tra miseria e speranza»).

EL FUTURO DE LA DEMOCRACIA - Norberto Bobbio

UNA DEFINICIÓN MÍNIMA DE DEMOCRACIA

Hago la advertencia de que la única manera de entenderse cuando se habla de democracia, en cuanto contrapuesta a todas las formas de gobierno autocrático, es considerarla caracterizada por un conjunto de reglas (primarias o fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos. Todo grupo social tiene necesidad de tomar decisiones obligatorias para todos los miembros del grupo con el objeto de mirar por la propia sobrevivencia. Tanto en el interior como en el exterior. Pero incluso las decisiones grupales son tomadas por individuos (el grupo como tal no decide). Así pues, con el objeto de que una decisión tomada por individuos (uno, pocos, muchos, todos) pueda ser aceptada como una decisión colectiva es necesario que sea tomada con base en reglas (no importa si son escritas u consuetudinarias) que establecen quiénes son los individuos autorizados a tomar las decisiones obligatorias para todos los miembros del grupo y con qué procedimientos. Ahora bien, por lo que respecta a los sujetos llamados a tomar (o a colaborar en la toma de) decisiones colectivas, un régimen democrático se caracteriza por la atribución de este poder (que en cuanto autorizado por la ley fundamental se vuelve un derecho) a un número muy elevado de miembros del grupo. Me doy cuenta de que fue un "número muy elevado" es una expresión vaga. Pero por encima del hecho de que los discursos políticos se inscriben en el universo del "más o menos" o del "por lo demás", no se puede decir "todos", porque aun en el más perfecto de los regímenes democráticos no votan los individuos que no han alcanzado una cierta edad. Como gobierno de todos la omnicracia es un ideal límite. En principio, no se puede establecer el número de quienes tienen derecho al voto por el que se pueda comenzar a hablar de régimen democrático, es decir, prescindiendo de las circunstancias históricas y de un juicio comparativo: solamente se puede decir que en una sociedad, en la que quienes tienen derecho al voto son los ciudadanos varones mayores de edad, es más democrática que aquella en la que solamente votan los propietarios y, a su vez, es menos democrática que aquella en la que tienen derecho al voto también las mujeres. Cuando se dice que en el siglo pasado en algunos países se dio un proceso continuo de democratización se quiere decir que el número de quienes tienen derecho al voto aumentó progresivamente.

Por lo que respecta a la modalidad de la decisión la regla fundamental de la _democracia es la regla de la mayoría, o sea, la regla con base en la cual se consideran decisiones colectivas y, por canto, obligatorias pan todo el grupo, las decisiones aprobadas al menos por la mayoría de quienes, deben de tomar la decisión. Si es válida una decisión tomada por la mayoría, con mayor razón es válida una decisión tomada por unanimidad. Pero la unanimidad es posible solamente en un grupo restringido u homogéneo, y puede ser necesaria en dos casos extremos y contrapuestos: en unta decisión muy grave en la que cada uno de los participantes tiene derecho de veto o en una de poca importancia en la que se declara condescendiente quien no se opone expresamente (es el caso del consenso tácito). Obviamente la unanimidad es necesaria cuando los que deciden solamente son dos, lo que distingue netamente la decisión concordada de la decisión tomada por ley (que normalmente es aprobada por mayoría).

Por lo demás, también para una definición mínima de democracia, como es la que adopto, no basta ni la atribución del derecho de participar directa o indirectamente en la toma de decisiones colectivas para un número muy alto de ciudadanos ni la existencia de reglas procesales como la de mayoría (o en el caso extremo de unanimidad). Es necesaria una tercera condición: es indispensable que aquellos que están llamados a decidir o a elegir a quienes deberán decidir, se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una u otra. Con el objeto de que se realice esta condición es necesario que a quienes deciden les sean garantizados los llamados derechos de libertad de opinión, de expresión de la propia opinión, de reunión, de asociación, etc... los derechos con base en los cuales nació el Estado liberal y se construyó la doctrina del Estado de derecho en sentido fuerte, es decir, del Estado que no sólo ejerce el poder sub lege, sino que lo ejerce dentro de los límites derivados del reconocimiento constitucional de los llamados derechos "inviolables" del individuo. Cualquiera que sea el fundamento filosófico de estos derechos, ellos son el supuesto necesario del correcto funcionamiento de los mismos mecanismos fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen democrático. Las normas constitucionales que atribuyen estos derechos no son propiamente reglas del juego: son reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego.

De ahí que el Estado liberal no solamente es el supuesto histórico sino también jurídico del Estado democrático. El Estado liberal y el Estado democrático son interdependientes en dos formas: 1) en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales. En otras palabras: es improbable que un Estado no liberal pueda asegurar un correcto funcionamiento de la democracia, y por otra parte es poco probable que un Estado no democrático sea capaz de garantizar las libertades fundamentales. La prueba histórica de esta interdependencia está en el hecho de que el Estado liberal y el Estado democrático cuando caen, caen juntos.

LOS IDEALES Y LA "CRUDA REALIDAD”

Esta referencia a los principios me permite entrar en materia, de hacer, como dije, alguna observación sobre la situación actual de la democracia. Se trata de un tema que tradicionalmente se debate bajo el nombre de "transformaciones de la democracia". Si se reuniese todo lo que se ha escrito sobre las transformaciones de la democracia o sobre la democracia en transformación se podría llenar una biblioteca. Pero la palabra "transformación" es tan vaga que da lugar a las más diversas interpretaciones: desde la derecha (pienso por ejemplo en el libro de Pareto, Trasformazione della democrazia, 1920, verdadero arquetipo de una larga e ininterrumpida serie de lamentaciones sobre la crisis de la civilización), la democracia se ha transformado en un régimen semi anárquico que tendrá como consecuencia la "destrucción" del Estado; desde la izquierda (pienso por ejemplo en un libro como el de Jhannes Agnoll Die Transformationen der Democratie, 1967, típica expresión de la crítica extraparlamentaria), la democracia parlamentaria se está transformando cada vez más en un régimen autocrático. Me parece más útil para nuestro objetivo concentrar nuestra reflexión en la diferencia entre los ideales democráticos y la "democracia real" (uso esta expresión en el mismo sentido en el que se habla de "socialismo real"), que en la transformación. No hace muchos días un interlocutor me recordó las palabras conclusivas que Pasternak hace decir a Gordon, el amigo del doctor Zivago: "Muchas veces ha sucedido en la historia. Lo que fue concebido como noble y elevado se ha vuelto una cruda realidad, así Grecia se volvió Roma, la Ilustración rusa se convirtió en la Revolución rusa. De la misma manera agrego, el pensamiento liberal y democrático de Locke, Rousseau, Tocqueville, Bentham, John Stuart Mill, se volvió la acción de... (pongan ustedes el nombre que les parezca, no tendrán dificultad en encontrar más de uno). Precisamente es de esta "cruda realidad" y no de lo que fue concebido como "noble y elevado" que debemos hablar o, si ustedes quieren, del contraste entre lo que había sido prometido y lo que se realizó efectivamente.

Señalo seis de estas falsas promesas.

1. EL NACIMIENTO DE LA SOCIEDAD PLURALISTA

La democracia nació de una concepción individualista de la sociedad, es decir de aquella concepción para la que –contrariamente a la orgánica, dominante en la antigüedad y en la Edad Media, según la cual el todo es antes que las partes- la sociedad, toda forma de sociedad, especialmente la política, es un producto artificial de la voluntad de los individuos.

A la formación de la concepción individualista de la sociedad y del Estado y a la disolución de la orgánica contribuyeron tres acontecimientos que caracterizan la filosofía social de la edad moderna:

a) el contractualismo de los siglos XVII y XVIII que parte de la hipótesis de que antes que la sociedad civil existe el estado natural en el que son soberanos cada uno de los individuos libres e iguales, los cuales pactan entre ellos para dar vida a un poder común al que incumbe la función de garantizar sus vidas y sus libertades (así como sus propiedades);

b) el nacimiento de la economía política, es decir de un análisis de la sociedad y de las relaciones sociales cuyo sujeto sigue siendo el individuo, el homo oeconomicus (y no el politikón zoon de la tradición, que no es considerado por sí mismo sino sólo como miembro de una comunidad), que, según Adam Smith, “persiguiendo su propio interés, a menudo promueve el de la sociedad de forma más eficaz de lo que pretende realmente promoverlo” (es conocida, por lo demás, la reciente interpretación de Macpherson según la cual el Estado natural de Hobbes y de Locke es una prefiguración de la sociedad de mercado);
b) la filosofía utilitarista desde Bentham a Mill, según la que el único criterio para fundamentar una ética objetivista, y por tanto para distinguir el bien del mal sin recurrir a conceptos vagos como “naturaleza” y similares, es el de partir de la consideración de estados esencialmente individuales como el placer y el dolor y resolver el problema tradicional de bien común en la suma de los bienes individuales o, según la fórmula benthamiana, en la felicidad de la mayoría.

Partiendo de la hipótesis del individuo soberano que, al pactar con otros individuos en igual medida soberanos, crea la sociedad política, la doctrina democrática imaginó un Estado sin cuerpos intermedios, una sociedad política en la que entre el pueblo soberano compuesto por muchos individuos (un hombre, un voto) y sus representantes no existiesen las sociedades particulares desaprobadas por Rousseau y privadas de autoridad por la ley Le Chapelier (abolida en Francia en 1887). Lo que ha sucedido en los estados democráticos es lo opuesto totalmente: los grupos, grandes organizaciones, asociaciones de la más diversa naturaleza, sindicatos de las más heterogéneas profesiones y partidos de las más diferentes ideologías se han convertido cada vez más en sujetos políticamente relevantes, mientras que los individuos lo han hecho cada vez menos. Los grupos y no los individuos son los protagonistas de la vida política en una sociedad democrática, en la cual ya no hay un soberano –el pueblo o nación, compuesto por individuos que han adquirido el derecho a participar directa o indirectamente en el gobierno, el pueblo corno unidad ideal (o mística)-, sino el pueblo dividido, de hecho, en grupos contrapuestos y en competencia entre sí, con su autonomía relativa respecto al gobierno central (autonomía que los individuos han perdido o no han tenido nunca si no es en un modelo ideal de gobierno democrático que siempre ha sido desmentido por los hechos).

El modelo ideal de la sociedad democrática era una sociedad centrípeta. La realidad que tenemos a la vista es una sociedad centrífuga, que no tiene un solo centro de poder (la voluntad general de Rousseau), sino muchos, y que merece el nombre, en el que concuerdan los estudiosos de política, de sociedad policéntrica o poliárquica (con expresión más rotunda pero no del todo incorrecta, policrática). El modelo del Estado democrático fundamentado en la soberanía del príncipe era una sociedad monista. La sociedad real, bajo los gobiernos democráticos, es pluralista.

2. LA REIVINDICACIÓN DE LOS INTERESES

De esta primera transformación (primera en el sentido de que afecta a la distribución del poder) ha derivado la segunda, relativa a la representación. La democracia moderna, nacida como democracia representativa, en contraposición a la democracia de los antiguos, habría debido estar caracterizada por la representación política, es decir por una forma de representación en la que el representante, llamado a perseguir los intereses de la nación, no puede estar sujeto a un mandato vinculado. El principio sobre el que se fundamenta la representación política es la antítesis exacta de aquel sobre el que se fundamenta la representación de los intereses, en la que el representante, al tener que perseguir los intereses particulares del representado, está sujeto a un mandato vinculado (propio del contrato de derecho privado que prevé la revocación por exceso de mandato). El mandato libre había sido una prerrogativa del rey, el cual, al convocar a los Estados generales, pretendía que los delegados de los distintos estamentos no fuesen enviados a la asamblea con pouvoirs restrictifs. Expresión clara de la soberanía, el mandato libre fue transferido de la soberanía del rey a la soberanía de la asamblea elegida por el pueblo. Desde entonces la prohibición de mandato imperativo se ha convertido en una regla constante de todas las constituciones de democracia representativa, y la defensa a ultranza de la representación política ha encontrado siempre convencidos sustentadores en los partidarios de la democracia representativa contra los intentos de sustituirla o de integrarla en la representación de los intereses.

Nunca una norma constitucional ha sido más violada que la prohibición del mandato imperativo. Nunca un principio ha sido más desatendido que el de la representación política. Pero, ¿en una sociedad compuesta por grupos relativamente autónomos que luchan por su supremacía, por hacer valer sus propios intereses contra otros grupos, una tal norma, un tal principio, podían alguna vez ser llevados a la práctica? Aparte del hecho de que cada grupo tiende a identificar el interés nacional con el interés del propio grupo, ¿existe algún criterio general que pueda permitir distinguir el interés general del interés particular de éste o aquel grupo, o de la combinación de intereses particulares de grupos que se ponen de acuerdo entre ellos en detrimento de otros? Quien representa intereses particulares tiene siempre un mandato imperativo. ¿Y dónde podemos encontrar un representante que no represente intereses particulares? Seguro que no en los sindicatos, de los cuales por otra parte depende la estipulación de acuerdos, como son los acuerdos nacionales sobre organización y el costo del trabajo que tienen una enorme importancia política. ¿En el parlamento? Pero, ¿qué representa la disciplina de partido sino una abierta violación de la prohibición de mandato imperativo? Los que a veces se escapan de la disciplina de partido a través del voto secreto, ¿no son acaso señalados como “francotiradores”, es decir como réprobos dignos de ser entregados al rechazo público? Aparte de todo, la prohibición de mandato imperativo es una regla no sancionada. Es más, la única sanción temida por el diputado cuya reelección depende del apoyo del partido es la que se traduce de la trasgresión de la regla opuesta que le impone considerarse vinculado al mandato que ha recibido del propio
partido.

Una prueba más de la reivindicación, me atrevería a decir que definitiva, de la representación de los intereses sobre la representación política es el tipo de relación que ha ido instaurándose en la mayor parte de los Estados democráticos europeos entre los grandes grupos de intereses contrapuestos (representantes respectivamente de los industriales y de los obreros) y el parlamento, una relación que ha dado lugar a un nuevo tipo de sistema social que ha sido llamado, con o sin razón, neocorporativo. Este sistema está caracterizado por una relación triangular en la que el gobierno, idealmente representante de los intereses nacionales, interviene únicamente como mediador entre las partes sociales y todo lo más como garante (generalmente impotente) de la observancia del acuerdo. Los que elaboraron, hace cerca de diez años este modelo, que ocupa hoy el centro del debate sobre las “transformaciones” de la democracia, definieron la sociedad neocorporativa como una forma de solución de los conflictos sociales que se sirve de un procedimiento, el del acuerdo entre grandes organizaciones, que no tiene nada que ver con la representación política, y es, por el contrario, un exponente típico.

3. PERSISTENCIA DE LAS OLIGARQUÍAS

Considero como tercera promesa incumplida la derrota del poder oligárquico. No necesito insistir mucho sobre este punto porque es un tema muy tratado y poco controvertido, al menos desde que a finales de siglo Gaetano Mosca expuso la teoría de la clase política que fue llamada, por influencia de Pareto, teoría de las élites. El principio inspirador del pensamiento democrático siempre ha sido la libertad entendida como autonomía, es decir como capacidad de darse leyes a sí mismos, según la famosa definición de Rousseau, que debería tener como consecuencia la perfecta identificación entre quien establece y quien recibe una regla de conducta, y por tanto, la eliminación de la distinción tradicional, sobre la que se ha fundamentado todo el pensamiento político, entre gobernados y gobernantes. La democracia representativa, que es la única forma de democracia que existe y funciona, es ya por sí misma una renuncia al principio de libertad como autonomía. La hipótesis de que la futura computercracia, como ha sido llamada, permita el ejercicio de la democracia directa, es decir que dé a cada ciudadano la posibilidad de trasmitir su voto a un cerebro electrónico, es pueril. A juzgar por las leyes que aparecen cada año en Italia, el buen ciudadano debería ser llamado a expresar su voto al menos una vez al día. El exceso de participación, que produce el fenómeno que Dahrendorf ha denominado, desaprobándolo, del ciudadano total, puede tener como efecto la saciedad de la política y el aumento de la apatía electoral. El precio que debe pagarse por el compromiso de pocos es a menudo la indiferencia de muchos. Nada hay más peligroso para la democracia que el exceso de democracia.

Naturalmente la presencia de élites en el poder no borra la diferencia entre regímenes democráticos y regímenes autocráticos. Lo sabía incluso Mosca, que sin embargo era un conservador que se declaraba liberal pero no demócrata, el cual ideó una compleja tipología de las formas de gobierno con el fin de mostrar que, aun no faltando nunca las oligarquías en el poder, las diversas formas de gobierno se distinguen en base a su distinta formación y organización. Puesto que he partido de una definición de democracia fundamentalmente procedimental no se puede olvidar que uno de los defensores de esta interpretación, Joseph Schumpeter, dio en la diana cuando sostuvo que la característica de un gobierno democrático no es la ausencia de élites sino la presencia de varias élites que compiten entre sí por la conquista del voto popular. En el reciente libro de Macpherson, The Life and Times of Liberal Democracy, se distingue cuatro fases en el desarrollo de la democracia desde el siglo pasado hasta hoy: la fase actual, definida como “democracia de equilibrio”, corresponde a la definición de Schumpeter. Un elitista italiano, intérprete de Mosca y Pareto, distinguió de forma sintética y, a mi modo de ver, incisiva, las élites que se imponen de las que se proponen.

4. EL ESPACIO LIMITADO

Si la democracia no ha logrado acabar del todo con el poder oligárquico, menos todavía ha conseguido ocupar todos los espacios en los que se ejercita un poder que toma decisiones vinculantes para todo un grupo social. En este punto la distinción que entra en juego ya no es entre poder de pocos y de muchos, sino entre poder ascendente y poder descendente. Por otra parte, en este terreno se debería hablar más de inconsecuencia que de no actuación, ya que la democracia moderna nació como método de legitimación y de control de las decisiones políticas en sentido estricto, o del “gobierno” propiamente dicho, sea nacional o local, donde el individuo se toma en consideración en su rol general de ciudadano y no en la multiplicidad de sus roles específicos de fiel de una iglesia, trabajador, estudiante, soldado, consumidor, enfermo, etc. Tras la conquista del sufragio universal, si puede hablarse todavía de una extensión del proceso de democratización, éste se debería dar no tanto en el paso de la democracia política a la democracia social, no tanto en la respuesta a la pregunta: “¿quién vota?”, sino en la respuesta a este pregunta: “¿dónde se vota?” En otras palabras, cuando se quiere conocer si ha habido un desarrollo de la democracia en un país dado, habría que ver no si ha aumentado el número de los que tienen el derecho a participar en las decisiones que les afectan sino los espacios en los que pueden ejercitar este derecho. Mientras los dos grandes bloques de poder que existen en las sociedades avanzadas, la empresa y el aparato administrativo, no se vean afectados por el proceso de democratización -aparte de que esto sea, además de posible, también deseable-, éste no puede darse por acabado.
Creo, sin embargo, de un cierto interés observar que en algunos de estos espacios no políticos (en el sentido tradicional de la palabra), por ejemplo en la fábrica, se ha dado alguna vez la proclamación de algunos derechos de libertad en el ámbito del específico sistema de poder, a semejanza de lo que sucedió con las declaraciones de los derechos del ciudadano respecto al sistema del poder político: me refiero, por ejemplo, al estatuto de los trabajadores que se dictó en Italia en 1970, y a las iniciativas en curso para la proclamación de una carta de los derechos del enfermo. También respecto a las prerrogativas del ciudadano frente al Estado, la concesión de los derechos de libertad ha precedido a la de los derechos políticos. Como ya he dicho cuando he hablado de la relación entre Estado liberal y Estado democrático ha sido una consecuencia natural de la concesión de los derechos de libertad, porque la única garantía del respeto de los derechos de libertad está en el derecho a controlar el poder a que corresponde esta garantía.

5. EL PODER INVISIBLE

La eliminación del poder invisible es la quinta promesa no cumplida por la democracia real respecto a la ideal. A diferencia de la relación entre democracia y poder oligárquico, sobre la cual hay una muy rica literatura, el tema del poder invisible ha sido hasta ahora muy poco explorado (entre otras razones porque escapa a las técnicas de investigación empleadas normalmente por los sociólogos, como entrevistas, sondeos de opinión, etc.). Puede ser que yo esté particularmente influenciado por lo que sucede en Italia, donde la presencia del poder invisible (mafia, camorra, logias masónicas anómalas, servicios secretos incontrolados y protectores de los subversivos a los que deberían controlar), es, permítaseme el juego de palabras, visibilísima. Ocurre, sin embargo, que el tratamiento más amplio del tema hasta este momento lo he encontrado en un libro de un estudioso americano, Alan Wolfe, The Limits of Legitimacy, que dedica un capítulo muy documentado a lo que él llama el “doble Estado”, doble en el sentido de que junto a un Estado visible existiría un Estado invisible. Que la democracia naciese con la perspectiva de hacer desaparecer para siempre de las sociedades humanas el poder invisible para dar vida a un gobierno cuyas acciones habrían debido ser llevadas a cabo en público au grand jour (por usar la expresión de Maurice Joly), es bien sabido. Modelo de la democracia moderna fue la democracia de los antiguos, de forma particular la de la pequeña ciudad de Atenas, en los felices días en que el pueblo se reunía en el ágora y tomaba libremente, a la luz del sol, las decisiones propias después de haber escuchado a los oradores que ilustraban los diferentes puntos de vista. Platón para denigrarla (pero Platón era un antidemócrata) la llamó “teatrocracia” (palabra que se encuentra, no por casualidad, también en Nietzsche). Una de las razones de la superioridad de la democracia frente a los estados absolutos que habían revalorizado los arcana imperii y defendían con argumentos históricos y políticos la necesidad de que las grandes decisiones políticas fueran tomadas en los gabinetes secretos, lejos de las miradas indiscretas de la gente, fue la convicción de que el gobierno democrático podría finalmente dar vida a la transparencia del poder, al “poder sin máscara”.

En el Apéndice a la Paz Perpetua Kant enunció e ilustró el principio fundamental según el cual “todas las acciones relativas al derecho de otros hombres, cuyo enunciado no sea susceptible de publicidad, son injustas”, queriendo decir que una acción que estoy obligado a mantener en secreto es ciertamente una acción no sólo injusta sino de una naturaleza tal que, si fuese hecha pública, suscitaría tal reacción que haría imposible su realización: por poner el ejemplo aducido por el mismo Kant, ¿qué Estado podría declarar públicamente, en el mismo momento en qué se estipula una tratado internacional, que no lo observará?, ¿qué funcionario puede declarar abiertamente que usará el dinero público para intereses privados? De este planteamiento del problema resulta que la obligación de la publicidad de los actos de gobierno es importante no sólo, como se suele decir, para permitir al ciudadano conocer los actos de quien detenta el poder y por tanto controlarlos, sino también porque la publicidad es ya por sí misma una forma de control, es un expediente que permite distinguir lo que es lícito de lo que no lo es. No es casualidad que la política de los arcana imperii avanzase pareja con las teorías de la razón de Estado, es decir con las teorías según las cuales es lícito para el Estado lo que no es lícito para los ciudadanos particulares y por tanto el Estado se ve obligado, para no producir escándalo, a actuar en secreto. (Para dar una idea del poderío excepcional del tirano, Platón dice que sólo al tirano le es lícito hacer en público actos escandalosos que los comunes mortales imaginan realizar únicamente en sueños.) No hace falta decir que el control público del poder es mucho más necesario en una época, como la nuestra, en que los instrumentos técnicos de los que puede disponer quien detenta el poder para conocer todo lo que hacen los ciudadanos han aumentado enormemente, son prácticamente ilimitados. Si he manifestado alguna duda de que la computercracia pueda ayudar a la democracia gobernada, no tengo ninguna sobre el servicio que puede prestar a la democracia gobernante. El ideal del poderoso ha sido siempre ver cada gesto y oír cada palabra de sus subordinados (a ser posible sin ser visto ni oído): este ideal es hoy alcanzable. Ningún déspota de la antigüedad, ningún monarca absoluto de la edad moderna, aun rodeado por miles de espías, logró jamás conseguir sobre sus súbditos todas las informaciones que el más democrático de los gobiernos puede obtener con el uso de cerebros electrónicos. La vieja pregunta que recorre toda la historia del pensamiento político: “¿quién vigila a los vigilantes?”, hoy puede repetir con esta otra fórmula: “¿quién controla a los controladores?” Si no se consigue encontrar una respuesta adecuada a esta pregunta, la democracia, como advenimiento del gobierno visible, está pérdida. Más que de una promesa incumplida se trataría en este caso incluso de una tendencia contraria a las premisas: la tendencia no hacia el máximo control de súbditos por parte del poder.

6. EL CIUDADANO NO EDUCADO

La sexta promesa incumplida está relacionada con el aprendizaje de la ciudadanía. En los discursos apologéticos sobre la democracia, de dos siglos a esta parte, no falta nunca el argumento según el cual el único modo de hacer de un súbdito un ciudadano es atribuirle aquellos derechos que los autores de derecho público del siglo pasado llamaron activae civitatis, y el aprendizaje de la democracia se desarrolla con el ejercicio mismo de la práctica democrática. No antes: no antes según el modelo jacobino por el que primero se da la dictadura revolucionaria y después, sólo en un segundo período, el reino de la virtud. No, para el buen demócrata el reino de la virtud (que para Montesquieu constituía el principio de la democracia en contraposición al miedo, principio del despotismo) es la democracia misma que de la virtud, entendida como amor por la cosa pública, no puede prescindir sino que al mismo tiempo la promueve, la alimenta y la refuerza. Uno de los fragmentos más ejemplares a este respecto es el que se encuentra en el capítulo sobre la forma mejor de gobierno de las Consideraciones sobre la democracia representativa de John Stuart Mill, donde distingue entre ciudadanos activos y pasivos y precisa que en general los gobernantes prefieren a los segundos porque es mucho más fácil tener en un puño a los súbditos dóciles o indiferentes, pero que la democracia necesita de los primeros. Si tuviesen que prevalecer los ciudadanos pasivos, concluye, los gobernantes por su gusto harían de sus súbditos un rebaño de ovejas puestas únicamente a pacer la hierba una al lado de otra (y a no lamentarse, añado yo, aunque la hierba sea escasa). Esto le inducía a proponer la ampliación del sufragio a las clases populares en base al argumento de que uno de los remedios a la tiranía de la mayoría radica en hacer participar en las elecciones, además de a las clases acomodadas que constituyen siempre una minoría de la población y tienden naturalmente a procurar por sus propios intereses exclusivos, también a las clases populares. Decía: la participación electoral tiene un gran valor educativo; es a través de la discusión política como el obrero, cuyo trabajo es repetitivo en el angosto horizonte de la fábrica, consigue comprender la relación entre acontecimientos lejanos y su interés personal, establecer relaciones con ciudadanos diferentes de aquellos con los que tiene un trato cotidiano y convertirse en miembro consciente de una comunidad. El aprendizaje de la ciudadanía ha sido uno de los temas preferidos por la ciencia política americana de los años cincuenta, un tema tratado bajo la etiqueta de la “cultura política”, sobre el que se han vertido ríos de tinta que pronto se ha descolorido: entre las muchas distinciones, recuerdo aquella entre cultura de súbditos, es decir orientada hacia los outputs del sistema, hacia los beneficios que el elector espera sacar del sistema político, y cultura participante, esto es orientada hacia los inputs, que es propia de los electores que se consideran potencialmente comprometidos en la articulación de la demandas y en la formación de las decisiones.

Miremos a nuestro alrededor. En las democracias más consolidadas se asiste impotente al fenómeno de la apatía política, que afecta a menudo a cerca de la mitad de los que tienen derecho al voto. Desde el punto de vista de la cultura política son personas que no están orientadas ni hacia los outputs ni hacia los inputs. Simplemente no están interesadas por lo que sucede, como se dice en Italia, con feliz expresión, en el palazzo. Sé bien que pueden darse también interpretaciones benévolas de la apatía política. Pero incluso las interpretaciones más benévolas no pueden hacerme olvidar que los grandes escritores democráticos tendrían dificultades para reconocer en la renuncia a usar el propio derecho un fruto benéfico del aprendizaje de la ciudadanía. En los regímenes democráticos, como el italiano, en los que el porcentaje de votantes es todavía muy alto (pero va disminuyendo en cada elección), hay buenas razones para pensar que iría descendiendo el voto de opinión y aumentando el de intercambio, el voto, por usar la terminología aséptica de los political scientists, orientado hacia los outputs o, por usar una terminología más cruda pero quizás menos mistificadora, clientelista, fundamentado, aunque a menudo ilusoriamente, en el do ut des (apoyo político a cambio de favores personales).

También para el voto de intercambio pueden darse interpretaciones benévolas. Pero no puedo dejar de pensar en Tocqueville, que en un discurso en la Cámara de los Diputados (el 27 de enero de 1848), lamentando la degeneración de las costumbres públicas, por lo que “las opiniones, los sentimientos y las ideas comunes con sustituidas cada vez más por intereses particulares”, se preguntaba, mirando a sus colegas, “si no ha aumentado el número de los que votan por intereses personales y no ha disminuido el voto de quien vota sobre la base de una opinión política”, y calificaba esta tendencia como expresión de “moral baja y vulgar”, siguiendo la cual “quien disfruta de los derechos políticos procura... hacer de ellos un uso personal en interés propio”.

EL GOBIERNO DE LOS TÉCNICOS

Falsa promesas. Pero acaso eran promesas que se podían cumplir. Yo diría que no. Incluso dejando a un lado la diferencia natural, que indique al inicio, entre lo que fue concebido como "noble y elevado" y la "cruda realidad", el proyecto democrático fue pensado para una sociedad mucho menos compleja que la que hoy tenemos. Las promesas no fueron cumplidas debido a los obstáculos que no fueron previstos o que sobrevinieron luego de las "transformaciones" (en este caso creo que el término "transformaciones" sea correcto) de la sociedad civil. Indico tres.

Primero: conforme las sociedades pasaron de una economía familiar a una economía de mercado, y de una economía de mercado a una economía protegida, regulada, planificada, aumentaron los problemas políticos gire requirieron capacidad técnica. Los problemas técnicos necesitan de expertos, de un conjunto cada vez más grande de personal especializado. De esto ya se había dado cuenta hace más de un siglo Saint-Simon quien era favorable al gobierno de los científicos y no de los juristas. Con el progreso de los instrumentos de cálculo que Saint-Simon no pudo ni remotamente imaginar, y que sólo los expertos son capaces de usar, la exigencia del llamado gobierno de los técnicos ha aumentado considerablemente.

La tecnocracia y la democracia son antitéticas: si el protagonista de la sociedad industrial es el experto, entonces quien lleva el papel principal en dicha sociedad no puede ser el ciudadano común y corriente. La democracia se basa en la hipótesis de que todos pueden tomar decisiones sobre todo; por el contrario, la tecnocracia pretende que los que tomen las decisiones sean los pocos que entienden de tales asuntos. En los tiempos de los Estados absolutos, como dije, el vulgo debía ser alejado de los arcana imperii porque se le consideraba demasiado ignorante; ciertamente hoy el vulgo es menos ignorante pero los problemas que hay que resolver, como la lucha contra la inflación, el pleno empleo, la justa distribución de la riqueza, ¿no se han vuelto cada vez más complejos?, ¿no son estos problemas tan complicados que requieren conocimientos científicos y técnicos que el hombre medio de hoy no puede tener acceso a ellos (aunque esté más instruido)?

EL AUMENTO DEL APARATO

El segundo obstáculo imprevisto y que sobrevino es el crecimiento continuo del aparato burocrático, de un aparato de poder ordenado jerárquicamente, del vértice a la base, y en consecuencia diametralmente opuesto al sistema de poder democrático. Si consideramos el sistema político como una pirámide bajo el supuesto de que en una sociedad existan diversos grados de poder, en la sociedad democrática el poder fluye de la base al vértice; en una sociedad burocrática, por el contrario. se mueve del vértice a la base.

Históricamente, el Estado democrático y el Estado burocrático están mucho más vinculados de lo que su contraposición pueda hacer pensar. Todos los Estados que se han vuelto más democráticos se han vuelto a su vez más burocráticos, porque el proceso de burocratización ha sido en gran parte una consecuencia del proceso de democratización. La prueba está en que hoy el desmantelamiento del Estado benefactor que ha necesitado de un aparato burocrático que nunca antes se había conocido, esconde el propósito, no digo de desmantelar sino de reducir, bajo límites bien precisos, el poder democrático. Es conocido el porqué jamás la democratización y la burocratización pudieron caminar juntas; asuntos que por lo demás ya había visto Max Weber. Cuando los que tenían el derecho de votar eran solamente los propietarios, era natural que pidiesen al poder público que ejerciera una sola función fundamental, la protección de la propiedad. De aquí nació la doctrina del Estado limitado, del Estado policía. o, como hoy se dice, del Estado mínimo, y la configuración del Estado como asociación de los propietarios para la defensa de aquel supremo Derecho natural que era precisamente para Locke el Derecho de propiedad. Desde el momento en que el voto fue ampliado a los analfabetos era inevitable que éstos pidiesen al Estado la creación de escuelas gratuitas, y, por tanto, asumir un gasto que era desconocido para el Estado de las oligarquías tradicionales y de la primera oligarquía burguesa. Cuando el derecho de votar también fue ampliado a los no propietarios, a los desposeídos, a aquellos que no tenían otra propiedad más que su fuerza de trabajo, ello trajo como consecuencia que éstos pidiesen al Estado la protección contra la desocupación y, progresivamente, seguridad social contra las enfermedades, contra la vejez, previsión en favor de la maternidad, vivienda barata, etc. De esta manera ha sucedido que el Estado benefactor, el Estado social, ha sido, guste o no guste, la respuesta a una demanda proveniente de abajo, a una petición, en el sentido pleno de la palabra, democrática.

EL ESCASO RENDIMIENTO

El tercer obstáculo está íntimamente relacionado con el tema del rendimiento del sistema democrático en su conjunto: un problema que en estos últimos años ha dado vida al debate sobre la llamada "ingobernabilidad" de la democracia. ¿De qué se trata? En síntesis, primero el Estado liberal y después su ampliación, el Estado democrático, han contribuido a emancipar la sociedad civil del sistema político. Este proceso de emancipación ha hecho que la sociedad civil se haya vuelto cada vez más una fuente inagotable de demandas al gobierno, el cual para cumplir correctamente sus funciones debe responder adecuadamente pero, ¿cómo puede el gobierno responder si las peticiones que provienen de una sociedad libre y emancipada cada vez son más numerosas, cada vez más inalcanzables, cada vez más costosas? He dicho que la condición necesaria de todo gobierno democrático es la protección de las libertades civiles: la libertad de prensa, la libertad de reunión y de asociación, son vías por medio de las cuales el ciudadano puede dirigirse a sus gobernantes para pedir ventajas, beneficios, facilidades, una más equitativa distribución de la riqueza, etcétera. La cantidad y la rapidez de estas demandas son tales que ningún sistema político, por muy eficiente que sea, es capaz de adecuarse a ellas. De aquí deriva el llamado "sobrecargo" y la necesidad en la que se encuentra el sistema político de tomar decisiones drásticas; pero una alternativa excluye a la otra. El tomar una alternativa no satisface sino crea descontento.

Además, la rapidez con la que se presentan las demandas al gobierno por parte de los ciudadanos, está en contraste con la lentitud de los complejos procedimientos del sistema político democrático, por medio de los cuales la clase política debe tomar las decisiones adecuadas. De esta manera se crea una verdadera y propia ruptura entre el mecanismo de recepción y el de emisión, el primero con un ritmo cada vez más acelerado, el segundo con uno cada vez más lento. Precisamente, al contrario de lo que sucede en un sistema autocrático que es capaz de controlar la demanda habiendo sofocado la autonomía de la sociedad civil, y es mucho más rápido en la respuesta en cuanto no tiene que respetar los complejos procedimientos decisionales como los del sistema parlamentario. En conclusión, en la democracia la demanda es fácil y la respuesta difícil; por el contrario, la autocracia tiene la capacidad de dificultar la demanda y dispone de una gran facilidad para dar respuestas.

SIN EMBARGO

Después de lo dicho hasta aquí, cualquiera podría esperarse una visión catastrófica del porvenir de la democracia. Nada de esto. Con respecto a los años comprendidos entre la primera y la segunda Guerra Mundial, que Elle Halévy llamó la "era de los tiranos" en su famoso libro que lleva tal nombre, en estos últimos cuarenta años el espacio de los regímenes democráticos ha aumentado progresivamente. Ejemplo de lo antes expuesto lo podemos encontrar en el libro de Juan Linz titulado “La caduca de¡ regimi democratici”, que toma los datos informativos principalmente de los años posteriores a la primera Guerra Mundial, y el de Julián Santamaría, Transizione alla democrazia nell'Europa del sud e nell'America Latina, que los toma de los años posteriores a la segunda. Al terminar la segunda Guerra Mundial bastaron pocos años a Italia -diez a Alemania- para derribar el Estado parlamentario; después que la democracia fue restaurada, pasada la segunda guerra, no ha vuelto a ser derrotada, al contrario, en algunos países fueron derrocados los gobiernos autoritarios. Incluso en un país con democracia no gobernante o mal gobernante, como Italia, la democracia no corre serios peligros, aunque digo esto con un cierto temor.

Se comprende que hablo de los peligros internos, de los peligros que pueden venir del extremismo de derecha o del de izquierda. En la Europa oriental, donde los regímenes democráticos fueron sofocados al nacer y todavía no logran nacer, la causa fue y continúa siendo externa. En mi análisis me he ocupado de las dificultades internas de la democracia, no de las externas que dependen de la colaboración de los diversos países en e sistema internacional. Ahora bien, mi conclusión es que las falsas promesas y los obstáculos imprevistos de los que me he ocupado no ha sido capaces de "transformar" un régimen democrático en un régimen autocrático. La diferencia sustancial entre unos y otros permanece. El contenido mínimo del Estado democrático no ha decaído: garantía de los principales derechos de libertad, existencia de varios partidos en competencia, elecciones periódicas y sufragio universal, decisiones colectivas o concertadas (en las democracias coasociativas o en el sistema neocorporativo) o tomadas con base en el principio de mayoría, de cualquier manera siempre después del debate libre entre las partes o entre los aliados de una coalición de gobierno. Existen democracias más sólidas o menos sólidas, más vulnerables o menos vulnerables; hay diversos grados de aproximación al modelo ideal, pero aun la más alejada del modelo no puede ser de ninguna manera confundida con un Estado autocrático y mucho menos con uno totalitario.

No hablé de los peligros externos, porque el tema que se me asignó se refería al porvenir de la democracia. no al de la humanidad, sobre el que debo confesar que no estoy dispuesto a hacer ninguna apuesta. Parodiando el título de nuestro congreso: - “Ya comenzó el futuro", alguien con humor negro podría preguntarse: "¿y si en cambio el futuro ya hubiese terminado?"-

Pero al menos me parece que puedo hacer una constatación final, aunque sea un poco arriesgada hasta ahora ninguna guerra ha estallado entre los Estados que tienen un régimen democrático, lo que no quiere decir que los Estados democráticos no hayan hecho guerras, sino que hasta ahora no las han hecho entre ellos. He dicho, la observación es temeraria, pero espero una réplica. ¿Tuvo razón Kant cuando proclamó como primer artículo definitivo de un posible tratado para la paz perpetua que "la Constitución de todo Estado debe ser republicana? Ciertamente el concepto de "república" al que Kant se refiere no coincide con el actual de "democracia"; pero la idea de que la construcción interna los Estados fuese obstáculo para la guerra, entre ellos es una idea fuerte, fecunda, inspiradora de muchos proyectos pacifistas que se han presentado desde hace dos siglos, aunque no han tenido una aplicación práctica. Las objeciones contra el principio de Kant siempre han derivado del no haber entendido que tratándose de un principio universal, éste tiene validez solamente si todos los Estados y no pocos o algunos asumen la forma de gobierno requerida para el logro de la paz perpetua.

APELO A LOS VALORES

Para terminar, es necesario dar una respuesta a la pregunta fundamental, a la pregunta que he oído repetir frecuentemente, sobre todo entre los jóvenes, tan fáciles a las ilusiones como a las desilusiones: si la democracia es principalmente un conjunto de reglas procesales ¿cómo creer que pueda contar con "ciudadanos activos"? Para tener ciudadanos activos ¿no es necesario tener ideales? Ciertamente son necesarios los ideales. Pero ¿cómo es posible que no se den cuenta de cuáles han sido las grandes luchas ideales que produjeron esas reglas? ¿Intentamos enumerarlas?

El primero que nos viene al encuentro por los siglos de crueles guerras de religión es el ideal de la tolerancia. Si hoy existe la amenaza contra la paz del mundo, ésta proviene una vez más, del fanatismo, o sea, de la creencia ciega en la propia verdad y en la fuerza capaz de imponerla. Es inútil dar ejemplos, los tenemos frente a nosotros todos los días. Luego tenemos el ideal de la no violencia, jamás he olvidado la enseñanza de Karl Popper, de acuerdo con la cual, lo que esencialmente distingue a un gobierno democrático de uno no democrático es que solamente en el primero los ciudadanos se pueden deshacer de sus gobernantes sin derramamiento de sangre.

Las frecuentemente chuscas reglas formales de la democracia introdujeron, por primera vez en la historia de las técnicas de convivencia, la resolución de los conflictos sociales sin recurrir a la violencia. Solamente allí donde las reglas son respetadas el adversario ya no es un enemigo (que debe ser destruido), sino un opositor que el día de mañana podrá tomar nuestro puesto. Tercero, el ideal de la renovación gradual de la sociedad mediante el libre debate de las ideas y el cambio de la mentalidad y la manera de vivir: únicamente la democracia permite la formación y la expansión de las revoluciones silenciosas, como ha sido en estas últimas décadas la transformación de la relación entre los sexos, que es quizá la mayor revolución de nuestro tiempo. Por último, el ideal de la fraternidad (la fraternité de la Revolución francesa). Gran parte de la historia de la humanidad es la historia de las luchas fratricidas. Hegel (y de esta manera termino con el autor con el que comencé) en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, definió la historia como un "inmenso matadero". ¿Podemos contradecirlo? En ningún país del mundo el método democrático puede durar sin volverse una costumbre. ¿Pero puede volverse una costumbre sin el reconocimiento de la fraternidad que une a todos los hombres en un destino común? Un reconocimiento, tan necesario hoy, que nos volvemos cada vez más conscientes de este destino común y deberíamos, por la poca luz de razón que ilumina nuestro camino, actuar en consecuencia.

LEGITIMIDAD - Norberto Bobbio

I. DEFINICION GENERAL

En el lenguaje ordinario el término l. tiene dos significados: uno genérico y uno específico. En el significado genérico, l. es casi sinónimo de justicia o de razonabilidad (se habla de l. de una decisión, de una actitud, etc.). El significado específico aparece a menudo en el lenguaje político. En este contexto, el referente más frecuente del concepto es el estado. Naturalmente aquí nos ocupamos del significado específico.

En una primera aproximación se puede definir la l. como el atributo del estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. la creencia en la l. es, pues, el elemento integrante de las relaciones de poder que se desarrollan en el ámbito estatal.

II. LOS NIVELES DEL PROCESO DE LEGITIMACION:

Ahora bien, si se considera el estado desde el punto de vista sociológico y no jurídico, se comprueba que el proceso de legitimación no tiene como punto de referencia al estado en su conjunto sino sus diversos aspectos: la comunidad política, el régimen, el gobierno y, cuando el estado no es independiente, el estado hegemónico al que está subordinado. Por lo tanto, la legitimación del estado es el resultado de una serie de elementos dispuestos a niveles crecientes, cada uno de los cuales concurre en modo relativamente independiente a determinarla. Es necesario, por lo tanto, examinar separadamente las características de estos elementos que constituyen el punto de referencia de la creencia en la l.

a] La comunidad política es el grupo social con base territorial que reúne a los individuos ligados por la división del trabajo político. Este aspecto del estado es objeto de la creencia en la l. cuando en la población se han difundido sentimientos de identificación con la comunidad política. En el estado nacional la creencia en la l. se configura predominantemente en términos de fidelidad a la comunidad política y de lealtad nacional.

b] El régimen es el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de esas instituciones. Los principios monárquicos, democrático, socialista, fascista, etc., definen algunos tipos de instituciones y de valores correspondientes, en los que se basa la l. del régimen. La característica fundamental de la adhesión al régimen, sobre todo cuando ésta se basa en la fe en la legalidad, consiste en el hecho de que los gobernantes y su política son aceptados en cuanto están legitimados los aspectos fundamentales del régimen, prescindiendo de las distintas personas y de las distintas decisiones políticas. De ahí que el que legitima el poder debe aceptar también el gobierno que se forme y actúe en conformidad con las normas y con los valores del régimen, a pesar de que no lo apruebe y hasta se oponga al mismo o a su política. Esto depende del hecho de que existe un interés concreto que mancomuna las fuerzas que aceptan el régimen: la conservación de las instituciones que rigen la lucha por el poder. El fundamento de esta convergencia de intereses consiste en el hecho de que se adopta el régimen como plataforma común de lucha entre los grupos políticos, ya que estos últimos lo consideran como una situación que ofrece condiciones favorables para la conservación de su poder, para la conquista del gobierno y para la realización parcial o total de los propios objetivos políticos.

c] El gobierno es el conjunto de funciones en que se concreta el ejercicio del poder político. Se ha visto que normalmente, es decir cuando la fuerza del gobierno descansa en la determinación institucional del poder, para que se califique como legítimo basta que este último se haya formado en conformidad con las normas del régimen, y que ejerza el poder de acuerdo con esas normas, de tal manera que se respeten determinados valores fundamentales de la vida política. Puede suceder, sin embargo, que la persona que es jefe del gobierno sea directamente objeto de la ordenanza en la legitimidad. en el estado moderno ocurre esto cuando las instituciones políticas están en crisis y los únicos fundamentos de l. del poder son el ascendiente, el prestigio y las cualidades personales del hombre puesto en el vértice de la jerarquía estatal. En todos los regímenes existe, aunque en diversa medida, una dosis de personalización del poder, como consecuencia de la cual los hombres no olvidan nunca las cualidades personales de los jefes bajo la función que ejercen. Pero lo que es esencial para distinguir el poder legal y el tradicional del poder personal o carismático (esta célebre división es de Max Weber) es que la l. del primero se basa en la creencia en la legalidad de las normas del régimen, estatuidas ex profeso y de modo racional, y del derecho de mandar de los que detentan el poder basado en tales normas; la l. del segundo tipo se apoya en el respeto a las instituciones consagradas por la tradición y a la persona (o a las personas) que detentan el poder, cuyo derecho de mando se atribuye a la tradición; la l. del tercer tipo se funda sustancialmente en las cualidades personales del jefe, y en forma subordinada en las instituciones. Este tipo de l., al estar ligado a la persona del jefe, tiene una existencia efímera, porque no resuelve el problema fundamental del que depende la continuidad de las instituciones políticas , o sea el problema de la transmisión del poder.

d] Queda todavía por examinar el caso del estado que, al no ser independiente, no es capaz de desempeñar la tarea fundamental de garantizar la seguridad de los ciudadanos (o, algunas veces, ni siquiera el desarrollo económico). No se trata, pues, de un estado en el verdadero sentido de la palabra sino de un país conquistado, de una colonia, de un protectorado o de un satélite de una potencia imperial o hegemónica. Una comunidad política que se halla en esas condiciones encuentra muchas dificultades para despertar la lealtad de los ciudadanos, porque no es un centro de decisiones autónomas. En consecuencia, su lealtad debe basarse completamente o en parte en la del sistema hegemónico o imperial del que forma parte. El punto de referencia de la creencia en la l. será, entonces, total o parcialmente la potencia hegemónica o imperial.

III. LEGITIMACION E IMPUGNACION DE LA LEGITIMIDAD

Los diversos niveles del proceso de l. definen otros tantos elementos que representan el punto de referencia obligado hacia el cual se orientan los individuos y los grupos en el contexto político. Si analizamos la acción de estos últimos, desde este punto de vista podemos descubrir dos tipos fundamentales de comportamiento. Si determinados individuos o grupos se dan cuenta de que el fundamento y los fines del poder son compatibles o están en armonía con su propio sistema de creencias y actúan en pro de la conservación de los aspectos básicos de la vida política, su comportamiento se podrá definir como legitimación. En cambio, si el estado es considerado en su estructura y en sus fines como contradictorio con el propio sistema de creencias, y este juicio negativo se traduce en una acción orientada a transformar los aspectos básicos de la vida política, este comportamiento podrá definirse como impugnación de la l.

El comportamiento de legitimación no caracteriza solamente a las fuerzas que sostienen el gobierno sino también a las que se oponen al mismo, en cuanto no tengan el propósito de cambiar también el régimen o la comunidad política. La aceptación de las “reglas del juego”, en particular, o sea de las normas en que se basa el régimen, no entraña solamente, como ya se ha señalado, la aceptación del gobierno y de sus mandatos, en cuanto estén conformes con el régimen, sino también la legítima expectativa, para la oposición, de transformarse en gobierno.

La diferencia entre oposición del gobierno e impugnación de la l. en ciertos aspectos corresponde a la que existe entre política reformista y política revolucionaria. El primer tipo de lucha tiende a lograr innovaciones -conservando las estructuras políticas existentes-, combate al gobierno pero no a las estructuras que condicionan su acción y propone un modo distinto de administrar el sistema constituido. El segundo tipo de lucha está dirigido contra el orden constituido y tiene por objeto modificar sustancialmente algunos de sus aspectos fundamentales; no combate únicamente al gobierno sino también al sistema de gobierno, o sea a las estructuras del que éste es expresión.

Con esto hemos pasado ya a examinar el comportamiento impugnador de la l. En este sector hay que distinguir dos actitudes: la de rebelión y la revolucionaria. La actitud de rebelión se limita a la simple negación, al rechazo abstracto de la realidad social, sin determinar históricamente la propia negación y el propio rechazo. En consecuencia, no es capaz de reconocer el movimiento histórico de la sociedad, ni de encontrar objetivos de lucha concretos, y termina siendo prisionero de la realidad que no logra cambiar. La actitud revolucionaria lleva a cabo, en cambio, una negación determinada históricamente de la realidad social. Su problema consiste siempre en descubrir la lucha concreta, puesta de manifiesto por el movimiento histórico real que permita realizar las transformaciones posibles de la sociedad. Esto significa que la acción revolucionaria no tiene nunca como objetivo cambiar radicalmente la sociedad sino derribar las instituciones políticas que impiden el desarrollo y crear otras nuevas capaces de liberar las tendencias que han madurado en la sociedad hacia formas de convivencia más elevadas. Por lo que respecta, luego, a la elección del método legal o ilegal para realizar los objetivos revolucionarios, se trata de un problema que se resuelve en las diferentes fases de la lucha en función de la utilidad y de la eficacia de cada una de las acciones relacionadas con el fin. La estrategia debe, en efecto, adaptarse a las circunstancias en que se desarrolla la lucha, que no pueden ser elegidas.

IV. ESTRUCTURA POLITICA Y SOCIAL, CREENCIAS EN LA LEGITIMIDAD E IDEOLOGÍA

El influjo del consenso de los diferentes miembros de una comunidad política en la legitimación de cualquier estado, aun del más democrático, no es de hecho equivalente. El pueblo no es una suma abstracta de individuos, cada uno de los cuales participa directamente con igual cuota de poder en el control del gobierno y en el proceso de formación de las decisiones políticas, como aparece a través de la ficción jurídica de la ideología democrática. Las relaciones sociales no subsisten entre individuos absolutamente autónomos sino entre individuos situados que ocupan un papel definitivo en la división social del trabajo. Ahora bien, la división del trabajo y la lucha social y política que se deriva de aquélla hacen que la sociedad no se considere nunca a través de representaciones conformes con la realidad sino con una imagen deformada de los intereses de los protagonistas de esa lucha (ideología) cuya función consiste en legitimar el poder constituido. Se trata de un representación completamente fantástica de la realidad y no de una simple mentira. Cada ideología, cada principio de l. del poder, para desarrollarse con eficacia, debe, en efecto, contener también elementos descriptivos que lo hagan creíble y, en consecuencia, idóneo para producir el fenómeno del consenso. Por este motivo, cuando las creencias en que se basa el poder no corresponden ya a la realidad social, se abandonan y se asiste al cambio histórico de ideologías.

Cuando el poder es estable y es capaz de cumplir de manera progresista o conservadora sus propias funciones esenciales (defensa, desarrollo económico, etc.), esto hace valer simultáneamente la justificación de su propia existencia, apelando a determinadas exigencias latentes en las masas, y con la potencia de su propia positividad se crea el consenso necesario. En los períodos de estabilidad política y social el influjo sobre la formación de la conciencia social de los que la división del trabajo ha colocado en el vértice de la sociedad es decisiva, porque es capaz de condicionar en forma relevante el comportamiento de los que no ocupan papeles privilegiados. A estos últimos les parece tan importante la realidad del estado que tienen la sensación de encontrarse frente a una fuerza natural o condiciones necesarias e inmutables de la existencia asociada. Por otra parte, para adaptarse a la dura realidad de su condición social, el hombre ordinario se ve llevado a idealizar su pasividad y sus sacrificios en nombre de principios absolutos capaces de hacer realidad el deseo y de convertir en verdad su esperanza.

En cambio, cuando el poder está en crisis, porque su estructura ha entrado en contradicción con el desarrollo de la sociedad, entra también en crisis el principio de l. que lo justifica. Ocurre esto porque en las fases revolucionarias, o sea cuando el aparato del poder se deshace, caen también los velos ideológicos que lo ocultaban a la población y se manifiesta a plena luz su incapacidad de resolver los problemas que van madurando en la sociedad. Entonces la conciencia de las masas entra en contradicción con la estructura política de la sociedad; todos se vuelven políticamente activos, porque las decisiones son simples y comprometen directamente al hombre ordinario; el poder de decisión está realmente en manos de todos. Naturalmente estos fenómenos ocurren mientras no se haya formado otro poder y, en consecuencia, otro principio de l. La experiencia histórica demuestra, en efecto, que a todo tipo de estado le corresponde un tipo distinto de l., o sea a cada forma de lucha por el poder le corresponde una ideología dominante distinta.

V. EL ASPECTO DE VALOR DE LA LEGITIMIDAD.

El consenso hacia el estado no ha sido nunca (y no es) libre sino siempre, por lo menos en parte, forzado y manipulado. la legitimación se presenta de ordinario como una necesidad, cualquiera que sea la forma del estado. Numerosas investigaciones sociológicas han probado, por ejemplo, que el fenómeno de la manipulación del consenso existe también en los regímenes democráticos. Ahora bien, como el poder determina siempre, por lo menos en parte, el contenido del consenso, que puede ser, por consiguiente, más o menos libre o más o menos forzado, no parece lícito darle el atributo de legítimo tanto a un estado democrático como a un estado tiránico por el solo hecho de que en ambos se manifiesta la aceptación del sistema.

Si nos limitamos a definir como legítimo un estado del que se aceptan los valores y las estructuras fundamentales, esta formulación termina incluyendo también lo opuesto de lo que comúnmente se entiende por consenso: el consenso impuesto y el carácter ideológico de su contenido. La definición propuesta al principio se ha manifestado, por lo tanto, insatisfactoria, porque es compatible con cualquier contenido. Para superar esta incongruencia, que parece invalidar la misma exactitud semántica de la definición descriptiva, hay que poner en evidencia una característica que el termino l. tiene en común con muchos otros términos del lenguaje político (libertad, democracia, justicia, etc.): designa al mismo tiempo una situación y un valor de la convivencia social. La situación que designa este término consiste en la aceptación del estado por parte de una fracción relevante de la población; el valor es el consenso libremente manifestado por una comunidad de hombres autónomos y conscientes. El sentido de la palabra l. no es estático sino dinámico; es una unidad abierta, de la que se presupone un cumplimiento posible en un futuro indefinido y cuya realidad actual es sólo un asomo. En cualquier manifestación histórica de la l. brilla siempre la promesa, presentada hasta ahora como irrealizada, de una sociedad justa en que el consenso, que constituye su esencia, pueda manifestarse libremente sin interferencia del poder y de la manipulación y sin mistificaciones ideológicas. Con esto hemos adelantado cuáles son las condiciones sociales que permitirían aproximarse a la plena realización del valor incorporado en el concepto de l.: la desaparición tendencial del poder en las relaciones sociales y del elemento psicológico que está ligado a ellas: la ideología.

Ahora bien, el criterio que permite discriminar los diversos tipos de consenso parece consistir en el distinto grado de deformación ideológica a que está sometida la creencia en la l. y en el distinto grado de manipulación correspondiente a que se sujeta dicha creencia. de acuerdo con este criterio se podría demostrar que no todos los tipos de consenso son iguales y que sería más legítimo el estado en que el consenso pudiera expresarse más libremente y en el que fuera menor la intervención del poder y de la manipulación y, por lo tanto, menor el grado de deformación ideológica de la realidad social en la mente de los individuos. Por tanto, cuanto más forzado sea el consenso y más tenga un carácter ideológico, tanto más será aparente. De acuerdo con esto se puede formular una nueva definición de l. que permita superar las limitaciones y las incongruencias de la propuesta al principio. Se trata en esencia de integrar en la definición el aspecto de valor, que es un elemento constitutivo del fenómeno. Por consiguiente se podrá decir que la l. del estado es una situación que no se realiza nunca en la historia, sino como aspiración, y que, por consiguiente, un estado será más o menos legítimo en la medida en que realice el valor de un consenso manifestado libremente por parte de una comunidad de hombres autónomos y conscientes, o sea en la medida en que se acerque a las idea-límite de la eliminación del poder y de la ideología en las relaciones sociales.

Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio

FASCISMO - Norberto Bobbio

DEFINICION Y PREMISA:

El fascismo es un sistema político que trata de llevar a cabo un encuadramiento unitario de una sociedad en crisis dentro de una dimensión dinámica y trágica promoviendo la movilización de masas por medio de la identificación de las reivindicaciones sociales con las reivindicaciones nacionales.

Esta definición exige una demostración que nos preocuparemos de dar precisamente con la plena conciencia de las dificultades que hay que afrontar. El f. es, en efecto, como un iceberg. Emerge la parte histórica, la parte relativa al fenómeno en la era de sus triunfos y de su derrota final. En cambio, en la política actual, sólo desde hace poco tiempo su profundidad ha sido objeto de los primeros escándalos precisamente porque no existe todavía una noción precisa de lo que es verdaderamente.

Por otra parte, ni siquiera los fascistas sabían qué cosa era el f. “Del mismo modo que el f. se jactó desde el principio de no ser un movimiento teórico, afirmando que la acción está por encima del pensamiento, así también le faltó la capacidad de comprenderse e interpretarse a sí mismo. Su camino siempre estuvo sembrado de intentos de interpretación realizados por amigos y enemigos” (Nolte, 1970).

El hecho de que el predominio de la praxis sobre la doctrina sea precisamente una característica de f. no le proporciona, por lo tanto, al juicio externo un paradigma fijo y preciso y le permite a cada uno, en sustancia, inventar su propio f. ya sea positivo o negativo. De tal manera se acepta pacíficamente la etiqueta del f. para regímenes que no tienen nada que ver con el f. (los ordenamientos franquista y salazariano, varios regímenes militares de derecha) y se le niega a otros (el sistema justicialista de Perón, el mismo nacional-socialismo) que reproducen emblemáticamente todas sus modalidades.

La historiografía italiana más inteligente se ha dejado llevar de la dilucidación del fenómeno tal como se produjo en nuestro país a la sobrevaloración de las peculiaridades nacionales, tomándolas casi como circunstancias constitutivas. Cuando mucho se acepta la intencionalidad del fenómeno únicamente dentro del período comprendido entre las dos guerras, partiendo de la crisis de la gran guerra, como presupuesto decisivo y característico. Esta limitación reviste, desde el punto de vista histórico, una utilidad indiscutible, ya que les permite disipar los nubarrones polémicos que una simple admisión de actualidad no podría dejar de acumular, y correría el peligro de extender un certificado de defunción ficticio. Además de esto, si negar la respetabilidad del f. en los países europeos en que nació y se desarrolló constituye, después de todo, un razonamiento correcto y aceptable, negar que éste se haya reproducido en otros países en esta posguerra es por lo menos arriesgado.

La damnatio memoriae que afectó nominalísticamente al f. hizo que ningún movimiento político considerara oportuno (excepción hecha de las asociaciones nostálgicas que, por lo demás, están muy lejos de su esencia auténtica) retomar abiertamente sus insignias. Pero esto significa muy poco. Hasta en las dos décadas comprendidas entre las dos guerras, los movimientos fascistas negaron ser tales: el líder de los “cruces flechadas” húngaras, Ferencz Szalasi, que debía seguir hasta el final la suerte de la Alemania nazi, proclamaba la peculiaridad de su movimiento: “Ni hitleriano, ni f., ni antisemitismo, sino hungarismo”. El líder del Rexismo belga, León Degrelle, que terminaría siendo general de las S.S., rechaza con desdén la comparación con Hitler y Mussolini: “Yo no soy ni el uno ni el otro, y no tengo ninguna intención de imitarlos”. José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, y Plinio Salgado, líder de la Acción Integrista Brasilera, proclamaban la misma pretensión de originalidad. No sólo: “La afinidad entre los f. no excluye la posibilidad de una aversión recíproca” (Hoepke, 1972). Es obvio que los movimientos en que el nacionalismo constituye un elemento determinante nieguen la paternidad de un movimiento externo. Afirmar lo contrario equivaldría en los años prebélicos a confesar la subordinación política a dos grandes potencias en proceso de expansión agresiva, y en los años pos bélicos a confesar una subordinación ideológica a un sistema derrotado militarmente.

De ahí se deduce la siguiente consideración: si es fácil distinguir los regímenes y los movimientos políticos inspirados en las ideologías corrientes (se trata de un cálculo meramente exterior), en el caso de los regímenes y de los movimientos de tipo f. se requiere una verdadera operación de descifración. Sólo después de aclarar las circunstancias que suelen acompañar el nacimiento y las modalidades propias del fenómeno, es decir sólo después de haber establecido la carta de identidad del f. sería posible catalogar los distintos f. pasados y contemporáneos, reconocer los elementos fascistas existentes en sistemas insospechables y absolver o desenmascarar los falsos f.
Desde ahora se puede anticipar que para los fines del redescubrimiento del f. como fenómeno ideológico-político del mundo actual, es más útil el examen de ciertos f. menores que el desentrañamiento del prototipo italiano. El florecimiento de estudios sobre el f. francés, sobre el falangismo, sobre los f. balcánicos y sobre el integrismo brasilero (la Acción Integrista, con más de un millón de afiliados, es el partido fascista más numeroso del período comprendido entre las dos guerras después del P.N.F. y la N.S.D.A.P.) ayudan a comprender un aspecto plausible y actual del f. sin recurrir de manera resuelta al espejo enceguecedor del f. italiano y de la variante alemana. Al mismo tiempo, una serie de ensayos que relaciona el f. con el proceso de industrialización introduce en el examen del fenómeno un elemento tal vez inquietante, pero despiadadamente realista.

II. LAS INTERPRETACIONES

Hasta la década de los ’60, las interpretaciones italianas del f. se podían reducir a dos posiciones. Por un lado se entrevé en el f. “la manifestación de las fuerzas más restrictivas del país” y el “resultado de todos los males y de todas las deficiencias de la historia nacional”: Es la teoría del f. como “revelación” sostenida por la evaluación de muchos intelectuales e historiadores contemporáneos. Por el otro lado, siguiendo a Benedetto Croce, se considera al f. como un simple paréntesis”, un episodio de “extravío doloroso, pero momentáneo”: Es la teoría del “paréntesis” (Casucci, 1962).

La intervención en el problema del f. de varios investigadores extranjeros de diversa extracción política y científica y la necesidad de aislar el fenómeno o bien de extenderlo por encima de sus límites cronológicos y geográficos sugirieron una reagrupación más organizada de las diferentes interpretaciones. De Felice enumera por lo menos seis modelos interpretativos. Está el f. como “enfermedad moral”, como lo ve, a través del prisma de un desengaño atónito, la inteligencia liberal europea. Está el f. como “producto lógico e inevitable del desarrollo histórico de algunos países”, concepto apreciado por un moralismo polémico de marca radical. Está el f. como “reacción de clase antiproletaria”, que es la interpretación marxista ortodoxa. Está el f. como fenómeno totalitario análogo al stalinismo y opuesto, como este último, a la civilización liberal. Está el f. como ideología de la crisis del mundo contemporáneo, ya sea que se sitúe en la línea contrarrevolucionaria, ya sea que se sitúe en la línea jacobina y secularizada como alternativa al leninismo.

En cuanto a los esquemas de juicio elaborados por las ciencias sociales, éstos se van multiplicando. Desde el punto de vista psicosocial, Fromm encuentra la explicación del fenómeno tanto en la estructura del carácter de los que se sintieron atraídos por él como en los aspectos psicológicos de la ideología, que ofrece un refugio al individuo atomizado y a la inseguridad de las clases medias. Algunos sociólogos, en cambio, dan más importancia a la relación entre la ideología fascista y el sector social en ascenso (los grupos intelectuales revolucionarios de Mannheim, los grupos tecnócratas de Gurvitch, la clase media que protesta de Lipset, las claves disponibles para la movilización de Germani y, se podría añadir, los managers, de James Burhham). De Felice agrupa en esta categoría las teorías que consideran el f. como una política de la industrialización relacionada íntimamente con una etapa determinada del desarrollo económico (De Felice, 1969).

Tal vez una nueva clasificación debería partir de una premisa discriminante: la negación o afirmación de la supervivencia del f., de su existencia actual y de su reproducibilidad. O sea, por una parte, si alinearían las interpretaciones que consideran el f. como un episodio histórico bien delimitado en el tiempo, precisamente en el período comprendido entre las dos guerras mundiales; por la otra parte, aquellas interpretaciones que consideran el f. como una ideología, como un modelo político vigente.

Una distinción semejante no rescata la dicotomía revelación-paréntesis, ya superada. La teoría de la supervivencia del f. debe considerarse desde el punto de vista ideológico-político. De ninguna manera se puede admitir, siguiendo un juicio “revelativo”, la condena moralista y apriorista de la historia de algunos países como “fascista” o “tendencialmente fascista”.

Dicho esto, hay que agregar que la teoría negativa sobre la supervivencia del f. en el plano histórico impecable, se encuentra en dificultades particulares respecto de la definición del fenómeno en relación con el cual sufre una especie de presbicia, dadas las dimensiones desproporcionadas que adquieren en su análisis las formas históricas del f. italiano.

La segunda interpretación, que supone la supervivencia o posibilidad virtual del f., ha propuesto últimamente definiciones sugestivas. Para Gregor por ejemplo, el f. fue “el primer régimen revolucionario de masa que inspiró la utilización de la totalidad de los recursos humanos y naturales de una comunidad histórica en el desarrollo nacional” y sería todavía “una dictadura para el desarrollo adecuado a comunidades nacionales parcialmente desarrolladas, y en consecuencia carentes de estatus, en un período de intensa competencia internacional para alcanzar una ubicación y un estatus” (Gregor, 1969). Pero si para toda una serie de autores, desde Germani hasta Organski, la vigencia del modelo fascista está circunscrita a un conjunto de países en vías de desarrollo, a la época de la industrialización, a las sociedades en transición, hay quienes definen el f. como “la utopía de la sociedad industrial absoluta” (Plumyéne-Lasierra, 1963).

Estas versiones se contradicen sólo aparentemente y, precisamente, a través de ellas, se delinea una definición válida y omnicomprensiva del f.

III. LA TIPOLOGIA

Nolte trata de reducir a la unidad los diversos f., encontrando en ellos las siguientes características comunes: La ubicación de una trayectoria que, de acuerdo con el modo en que se ejerce el poder, va desde el autoritarismo hasta el totalitarismo, la combinación de un motivo nacionalista con un motivo socialista, el racismo (existente con diferentes grados de intensidad en todos los f.), la coexistencia contradictoria de una tendencia particular y de una tendencia universal, el sustrato social proporcionado por la clase media (con excepción del peronismo) y al mismo tiempo la aparición de dirigentes relativamente sin pertenencia de clase.

El objetivo se modula de diversas maneras alrededor del concepto de consolidación nacional: el kemalismo es “una dictadura de defensa y de desarrollo nacional”; el f. italiano, “dictadura de desarrollo y al final despotismo imperialista”; el nacional-socialismo se presentaba al mismo tiempo “como dictadura de reintegración nacional, despotismo imperialista y despotismo orientado a la salvación del mundo”. Desde el punto de vista teleológico, Nolte pone de manifiesto el antimarxismo del f., un antimarxismo que no excluye ciertas afinidades ideológicas y el uso de métodos casi idénticos (Nolte, 1966).
De Felice distingue una tipología de los países en que se consolidó el f. y una tipología del poder fascista. El f. se consolidó, particularmente, en los países caracterizados por una aceleración del proceso de movilidad social, por el predominio de una economía agraria-latifundista o por residuos de la misma no integrados a la economía nacional, por la existencia o por la falta de superación de una crisis económica, por un proceso confuso de crisis y de transformación de los valores morales tradicionales, por una crisis del sistema parlamentario que ponía en tela de juicio la legitimidad del sistema y daba crédito a la idea de una falta de alternativas de gobierno válidas, por la falta de solución, a través de la guerra, de problemas nacionales o coloniales. En esos países, el f. se consolidó a través de una concepción de la política y, más en general, de la vida de tipo místico basada en el primado del activismo irracional y en el desprecio del individuo ordinario al que se contraponía la exaltación de la colectividad nacional y de las personalidades extraordinarias (élites y super-hombre) así como el mito del jefe: un régimen político de masa (en el sentido de una movilización continua de las masas y de una relación directa jefe-masa sin intermediarios) basado en el sistema del partido único y de la milicia de partido y realizado a través de un régimen policíaco y un control de todas las fuentes informativas; un revolucionarismo verbal y un conservadurismo sustancial mitigado por una serie de concesiones sociales de tipo asistencial; el intento de crear una nueva clase dirigente, expresión del partido, y a través de este último, expresión, sobre todo, de la pequeña y mediana burguesía; la creación y la valorización de un fuerte aparato militar; un régimen económico privatista, caracterizado por una tendencia a la expansión de la iniciativa pública, a la transición de la dirección económica de los capitalistas y de los empresarios a los altos funcionarios del estado y al control de las grandes líneas de la política económica así como de la adopción por parte del estado del papel de mediador en las controversias laborales (corporativismo) y por una orientación autárquica (De Felice, 1969).

Considerando en cambio las características del f. como ideología de la industrialización, se pueden establecer una serie de condiciones predisponentes: 1] el dualismo; 2] la humillación nacional; 3] la industrialización tardía (como factor que predispone a la radicalización política); 4] la disgregación nacional (la crisis); 5] el evento (o sea, el elemento deflagrador de la crisis). Estas circunstancias predisponen mas no son constitutivas en el sentido de que facilitan el triunfo de f. sobre las demás ideologías y los demás modelos políticos. Después de llegar al poder, el f. se caracteriza por las siguientes modalidades: 1] la exigencia unitaria; 2] la llegada al poder de una generación nueva; 3] la llegada al poder de una personalidad carismática; 4] la llegada al poder de una nueva clase dirigente; 5] el intento de integración de las masas dentro del estado nacional; 6] el eclecticismo doctrinal; 7] la promoción del desarrollo industrial; 8] el empleo de fórmulas dirigistas; 9] la adopción de una política y de una economía autárquica (nacionalismo y proteccionismo); 10] la propuesta de un estilo de vida peculiar; 11] el recurso a la violencia contra toda fuerza nacional centrífuga y conflictiva.

Los últimos datos expuestos se refieren al f. triunfante. Sin embargo, la tipología no sería completa si no abarcara todos los f., tomando en cuenta la definición inicial y los demás elementos característicos ya enunciados. La clasificación se puede elaborar fijándose en la relación entre el f. y el ordenamiento socio-político al que se contrapone.

Primer caso: el sistema existente está atrasado, ha empezado apenas su transformación, o bien consiste en la superposición de estructuras modernas a una sociedad tradicional. El f. se presenta como una ideología de ruptura, como una contestación absoluta acompañada de un fuerte componente teórico. Es un movimiento de salvación con un contenido espiritualista o religioso acentuado (la religión en una sociedad arcaica es el factor unitario primigenio), con tendencias románticas y algunas veces ferozmente racistas; se opone a las tendencias cosmopolitas en que se inspira el proceso de modernización. Al presentarse, no obstante su apelación unitaria, como un factor más de fragmentación política, el f. es descartado en esta fase o está precedido de fuerzas capaces de llevara cabo el reordenamiento unitario del país en el plano coercitivo-represivo sin movilización de masa (por ejemplo, España, Portugal, así como Rumania y Hungría en el período comprendido entre las dos guerras).

Segundo caso: el sistema existente ya ha entrado en una fase de descomposición. El f. llega al poder como una ideología cicatrizante y establece un nuevo sistema que incorpora los residuos del viejo. La hegemonía del nuevo sistema es clara, pero el dualismo no queda completamente eliminado sino resuelto con un compromiso, con una especie de duopolio político, de ahí el carácter sin-crético y bipolar del sistema de poder fascista (monarquía y fascismo en Italia, ejército y peronismo en la Argentina), aun a nivel personal (el rey y el “duce”, Perón y Eva Duarte). En la ideología el elemento ecléctico y pragmático predomina sobre el de la teoría.

Tercer caso: el sistema existente ha superado la crisis de la industrialización, pero se ve sorprendido por una crisis económica y moral sin precedentes que se prolonga y abre profundas grietas en las estructuras políticas y sociales. El f. se presenta nuevamente como contestación absoluta, como un sistema totalmente nuevo con un fuerte componente teórico, místico, romántico y racista, capaz de movilizar a las masas con la fórmula del pleno empleo material, y emotivo (en esa fase se puede definir el f. como una ideología total del pleno empleo). A pesar de llegar al poder por el camino de un compromiso con parte del establishment, el f. instaura una supremacía absoluta, es decir el totalitarismo (Alemania nacional-socialismo).

IV. EL FASCISMO COMO FENOMENO INTERNACIONAL

Los casos descritos anteriormente permiten enmarcar claramente los distintos f. históricos. La Guardia de Hierro rumana. las Cruces Flechada húngaras, la Acción Integrista Brasilera, los movimientos revolucionarios bolivianos de los años ‘30, en nacional-sindicalismo portugués, la Falange y las JONS españolas son fascismos del primer tipo. Hay que señalar que todos han sido bloqueados por seudofascismos, por regímenes contra-revolucionarios que utilizaron unas veces el ritualismo fascista, pero que no llevaron a cabo la unidad del sistema a través de una movilización de masa. Esto significa negar cualquier autenticidad “fascista” a los regímenes del rey Carol de Rumania y posteriormente de Antonescu, a la regencia de Horthy, al régimen de Salazar, al sistema polaco prebélico, al movimiento lappista finlandés, al franquismo. Más dudosa es la clasificación del Estado Novo de Vargas, un caso de “oportunismo populista”.

El prototipo del segundo f. es el f. italiano. El peronismo puede incluirse tranquilamente en esta categoría. La repugnancia que encuentran algunos a considerar fascista un movimiento que tuvo y sigue teniendo una amplia base obrera carece de fundamentos. Se puede decir si acaso que por algunas circunstancias históricas propias de Argentina y sobre todo por demérito de las organizaciones sindicales tradicionales, Perón logró polarizar una fidelidad obrera mejor que el sindicalismo fascista italiano. Por lo demás, Perón no introdujo cambios substanciales en el ordenamiento jurídico de la propiedad (hizo falta hasta una reforma agraria), varias veces afirmó la exigencia de la colaboración de las clases y en el ejercicio del poder se apoyó más que en los cuadros sindicales en los cuerpos oficiales, o sea en la pequeña burguesía armada: cuando trató de prescindir del apoyo de esta última fue derrocado. Se puede en cambio excluir la existencia de un f. japonés, por lo menos a nivel del régimen (la sociedad japonesa no se ha desunido nunca, siempre ha permanecido compacta).

El tercer f. tuvo una realización única: el nacionalismo-socialismo. Aunque en períodos de crisis surgieron en distintos países industrializados movimientos análogos como el New Party of Mosley en Gran Bretaña, el P.P.F. de Jacques Doriot, el Partido Nacional Socialista holandés de Mussert, la Nasjonal Samling de Quisling, el Rex de León Degrelle en Bélgica. Se pueden inscribir en la misma categoría el P.F.R. (Partido Fascista Republicano) y la efímera experiencia de la República Social italiana. Se trata de movimientos minoritarios aunque con una fórmula unitaria semimística que en tiempos de crisis puede dar lugar a una alucinación colectiva y arrastrar a minorías consistentes aun intelectuales. Una fórmula de este género es particularmente atractiva, en efecto, para las élites juveniles de la pequeña burguesía insatisfecha de la alienación tecnocrática y para ciertos sectores proletarios impacientes, disgustados por la integración en el establishment de las burocracias obreras.

En la clasificación hemos dejado fuera a propósito los sistemas como el stalinismo, el castrismo, el maoísmo, aunque, según algunos, estos regímenes a pesar de rechazar dogmática-mente la ideología fascista se adaptan a la misma algunas veces en los módulos operativos. Es necesario reconocerles a estos sistemas, por otra parte, los cambios introducidos en el contexto jurídico-económico. El juicio sigue en suspenso para varios sistemas políticos que están llevándose a cabo en países del Tercer Mundo. El socialismo islámico reproduce indudablemente el f. y las analogías entre el Baas y ciertos f. balcánicos son sorprendentes. La ideología nacional-populista, que se difundió por América Latina y que tiene encarnaciones concretas en determinados países, no es más que una denominación ulterior del f. dualista que reproduce fielmente el itinerario básico.
V. LA ORGANIZACION DEL ESTADO FASCISTA ITALIANO

En la construcción del régimen fascista italiano se pueden distinguir diversas fases. En un primer momento el f. en el poder colabora con las demás fuerzas políticas y no modifica sustancialmente el ordena-miento vigente, limitándose a retoques destinados a suavizar ciertas estructuras y ciertos mecanismos administrativos y a plantear alguna veleidad tecnocrática. Las únicas disposiciones innovadoras son la creación de la milicia voluntaria para la seguridad nacional y la ley electoral con premio a la mayoría (ley Acerbo). En un segundo período, una vez terminada con el crimen Matteoti la fase en que la represión de la oposición estuvo confiada a fuerzas extralegales, empieza el desmantelamiento del sistema pluralista representativo que se realiza prácticamente en el transcurso de dos años (1925 y 1926); se limita la libertad de asociación (26 de noviembre de 1925); se le quita al parlamento el control del ejecutivo (24 de diciembre de 1925); se le asigna al ejecutivo la facultad de emitir normas jurídicas (31 de enero de 1936); se suprime el autogobierno de los municipios y de las provincias ampliando los poderes de los prefectos y sometiendo los municipios a “potestades” nombradas por el gobierno (4 de febrero de 1926, 6 de abril de 1926 y 3 de setiembre de 1926); se establece el confinamiento policíaco de los elementos de oposición (6 de noviembre de 1926); se instituye el Tribunal Especial para la Defensa del Estado y se restablece la pena de muerte (25 de noviembre de 1926). El 9 de noviembre de 1926 se termina prácticamente la actividad legal de la oposición mediante la expulsión de la Cámara de Diputados de los parlamentarios que se habían adherido a la secesión del Aventino. Al final del mismo año dejan de existir los partidos incluyendo los colaboracionistas.

La tercera fase es la de la “fascistización” del estado. El régimen trata de establecer para sí mismo instituciones originales. Estas últimas no se apoyan por otra parte en el partido al que se le aplican las mismas reglas autoritarias adoptadas en el país. La inspiración de la “fascistización” es la estadista concentradora del ministro Gurdasellos Alfredo Rocco, proveniente de las filas nacionalistas. El totalitarismo fascista no se traduciría en la transformación del estado sino en la acumulación de nuevas funciones dentro del estado tradicional. “El estado fascista”, se ha dicho justamente, “se proclamó constantemente y con gran exhuberancia de tonos, estado totalitario, aunque siguió siendo hasta el último también un estado dinástico y católico, y por lo tanto no totalitario en sentido fascista”. “Bajo el f., el estado totalitario en cuanto integración sin residuos de la sociedad dentro del estado no logró nunca ser verdaderamente tal” (Aquarone, 1965). La misma inspiración meramente autoritaria y burocrática del poder que daría muerte al partido sin lograr hacer del estado un organismo capaz de promover la movilización social, comprimiría y daría muerte a las corporaciones con las que debería articularse la relación entre el régimen y las fuerzas productivas (v. corporativismo).

En el período 1927-1930 se configura de algún modo la apariencia del estado fascista: se aprueba la Carta de Trabajo (1927) y se instituye la Magistratura del Trabajo (1928), se fija la competencia del Gran Consejo del f. en cuestiones institucionales y constitucionales (1928 y 1929); el Consejo Nacional de las Corporaciones se incorpora a los órganos del estado (1930). Por regio decreto n. 504 del 11 de abril de 1929 se incluye el Fascio en el escudo de armas del estado.

Los años que van desde 1930 hasta 1935 son los “años de efervescencia” del régimen. Ya que el partido, bajo la guía del secretario general Aquiles Starace, a pesar de sus crecientes ramificaciones en todos los sectores de la vida nacional, se manifestó cada vez menos capaz de realizar una movilización de masa, una serie de iniciativas clamorosas (desde la primacía de los aviadores hasta las bonificaciones agrícolas y determinadas obras públicas), el uso adecuado de los modernos medios de propaganda masiva, le permiten al régimen con ocasión de la guerra de Etiopía (1935-1936), maximizar y casi unanimizar el consenso del país. las carencias del partido como órgano de movilización, el carácter subalterno de los poderes intermedios como las corporaciones se presentarán, sin embargo, en toda su gravedad durante el período de 1937-1940 para explotar durante el conflicto mundial hasta el derrumbe del 25 de julio de 1943.

En síntesis, en la década 1930-1940, el régimen experimentó una serie de fórmulas desde el totalitarismo hasta el corporativismo y el dirigismo económico, ninguna de las cuales se aplicó a fondo. El resultado de los modelos innovadores haría que en el momento del desastre la sucesión fuera recibida por el elemento tradicional del sistema, por el elemento “dinástico” y “católico”.

Sólo desde hace poco el balance global de la experiencia del régimen fascista es objeto de juicios críticos meditados. Se acepta que en el plano económico el régimen logró crear un parque industrial diferenciado, un sector público robusto y dinámico, preparando además una gama de instrumentos de intervención de tipo dirigista que se utilizarían plenamente en la posguerra. En el plano social, el régimen aceleró, o por lo menos no se opuso, al ascenso de las clases emergentes y al acantonamiento de las viejas gerencias. Respecto de las clases subordinadas, a pesar de no haberse propuesto una política de bienestar, se trazaron los primeros lineamientos de un Welfare State, sobre todo gracias a una avanzada legislación asistencial. Son más oscilantes las decisiones del régimen en materia de salarios reales y de pleno empleo, debido también al estado de recesión en que se encontraba el mercado de trabajo italiano después de la clausura de las corrientes migratorias. En la política agraria y meridionalista el concepto de la “bonificación integral” elaborado por Arrigo Serpieri, después de un principio de actuaciones brillantes en el Campo Pontino, sufrió oposiciones y hasta la ley para la colonización del latifundio siciliano (1940) que debería marcar la recuperación.

La política militar y la diplomacia del régimen fueron catastróficas. En el campo militar se utilizó el personal y hasta los implementos prefascistas sin introducir ninguna innovación técnica digna de tomarse en cuenta. En el campo de las relaciones internacionales, el régimen exasperó los elementos básicos de la diplomacia tradicional sin el correctivo de la desprejuiciada flexibilidad que le había permitido a esta última evitar los cambios de rumbo trágicos.

El régimen fascista italiano se caracteriza fundamentalmente por un ejercicio del poder marcado por un pragmatismo absoluto:; obedeciendo a este impulso dinámico, a esta obsesión realizadora que no sólo es la “polilla” de los f., como afirma Camillo Pellizi, sino la auténtica razón de vida, se dispersó en todas direcciones como un torrente de lava, deteniéndose donde encontraba resistencia y lanzándose hacia adelante donde no la había. El partido, el sistema totalitario y las corporaciones fueron encontrando, a su turno, su punto de detención. Y siempre, por último, quedó solo el estado, el viejo estado, con sus sedimentaciones tradicionales, obligado a adoptar el papel revolucionario ya que, en realidad, su expansión parecía la menos temida y, en último análisis, seguía siendo el único punto de apoyo indiscutible de una unidad de emergencia. El uso revolucionario de un estado tradicional, de un ejército tradicional, de una diplomacia tradicional, determinan el resquebrajamiento del régimen al que, por otra parte, debido al proceso de despolitización que se lleva a cabo en el país desde 1937, a la desmovilización emotiva de las dirigencias y de las masas, a la transformación del régimen en “dirección”, de acuerdo con la afortunada expresión de Bottai, no le queda otra cosa que el dilema entre un autoritarismo estático, o sea el no f., y el verdadero f., o sea la marcha ininterrumpida, el dinamismo aun nihilista.

VI. LA IDEOLOGIA DEL FASCISMO

“Los prejuicios son mallas de hierro o de oropel. No tenemos el prejuicio republicano, ni el monárquico, no tenemos el prejuicio católico, socialista o antisocialista. Somos cuestionadores, activistas, realizadores”, declara Mussolini en una entrevista al Giornale d’Italia después de la fundación del Fascio de combate de Milán. Missiroli llama al f. “herejía de todos los partidos”. En el preámbulo doctrinal del estatuto del PNF de 1938, Mussolini afirma: “El f. rescata de los escombros de las doctrinas liberales, socialistas y democráticas, los elementos que todavía tienen un valor vital. Mantiene los que se podrían llamar hechos adquiridos de la historia, y rechaza todo lo demás, es decir el concepto de una doctrina buena para todas las épocas y para todos los pueblos”.

El posibilismo ideológico está ligado a la subordinación de las ideas a la acción. Diez años después de su asentamiento en el poder, Mussolini le dirá a Ludwig: “Me he convencido de que la primacía le corresponde a la acción, aun cuando esté equivocada. Lo negativo, el eterno inmóvil es condenación. Yo estoy de parte del movimiento. Yo soy un marchista”. En todos los f. existe un florilegio de declaraciones semejantes: “Debéis caminar, debéis dejaros arrastrar por la corriente [...] debéis actuar. Lo demás llega por sí solo”, exhorta León Degrelle, “No nos preguntaréis primero -escribe Drieu la Rochelle- cuál es nuestro programa sino cuál es nuestra mentalidad. El espíritu del PPF es un espíritu de vida, de acción, de velocidad”. “Perón me ha enseñado -proclama Eva Duarte- que para conseguir algo no es necesario, como cree la mayor parte de la gente, hacer grandes planes. Si los planes existen tanto mejor, pero si no existen, no importa: lo que importa es comenzar a actuar. Los planes vendrán después”. Y Oswald Mosley afirma por su parte: “Un gran hombre de acción observó: `el que sabe exactamente a donde se dirige no llega muy lejos’”. Para Hitler, el nacional-socialismo era un “socialismo potencial que no se realizaría nunca porque estaba en una condición de cambio continuo”. Plinio Salgado, que no obstante trata de darle al inte-grismo un contenido doctrinal preciso, habla de “una concepción integral de la idea, del hecho y del movimiento”, atribuyéndole a este último “una importancia fundamental”. Weber habla del f. como de un “activismo oportunista inspirado en la insatisfacción producida por el ordenamiento vigente, sin la intención o la capacidad de proclamar una doctrina propia y más bien con la tendencia a destacar la idea del cambio y la conquista del poder” (Weber, 1964).

Respecto de la primacía de la acción, las mismas teorías que se van incorporando poco a poco a la doctrina fascista, como el corporativismo, el; sindicalismo, el totalitarismo, el dirigismo económico, doctrinas que por otra parte se contradicen entre sí desde sus premisas, aparecen como meros ejercicios abstractos que sólo han influido marginalmente en el desarrollo del movimiento. En ese sentido es explicable que el f. no logre negar o rechazar in toto las demás ideologías, incluso el comunismo: tiende más bien a conciliarlas, a servirse de ellas una después de la otra de acuerdo con las circunstancias. El f. húngaro (las Cruces Flechadas) aceptará los votos comunistas, Mussolini restablecerá las relaciones con la Rusia de los Soviets, los fascistas españoles siguiendo a la izquierda italiana, alabarán simultáneamente la revolución de octubre y la revolución fascista, Hitler no dudará en pensar en una división del mundo con Stalin, las relaciones entre los actuales sistemas nacional-populistas y los partidos comunistas locales son demasiado ambiguas.

El activismo no es incompatible con el nacionalismo sino encuentra en este último el instrumento más adecuado, no entendiéndolo en el sentido de la conservación tradicional sino de la consolidación dinámica y de la expansión permanente de la comunidad nacional. No obstante, respecto del dinamismo, el nacionalismo es un elemento subordinado. Algunos f. aceptan concientemente la hegemonía alemana. El último f. italiano, el de 1945-1946, evocará en el Manifiesto de Verona la idea de la comunidad europea. Los nazis se consideran a sí mismos defensores de Europa. La concepción dinámica de la nación y el “orden europeo” explica la catástrofe diplomática y militar de los regímenes fascistas que, no obstante, en el plano económico y en parte en el plano social, lograron éxitos efectivos.

Una característica peculiar del f. es la percepción de la crisis. Este no cuaja como una ideología de emergencia con un programa de inmovilización y de hibernación de la sociedad enferma (no lo hacen en cambio, los sistemas de tipo militar) sino de huida hacia adelante. La unidad propuesta por el f. no es estática sino dinámica.

El f., por lo tanto, “vive y lucha en una atmósfera de crisis”. “Todos los f. se consideran como el último recurso; todos están amenazados por un mundo hostil, en un estado de sitio en que la autosuficiencia material e ideológica es la única esperanza” (Weber, 1964). En 1929, Gregor Strasser proclama: “Nosotros llevamos adelante una política de catástrofe porque sólo la catástrofe, es decir el derrumbe del sistema liberal nos allanará el camino para la construcción del nuevo edificio que llamamos nacional-socialismo”. La revista Die Komenden, órgano de un grupúsculo nazi, afirma en el mismo período: “Deseamos el caos porque lo dominaremos”. Antes de la intervención de 1915, Mussolini plantea el dilema: “Guerra o revolución”.

VII. CONCLUSIÓN

El f. es pues una ideología de crisis. Nace como respuesta a una crisis a la que Talcott Parsons llama el incremento de las anomias, o sea “la falta de integración, bajo diversos aspectos, entre muchos individuos y los modelos institucionales constituidos” (Talcott Parsons, 1956). La crisis puede estar relacionada con un evento determinado (una guerra o una desocupación masiva), pero es necesario tomar en cuenta que el evento revela la crisis, no la provoca. El sistema democrático-liberal italiano ya se había derrumbado en 1915 antes del ingreso a la guerra.

La crisis se manifiesta principalmente a través de la disgregación del ordenamiento existente. Un caso típico de crisis es el del dualismo de la sociedad en vías de industrialización (v.). El contenido de la respuesta fascista a la crisis es la unidad. El concepto de unidad está implícito en la denominación: Fascio. El autoritarismo, la violencia, el racismo, el totalitarismo son derivaciones y algunas veces desviaciones del principio unitario.

La unidad sigue siendo el dato prioritario y esencial. La apelación a la unidad atrae de manera particular a la juventud y a las clases medias que se consideran, dentro de la escala social, en una posición de equidistancia de los extremos y, por lo tanto, de interclasismo. Bajo este aspecto, el f. se adapta a las clases medias de tal manera que se puede definir tendencialmente como la ideología típica de las clases medias y sobre todo como la ideología de las élites juveniles de la clase media. Esto no excluye que el f. adquiera un consenso masivo aún dentro del proletariado y en ciertos sectores del establishment. Su sustrato social típico es la pequeña burguesía de origen proletario que tiene cualidades de combatividad y de agresividad desconocidas para la burguesía tradicional (las investigaciones recientes sobre los cuadros del integrismo brasilero demuestran su ubicación dentro del sector social en ascenso; la proveniencia de los jefes fascistas italianos y nazis, en su mayoría de la izquierda política o de lo que se podría llamar “la izquierda social”, es conocida). En este sentido el f. es una ideología de clases que está emergiendo, radical más bien que revolucionaria. Tiene por objeto el trastocamiento del establishment (Carsen, 1970).

La conexión entre f. e industrialización está ya manifiesta en la conexión entre f. y crisis. En efecto, el recurso a sistemas de tipo fascista o influidos por el f. es casi recurrente en el período de la industrialización. La subordinación de las reivindicaciones sociales a las reivindicaciones nacionales se presenta como el instrumento más eficaz para proponerse a las masas la prórroga de la era del bienestar. También los sistemas populistas revolucionarios toman esta característica del f.

¿Cómo tiende el f. a superar la crisis? Se puede decir que trata de domarla mas no de anularla. El f. es un organizador de la tensión. La tensión es su combustible. Esta le permite mantener la movilización permanente de las masas bajo una disciplina de tipo más bélico que militar. El dinamismo fascista es un germen negativo del sistema, un detonador que tarde o temprano provoca su explosión. La conciencia de la tragedia final está presente en el sistema fascista aún en el momento del triunfo, y de ella se deriva un sentimiento de religiosidad negativa, el pesimismo activista que impresiona a Malraux en el hombre fascista, el romanticismo desesperado que aflora tarde o temprano de manera inevitable en todo f., en sus ritos desde las reuniones de Núremberg hasta la “Noche de los Tambores Silenciosos” de los integristas brasileros. Este pesimismo se pone de manifiesto, dentro de la simbología fascista, en el color “negro”, en la evocación obsesiva de la muerte y en el lugar que ésta ocupa en la iconografía fascista. El decálogo del fascio turinés proclama la fe en el éxito de las “minorías de voluntad y muerte”. La agonía del f. está rodeada de alusiones a la “muerte bella”, a la “belleza de morir”. La desesperación se contrapone a la esperanza como un elemento activo. La desesperación se sublima como activismo absoluto. La Disperata es el nombre de una escuadra de acción florentina. Por esto, también el f. triunfante se presenta al conservador Rauschning como “la revolución del nihilismo”.

El dinamismo distingue claramente al f., como se ha señalado, de los demás sistemas de tipomilitar que cuando mucho podrían definirse, con una distorsión sustancial del término, como “f. estáticos”.

El hecho de que se proponga resolver la crisis, aunque se alimente simultáneamente de la crisis, distingue al f. aún más de los sistemas populistas revolucionarios, que son capaces de sobrevivir precisamente por su activismo optimista. Talcott Parsons habla, a propósito del f., de una “reacción a la ideología de la racionalización de la sociedad”, y en ese sentido éste se contrapone al radicalismo de izquierda y se clasifica como “un radicalismo de derecha”. Aunque, a su manera, también el f. es un intento de racionalizar la sociedad, apoyándose en el factor dinámico y aplicándole a la sociedad un esquema de evolucionismo político. Racionalizando en cierto sentido el pesimismo, o haciéndolo trascender en el tema de la fe y de la muerte, propone la utopía del fuego y del peligro.

El f. queda fuera, por lo tanto, de la rígida dicotomía derecha-izquierda. Unas veces minoritarios y otras mayoritario, pequeñoburgués o proletario, siempre plebeyo e interclasista, dispuesto a no apelar a la uniformidad de las condiciones sino a la igualdad y a la unidad de los sentimientos, se le presenta a la sociedad en crisis como una alternativa mesiánica.

Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio

ESTADO DE BIENESTAR - Norberto Bobbio

I. LA REVOLUCION INDUSTRIAL Y LA CUESTION OBRERA

El pasaje de un rédito per cápita de subsistencia a un rédito per cápita en continua expansión, el progreso científico y tecnológico, la organización racional del trabajo y la explosión demográfica han representado discontinuidades fundamentales en el desarrollo económico del sistema occidental. Tales discontinuidades, sintetizadas con la expresión “revolución industrial”, han producido lo que Karl Polanyi ha llamado “la gran transformación”, es decir la transición de la sociedad tradicional de base agrícola a la moderna sociedad industrial. El impacto de las fuerzas modernizantes sobre el modo de vida tradicional ha sido trastornante: una verdadera “catástrofe cultural”. El avance del industrialismo y del mercado ha erosionado y despedazado importantes conjuntos de vínculos sociales, políticos y económicos; ha debilitado gravemente la cohesión interna de los grupos primarios; por fin ha trastornado el sistema consolidado de las creencias religiosas que garantizaba un mínimo de solidaridad entre las clases. Rápidamente la gran transformación ha generado en su fase inicial un gigantesco proceso de movilidad social que ha sido también un radical proceso de desarraigo: millones de individuos han sido arrancados de su hábitat sociocultural e inducidos en un nuevo sistema de relaciones -el mercado autorregulado- en el cual el sentido de pertenencia comunitaria y de solidaridad estaba amenazado por la despiadada lógica de la ganancia. El mercado autorregulado es inhumano: para él no existen hombres, valores morales, sentimientos, sino sólo mercancías. Por esto en el siglo XIX el avance del mercado ha coincidido con la agudización de todos los fenómenos patológicos de la vida social (alienación, anomia, etc.). La Gemeinschaft (comunidad) es sustituida por la Gesellschaft (sociedad), es decir por un sistema de relaciones puramente contractual, basado exclusivamente en el cálculo utilitarista de los costos y de los importes y sordo a cualquier consideración de orden moral. Los trabajadores comprometidos en el ciclo manufacturero fueron considerados como mera fuerza productiva , mercancía entre las mercancías. Nació de tal manera el “proletariado interno” de la civilización capitalista-burguesa; una masa de individuos despersonaliza-dos, carentes de raíces culturales y abandonados a sí mismos; una especie de “casta en exilio”; un grupo halógeno que se siente extraño a la sociedad y siente la sociedad extraña a sus específicas exigencias materiales y psicológicas. Las raíces profundas de la cuestión obrera se encuentran en el doloroso sentido de abandono que advierten los trabajadores comprometidos en el ciclo productivo del factory sistem más que en la penosidad del trabajo y en los bajos salarios. La nueva clase dominante -la burguesía capitalista-se desinteresa de la dirección política de las clases subalternas; ella sólo quiere utilizar su fuerza de trabajo, explotarlas, no ya gobernarlas. Y exige también que el estado no corrija las leyes del mercado puesto que ve en cualquier intervención dictada por consideraciones extraeconómicas un atentado a la “natural armonía” que se determina a través del libre juego de la oferta y la demanda. La filosofía que expresa la actitud fundamental de la burguesía frente a los problemas políticos y económicos es el laissez faire. El estado burgués es un estado que protege desde el exterior el mercado, que garantiza que las normas esenciales para el funcionamiento del sistema no sean violadas, que se abstiene de toda acción que pueda perturbar el mecanismo de la competencia. Por esto es un estado carente de sensibilidad social> los costos de la gran transformación, que se vuelcan casi exclusivamente sobre la clase obrera, no son percibidos por él o son percibidos como naturales, inevitables, inmodificables. De tal modo en el seno de la sociedad capitalista el surco entre las clases integradas y las masas proletarizadas se hace cada vez más agudo al punto de preceder a una escisión vertical en el cuerpo social. No es casual que tanto el revolucionario Marx como el conservador Disraeli vean la crisis de civilización actuante en el 1800 como el encuentro frontal entre dos ciudades recíprocamente repulsivas: la de los haves y la de los have-nots.

II. LA REVOLUCION DE LAS EXPECTATIVAS CRECIENTES

Estadísticas en mano, la historiografía neoliberal ha tratado de demostrar que la revolución industrial no ha conducido, ni siquiera en su fase inicial, a un empeoramiento de las condiciones materiales de existencia de las clases trabajadoras. Sin embargo, es un hecho que la condición obrera fue vivida por los trabajadores como una intolerable degradación de la vida humana y que así fue descrita por los observadores de la época. Dos fenómenos concordaron para determinar eso: el aislamiento moral del proletariado, que fue abandonado a su destino -ni la burguesía ni es estado se ocupaban y se preocupaban de sus condiciones existenciales-, y una transformación de la mentalidad dominante determinada por la difusión del credo democrático e igualitario. Aquí, un papel decisivo fue desempeñado por la revolución francesa y por los “inmortales principios”. Las clases inferiores en el siglo XIX comenzaron a reinterpretar su condición existencial a la luz de los nuevos valores proclamados por la inteligencia radical y reclamaron, al principio confusamente, luego de manera cada vez más clara, la reorganización de la sociedad. Se sentían excluidas de la ciudad y por eso pretendieron el pleno derecho de ciudadanía política y moral. Apremiaron a los empleadores, a los gobernantes, a toda la sociedad para obtener un estatus igual al de los otros grupos que articulan la comunidad nacional. La protesta obrera, revolucionaria o reformista, nace del resentimiento colectivo contra la sociedad burguesa que no siente ningún deber frente a las víctimas de la acumulación salvaje y de la industrialización acelerada.

El fenómeno es contagios. Progresivamente todos los grupos que ocupan una posición periférica en la jerarquía social exigen la plena ciudadanía política y moral. Lo cual produce una fermentación continua de las demandas. Se verifica así el fenómeno que los científicos sociales han bautizado “revolución de las expectativas crecientes”. Que nace, justamente, de una reformulación del cuadro de referencia axiológico. Los grupos subalternos ya no perciben como natural e inmodificable su condición de ciudadanos de segunda o tercera categoría, ahora pretenden un status igual al de las clases privilegiadas. Y el instrumento para ejercer una presión eficaz sobre la sociedad para que ésta, mediante sus órganos, satisfaga sus demandas es la protesta. La época contemporánea es la época del progresivo avance del principio socialista de la igualdad a través de la estrategia de la protesta. Ya no se toleran diferencias económicas, sociales o políticas entre los hombres, y las diferencias que, a pesar de todo, permanecen, son percibidas como ilegítimas.

III. DEL MERCADO AUTORRE-GULADO AL CONTROL SOCIAL DE LA ECONOMIA

La sociedad europea en el siglo XIX está caracterizada por un conflicto fundamental: por una parte, existe una institución -el mercado- que trata de conquistar la plena autonomía respecto de la política, de la religión, de la moral y en general de cualquier instancia no estrictamente económica; por la otra un valor -la igualdad- que se difunde rápidamente en todos los ambientes sociales como un contagio y que, a medida que las generaciones se suceden, adquiere cada vez más vigor hasta hacerse una formidable fuerza histórica. Ahora, el mercado autorregulado y el principio de igualdad tienen exigencias incompatibles entre sí, puesto que el primero exige la no intervención del estado y el segundo, por el contrario, postula que el estado debe asumir la carga de eliminar todos los obstáculos que objetivamente impiden a los ciudadanos menos pudientes gozar de los derechos políticos y sociales formalmente reconocidos. La sociedad trata de defenderse del mercado autorregulado, que produce miseria, desigualdad, desocupación y alienación y, a través de la acción del estado, trata de poner límites precisos al imperialismo de la lógica capitalista. Las luchas de la clase obrera contra la burguesía y las alternativas políticas proyectadas por los pensadores socialistas tienen esto en común: quieren abolir el mercado o, cuando menos, someterlo al control de la colectividad. La abolición del mercado implica la creación de un sistema radicalmente distinto: la economía colectivista; el simple control significa el fin del laissez faire y la creación de una economía mixta, en la cual la lógica de la ganancia individual sea moderada por la del interés de la colectividad. En Europa occidental no es la solución radical la que prevalece sino la moderada, es decir la solución del control social del mercado, el cual no es abolido sino socializado. De tal modo se verifica, como consecuencia más o menos directa de las enérgicas presiones ejercidas por los partidos obreros, el pasaje del capitalismo individualista al capitalismo organizado. El estado ya no se limita a desempeñar las funciones de guardián de la propiedad privada y de tutor del orden público, sino que, por el contrario, se hace intérprete de valores -la justicia distributiva, la seguridad, el pleno empleo, etc.- que el mercado es hasta incapaz de registrar. Los trabajadores ya no son abandonados a sí mismos frente a las impersonales leyes de la economía y el estado siente el deber ético-político de crear una envoltura institucional en el cual ellos estén adecuadamente protegidos de las perturbaciones que caracterizan la existencia histórica de la economía capitalista.

Además de la acción de los partidos socialistas, dos fenómenos facilitan el pasaje del estado liberal al estado asistencial: el espectacular crecimiento de la riqueza y la “revolución keynesiana”. El primero ha permitido extender las ventajas materiales del industrialismo a categorías sociales cada vez más amplias, de manera que el capitalismo de economía del ahorro se ha transformado en economía del consumo. Ha nacido así la sociedad opulenta con sus extraordinarias capacidades productivas, las cuales hacen posible que el estado pueda destinar una cuota considerable del rédito nacional a fines sociales.

La revolución keynesiana, por fin, ha conducido a la liquidación de la política del laissez faire y al nacimiento de una nueva política económica basada esencialmente en la intervención sistemática del estado, al que se asigna un papel económico central. A él concierne, en efecto, la tarea de ejercer una función directiva sobre la propensión al consumo a través del instrumento fiscal, la socialización de las inversiones y la política del pleno empleo. En el sistema teórico keynesiano la iniciativa privada, aunque continúa teniendo un papel decisivo, ya no es considerada el único motor del progreso, puesto que el equilibrio general del sistema puede ser garantizado sólo por una política orgánica de intervenciones estatales dirigidas a conjurar las crisis cíclicas. Por esto la obra de Keynes es considerada hoy como la plataforma científica sobre la que se apoya la moderna filosofía occidental del e. de b.

IV. LA POLITICA DEL ESTADO DE BIENESTAR

El capitalismo individualista entra en crisis por dos razones principales: por su orgánica incapacidad de evitar las crisis económicas y por su insensibilidad frente a las exigencias de las clases sometidas, sin protección alguna, a la intemperie de la competencia. Para eliminar estos dos defectos estructurales del capitalismo individualista, la cultura occidental no ha encontrado otra solución que recurrir a la intervención del estado, al que se demanda el mantenimiento del equilibrio económico general y la persecución a fines de justicia social (lucha contra la pobreza, redistribución de la riqueza, tutela de los grupos sociales más débiles, etc.). De tal manera se ha verificado espontánea-mente el choque entre la economía keynesiana y la política socializadora de los partidos socialdemócratas europeos. Lo cual ha conducido al fin de la era del mercado autorregulado y del estado abstencionista y al inicio de la era del capitalismo organizado y del estado asistencial.

La crítica de los teóricos del e. de b. (Welfare State) al laissez faire se resume así: El mercado autorregulado no es capaz de registrar y satisfacer ciertas necesidades materiales y morales que además son fundamentales tanto para los individuos en cuanto tales como para la colectividad. En particular el estado liberal deja al “libre” trabajador prácticamente indefenso frente a las exigencias impersonales del mercado y expuesto a todos los golpes de las fluctuaciones económicas. Es necesario, por lo tanto, institucionalizar el principio de la protección social, y esto exige que el sistema económico capitalista sea sometido al control de la sociedad y que la lógica de la oferta y la demanda sea moderada de alguna forma por la lógica de la justicia distributiva. El moderno estado asistencial brota del compromiso político entre los principios del mercado (eficiencia, cálculo riguroso de los costos y de los importes, libre circulación de las mercancías, etc.) y las exigencias de justicia social avanzadas del movimiento obrero europeo. Así, el encuentro entre los liberales y los socialistas que en el siglo XIX parecía imposible, en nuestro siglo se ha realizado a través de una mezcla pragmática de principios que parecían mutuamente excluyentes. El ala socialdemócrata del movimiento obrero ha renunciado a la supresión del mercado, en el cual ha reconocido un instrumento insustituible para realizar el uso racional de los recursos limitados y para estimular al máximo la productividad, pero, al mismo tiempo, ha logrado hacer prevalecer la instancia de regular la distribución de la riqueza según criterios no estrictamente económicos. De tal modo el capitalismo ha sido, al menos parcialmente, socializado, es decir sometido al control de las estructuras imperativas de la comunidad política. En consecuencia, el desarrollo económico ya no se regula exclusivamente por los mecanismos espontáneos del mercado, sino también, y en ciertos casos sobre todo, por las intervenciones económicas y sociales del estado que se han concretado esencialmente en los siguientes puntos:
- expansión progresiva de los servicios públicos como la escuela, la casa, la asistencia médica;
- introducción de un sistema fiscal basado en el principio de la tasación progresiva;
- institucionalización de una disciplina del trabajo orgánica dirigida a tutelar los derechos de los obreros y a mitigar su condición de inferioridad frente a los empleadores;
- redistribución de la riqueza para garantizar a todos los ciudadanos un rédito mínimo;
- erogación a todos los trabajadores ancianos de una pensión para asegurar un rédito de seguridad aún después de la cesación de la relación de trabajo;
- persecución del objetivo del pleno empleo con el fin de garantizar a todos los ciudadanos un trabajo, y por lo tanto una fuente de rédito.

V. PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS

El Welfare State puede ser concebido como la resultante institucional de una verdadera revolución cultural, es decir de un profundo cambio de las actitudes y de las orientaciones ético-políticas de la opinión pública occidental que se ha manifestado en formas particularmente significativas a partir de la Gran Depresión. pero es sólo después de la segunda guerra mundial que los principios del e. de b. se afirman de manera casi irresistible gracias sobre todo a la programación económica con la cual el sistema de mercado es ulteriormente socializado.

Sin embargo, a pesar de sus éxitos indiscutibles, la acción de e. de b. es duramente atacada, tanto por la izquierda como por la derecha. Para la izquierda revolucionaria la política del Welfare State y de la programación económica no es más que una racionalización del sistema capitalista y un modo disfrazado para consolidar ulteriormente el dominio de clase de la burguesía. Para los animados defensores del liberalismo individualista (Hayek, Mises, Ropke, Friedman) el estado asistencial corroe en sus raíces las estructuras y los valores de la sociedad libre desarrollando una peligrosa tendencia hacia la burocratización de la vida colectiva y hacia la reglamentación estatalista. Según tales críticos, toda intervención del estado en el mercado es una amenaza a la libertad individual y una peligrosa concesión al colectivismo. Además, el estado asistencial reduce sensiblemente la eficiencia del sistema y frena la expansión económica.

A estas críticas de signo opuesto, los partidarios del Welfare State responden recordando que la solución colectivista impulsada por los marxistas hasta ahora ha llevado al dominio burocrático y totalitario, no ya al mítico reino de la libertad, y que, por otra parte, la economía del laissez faire ya ha cumplido su ciclo, tanto por razones estrictamente económicas, como por razones de índole ético-social. Además la economía liberista genera automáticamente un contraste intolerable entre la opulencia privada y la miseria pública, es decir una incongruencia entre la enorme cantidad de bienes producido y la deficiencia crónica de los servicios sociales. Tal incongruencia en cambio ha sido eliminada o, al menos, sensiblemente reducida, justamente en los países donde los principio del e. de b. han triunfado sobre los del capitalismo individualista. Por fin, y sobre todo, el sistema de mercado abandonado a sus espontáneos mecanismos de desarrollo genera un flujo constante de tensiones sociales que son una amenaza permanente frente a las instituciones y los valores democráticos en la medida en que alimentan orientaciones políticas extremistas, tanto de derecha como de izquierda.

El debate sobre el Welfare State está todavía en curso. Pero una conclusión parece ser cierta: un retorno a una economía autorregulada es imposible, y hasta inimaginable. Las exigencias técnicas y morales adelantadas por las fuerzas políticas y culturales que se remiten a la tradición del Iluminismo reformador ya han echado sólidas raíces en la opinión pública y se han traducido en instituciones que forman un todo con la actual estructura del sistema capitalista mundial.

EL MOVIMIENTO ESTUDIANTIL Y LA POLÍTICA EN LA ARGENTINA

Marcelo García
Presidente de FUA 1984-1987

Este tema fue una preocupación desde el nacimiento de la reforma universitaria. Revolviendo actas de los distintos congresos de FUA, ya sea de los informes preparatorios como de los documentos que surgieron de los congresos, si bien fueron circunstancias políticas muy distintas, se observa que esta tensión de la vinculación de la universidad, la sociedad, el Estado y particularmente el papel o el rol del movimiento estudiantil con el sistema político, es uno de los temas más fuertes que recorre y constituye la relación entre movimiento estudiantil y política en Argentina.

Sabemos que la reforma universitaria aparece cono una gran reforma académica, como una renovación de los contenidos, como una modernización de la educación, como una ampliación y democratización de sus claustros, y también con una gran vocación nacional y latinoamericana. Se tiende incluso a proyectos mayores que hacen a la vinculación con la política, la sociedad y fundamentalmente, con la cultura. Reclama para sí el espacio de la cultura, el espacio de lo Ideológico y trata de convertirse en referencia ideológica de distintos movimientos que hasta ese momento se venían dando en América Latina. Es decir, aparecían un movimiento obrero contestatario, la constitución de una pequeña burguesía de inmigrantes que disputaba espacios económicos en la sociedad argentina, y partidos que disputaban a los viejos partidos conservadores, como el anarquismo, el socialismo, el radicalismo impugnando la democracia restringida, buscando la ampliación de libertades.

Dentro del espacio de los partidos políticos en el plano político, de los sindicatos cuestionando la cuestión social, de los pequeños inmigrantes constituyendo una disputa en el terreno económico con la vieja oligarquía casi sin proyecto, aparece la Reforma reivindicando un espacio muy definido y muy claro, quizás el momento en el que el movimiento estudiantil supo definir, con más claridad, qué lugar ocupaba en esta relación con la política. Es decir, se vinculaba al movimiento obrero, se comprometía con la reivindicación de los contenidos de la educación hacia dentro, pero el lugar que quería ocupar en esta vinculación, era un espacio simbólico de constitución de entidades en el imaginario colectivo, no de guía, pero sí de referentes culturales, ideológicos y por lo tanto, con un gran peso político sobre ese horizonte político que se abría en los distintos actores que pugnaban por constituir una nueva Argentina en esa época.

Quiero destacar que quizás fue el momento de mayor claridad de ubicación del movimiento estudiantil que encontró, en vinculación con otros sectores al tratar de disputar el espacio de legitimación de las prácticas sociales, en la cultura, el lugar donde estas prácticas sociales se legitimaron, donde adquirieron sentido, validez, y donde además se puedo determinar lo verdadero o lo falso, lo justo o lo injusto. Este fue un lugar muy importante porque permitía esa calificación, ese poder de veto y esa orientación de las otras fuerzas que se resumieron en espacio más general, que fue el de las relaciones sociales.

Después del golpe del 30 y la persecución general sobre todo el espectro político, se mantienen latentes en el movimiento estudiantil, discusiones que se profundizan en la Re forma, en el interior de la universidad, en especializaciones alrededor del saber concreto y específico en, la reforma de esta universidad y por otro lado, se agregan nuevas ideas, al respecto de la participación, como es el tenia de los graduados que antes no existía.

No es un tema menor porque hace al futuro de toda una generación de reformistas que antes habían sido estudiantes y ocupaban roles protagónicos en la sociedad argentina, ya sea como profesores, como decanos, como líderes políticos. No es casual que apareciera en ese momento la discusión de la participación de los graduados en el co -gobierno de la universidad, que se va a concretar mucho más adelante pero que empieza a discutirse en la segunda parte de la década del 30. La matriz ideológica de este movimiento es situada muy claramente dentro de las corrientes del liberalismo, entendida como se entendía en todo el mundo, es decir, romo hereditario de los principios de la Revolución Francesa, de libertad, de igualdad, de solidaridad, quizás más identificado con las líneas jacobinas y roussonianas de la Revolución Francesa, y en la Argentina, como heredero de la tradición de los gestores de la Revolución de Mayo, herederos del pensamiento de Belgrano, de Moreno, de Castelli fundamentalmente, toda esta línea de pensamiento que seguía con la generación del 37 expuesta por Echeverría. Una tradición liberal radicalizada, incluso porque había distintos grupos: radicales, independientes, socialistas, trotskistas; es más, el comunismo se proclamaba heredero de esta tradición liberal y reivindicaba a Sarmiento y a la burguesía modernizante de la generación del S0, que había producido el paso de una economía del capitalismo tardío, casi feudal, a un capitalismo de una etapa ascendente como el que produjo esta generación del 80 en Argentina. Esta era la matriz más clara del movimiento estudiantil, de un liberalismo igualitarista; dentro del liberalismo estaban constituidos el Partido Socialista, el Partido Radical, la mayoría de los movimientos de las agrupaciones estudiantiles y también los anarquistas y primeras agrupaciones trotskistas que aparecieron en el país.

En el período del 45 al 55, la universidad fue fuertemente atacada por el peronismo por diversos motivos. Hubo un gran desencuentro político en lo que fue la interpretación de la modernización de la Argentina, una falta de interpretación, en la oposición política, al no comprender cuál había sido el período de sustitución de importaciones. Después de este período de sustitución de importaciones del año 30, período que paradójicamente fue conocido como la década infame, aparece el fenómeno peronista que produce una interpretación de esta situación, de esta constitución del Estado, de la aparición de una burguesía industrial producto de la sustitución de importaciones y de una clase obrera, producto del mismo proceso y de la inmigración del interior a la ciudad.

El movimiento estudiantil estaba ligado a las otras corrientes, al PDC, al socialismo, al comunismo, al radicalismo y como también estuvieron en la oposición a esto, hay que agregar la caracterización que se hacía del peronismo. Y teniendo tan cerca el ejemplo de Franco, de Mussolini, de Hitler, se lo satanizaba, se hace una combinación muy inmediata con estos movimientos. Pónganse Uds. en la cabeza de los dirigentes estudiantiles de esa época. La oposición queda relegada en el plano político, se constituye en emergente social, nuevos actores sociales, nueva mediación entre el Estado y la sociedad la democracia parlamentaria se quiebra si bien no había sido muy representativa, hay nuevas demandas que son agregadas y no pasan por el Parlamento, ni por el sistema político. El peronismo tiene un manejo muy autoritario, excluye a la oposición (Frondizi fue el primer opositor que habló por la radio) y está muy ausente la política de los partidos de la democracia parlamentaria. Ocupa todo el escenario social, movilizado totalmente, económicamente con un proyecto nuevo, con una serie de leyes que van a dar cuenta de la modernización de la sociedad, con un autoritarismo y una verticalización muy grande dentro del partido peronista, que hace que los diputados y los senadores sean un brazo del PE. Entonces, pierde significación, por un lado, la política y por otro, la oposición.

El movimiento estudiantil queda muy encerrado en la universidad, porque hace una férrea oposición. A pesar de ello, tiene vinculaciones con los partidos de la oposición que casi no tienen existencia; luego se va a constituir la Unión Democrática en la cual el movimiento estudiantil tuvo mucho que ver en la gestación, como articulador y aparte como bisagra de diálogo entre los partidos que no tenían mucho que ver, Pedro Uriburu, la UCRI, el PC. El movimiento estudiantil fue un poco el articulador de esto. El peronismo tuvo proyecto para muchas cosas, más allá de si fueron malos o buenos, pero para la universidad no los finco• esto liana que ver con su matriz ideológica; por otro lado, las personas que puso en la universidad representaban al nacionalismo católico, en las antípodas casi no solamente del movimiento estudiantil sino de los profesores de la época y hacía muy difícil el diálogo entre la universidad y el gobierno.... de todos modos, el movimiento estudiantil tiene mucho éxito al interior de la universidad, se fortalece, las asambleas son masivas, las movilizaciones también, se constituyen los centros de estudiantes, los congresos de FUA son muy ordenados, uno puede ver los informes preliminares de los centros de estudiantes, de las regionales, los de las juntas representativas de la FUA antes de cada congreso, los documentos de esa época son muy ricos y pese a la fuerza del peronismo, el movimiento estudiantil le hizo retroceder dos leyes, la restricción del ingreso que fue implantada en el 50, producto de las movilizaciones estudiantiles en el 53 la tiene que retirar; si bien por un lado estaba muy reducido a la universidad, estaba muy fuerte hacia dentro, había una gran diversidad de agrupaciones que convergían en los centros y por otro lado hizo casi muy difícil la implementación de lo que el peronismo quería para la universidad y por otro lado el peronismo no tenía muy claro que era lo que quería para la universidad, no lo podía cooptar como hizo con el movimiento obrero, no lo podía destruir y también el movimiento estudiantil junto con los profesores buscaron mecanismos en la famosa universidad de las sombras que habla José Luis Romero, de aquellas cátedras oficiales que se crearon, que se hicieron cátedras por afuera de lo que eran las cátedras oficiales y se mantuvo el pensamiento y una herencia y tradición democrática, progresista , por afuera ce los circuitos oficiales y todo esto hecho por el movimiento reformista. Acá la articulación con la sociedad fue muy difícil y no se hicieron realmente esfuerzos para comprender esa nueva realidad social y política, es más, se mantuvo una tarea de enfrentamiento con esa realidad.

Después del movimiento estudiantil que surge del 55 al 66, es un movimiento estudiantil muy fuerte que aparece precedido de otra organización y con mucha vía libre, a partir del reconocimiento que hace Aramburu de la autonomía universitaria y de la legalización plena de los centros de estudiantes y de la reivindicación de la reforma de la universidad, y aparecen también en el poder todas aquellas alianzas del movimiento estudiantil que después se entran a disputar entre ellas, qué va a pasar en el país con el peronismo, qué van a hacer con el desarrollo industrial y ahí empiezan otras complicaciones. En ese momento, el movimiento estudiantil sale a desafiar la privatización de la educación que implementa el ministro de Frondizi, grandes manifestaciones en todo el país, el famoso artículo 28, la Ley Domingorena y adquiere gran protagonismo hacia dentro de la universidad, hacia fuera también; es atravesado por distintas discusiones y por distintos momentos políticos que hacen muy particular y rico el análisis de este periodo, pero en principio diríamos que se plantea como relación fundamental la vinculación con el pueblo y el no haber comprendido la década anterior, esa nueva realidad cruzó traumáticamente a todas las agrupaciones del movimiento estudiantil y se plantearon distintos mecanismos casi de forma directa, automática para recuperar ese protagonismo de relación con el pueblo y de la cual se dan distintas respuestas que van desde conducir la vanguardia con la lucha armada para liberar al pueblo, hasta ir a trabajar a las villas, hasta relaciones con los sindicatos, hasta relación con el peronismo y hasta la mezcla de distintas ideologías en boga que se usaban para justificar esta nueva relación del movimiento estudiantil con el pueblo. Pero dentro de ello es también abandonada la teoría democrática, la democracia parlamentaria como vía de acceso al poder, y salvo un grupo de agrupaciones que constituían la UM, Franja Morada, la parte del Partido Socialista que se habían escindido en esa época en varios partidos, mantienen él núcleo de esta tradición liberal y democrática, pero el resto toma rumbos muy distintos que después los vamos a analizar.

Más que la vinculación con el sistema político lo que se plantea acá es la relación con el pueblo, con las masas, cómo se vincula el orden de las ideas con la realidad, el intelecto y el entendimiento con la sociedad, cómo se lleva adelante la extensión universitaria, cómo la ciencia solamente adquiere validez en función social y en función del compromiso político que se tenía, se politiza la ciencia, se ideologizan las acciones y una serie de herramientas que se dan particularmente ahí.

Conocen más o menos todos la historia de esa época, los presidentes de esa época son Estévez Boero, Carlos Ceballos, ...Tiefenberg, que fue presidente de la FUA por dos periodos, después Jaimovich y después viene la división del movimiento estudiantil en los 70, entre la FUA La Plata y la FUA Córdoba, la FUA Córdoba que era la reformista, !a más reivindicadora de la reforma del 18, que el presidente había sido del socialismo popular, el flaco Campero y después presidente de la FUA Freddy Storani y la FUA La Plata que es el peronismo más el MOR que era el partido comunista, en las universidades funda FUA La Plata, y Storani funda FUA Córdoba junto con el FAUDI y el partido socialista popular y agrupaciones independientes. En ese momento, también las discusiones son acerca de la salida democrática del país y acerca del nuevo periodo de legitimación que se había adquirido con el ingreso del peronismo al poder y de Cámpora en el gobierno donde algunos todavía seguían en una práctica de contestación al Estado y de esta FUA más allá de las diferencias en cuanto a algunos contenidos con respecto a los procedimientos de la universidad, se discutía mucho en cuanto a revisar todo lo hecho en los años 60 en función de que había una nueva legitimación política en el gobierno de esa época y había que plantear políticamente las salidas dentro de ese nuevo espacio que se había creado con el peronismo en el poder.

Conocen por otro lado, bien Uds., la dictadura militar que rompe con esta tradición; de todos, del año 73, 75, todo lo que se conoció como la Nueva Izquierda argentina, producto de los años 60, políticamente estaba muy agotada y con escasa representación y muy marginada de lo que eran los aparatos militares o armados que tenían pero como representación política, el hecho del peronismo en el gobierno y de canalizar distintas demandas sociales, políticas en esta nueva legitimidad democrática que se constituyó en el 73, hizo caer bastante en el aislamiento a todas estas agrupaciones que habían adquirido mucho vigor en la época anterior, el enfrentamiento a Onganía, a la dictadura militar, la de Levingston, Lanusse, etc. Quiero decir esto por distintas lecturas que se hacen por lo que fue el movimiento estudiantil de esa época, incluso al interior del propio movimiento estudiantil, era la Franja Morada, el MNR o el FAUDI los que conducían la mayor cantidad de federaciones universitarias, el FAUDI conducía en el noroeste, en Tucumán, la Franja en el litoral, La Plata estaba muy dividida, el MOR conducía la UBA y todas estas agrupaciones ya no tenían mucha repercusión en el movimiento estudiantil, ni hablar fuera de la universidad. Después en el año 75 con el decreto de aniquilar que firma Luder, incluso hasta esas agrupaciones armadas, habían sido exterminadas, de modo que el golpe militar en el 76 no tenía ninguna justificación de la que quisieron dar sobre eso porque tanto política como militarmente estaban derrotadas.

En el periodo de la dictadura, es parte del movimiento estudiantil producto de la represión, persecución, desaparición de toda actividad política, los partidos y las organizaciones sindicales prohibidos, las organizaciones estudiantiles declaradas ilegales y en esta es muy importante un libro por los ?0 años de !a dictadura, escrito por un cordobés, porque se sabe muy poco del movimiento estudiantil durante la dictadura, Carlos Tack da cuenta de tres momentos del radicalismo y lo hace a través de los tres movimientos internos del radicalismo, !o que era la línea Córdoba el balbinismo y renovación y cambio y dentro de esta última habla de la Coordinadora y de Franja Morada, y de las tres etapas que incluso fueron marcadas por Balbín durante la conducción del partido, que eran en el primer periodo del golpe militar, que fue de no consentimiento pero tampoco de oposición frontal y caracteriza cómo fue ese periodo del 76 al 78, en el 78 inaugura Balbín una confrontación fundamentalmente en el plano económico donde habla de la patria financiera, el plan de Martínez de Hoz y una oposición a la cuestión cultural fundamentalmente en la cuestión educativa. Son los dos ejes, esto es entre el 78 y el 80 y en el 80 una oposición frontal donde adquiere mayor protagonismo y dinamismo renovación y cambio con Alfonsín a la cabeza. Digo esto porque dentro del movimiento estudiantil, las actividades políticas fueron congeladas pero se mantenían latentes en 'unción de lo que habían sido las conducciones y los mandatos prorrogados de los centros de estudiantes, las federaciones regionales y de la FUA, tal es así que Freddy ya no era más el presidente, pero pasó a ser Marcelo Marcot, después el gallego Vázquez que estuvo hasta el 83 y la junta representativa seguía haciendo reuniones, también los, centros y las federaciones regionales, las actividades estaban reducidas a lo mínimo, cuestiones reivindicativas, cuestiones de campeonatos, algunas fiestas, celebraciones, homenajes a algún viejo como excusa para reunirse, alguna volanteada por ahí, etc.

La Franja Morada era dentro de todo esto, el único grupo que se había mantenido intacto, si bien eran muy pocos y la mayoría de ellos por lo menos en la primer época muy viejos y ya casi estaban a punto de recibirse en el año 76, o 77, ya estaban saliendo pero se mantiene y se empieza a generar una renovación de cuadros políticos dentro del año 76 al 83, lo que explica no únicamente eso, sino que explica porqué la Franja Morada aparece de pronto después de una veda y una represión política tan feroz, constituida en todo el país y cómo el movimiento estudiantil en poco tiempo es capaz de organizar tantos centros de estudiantes y cómo esto es en relación a toda una estructura que se mantuvo organizada, al menos en su estructura formal, con la prórroga de mandatos y con unos congresos que se hacían en la clandestinidad en relación a discutir y mantener.

Es interesante para desarrollar en otro momento, toda la discusión de ese momento, donde hay una discusión muy fuerte que termina de cerrarse, ni siquiera en la dictadura sino después, por el 85, 86, dentro del movimiento estudiantil, incluso dentro de la Franja, en relación de que esta generación que milita en la universidad entre el 76 y el 83 es un poco la generación bisagra de los pensamientos y de las corrientes ideológicas que venían de la década del 60 y la preparación para una época totalmente distinta que era dentro de la consolidación, constitución y profundización de la democracia como metas a ejercitar y desarrollar durante la etapa posterior. Ahí se da una revisión de los documentos, de las líneas de acción, etc., incluso una discusión que se da en forma muy precaria, por los elementos que se tenían a disposición, muchas de ellas eran intuiciones que luego se van a concretar, otras eran razones muy poco desarrolladas que después se van a profundizar y se trabajaba con lo poco que se tenía a mano y con lo que se tenía acceso. Por otro lado también es parte de contacto con toda una renovación del pensamiento no solamente en la Argentina, sino con el pensamiento internacional con gente que estaba en el exilio que empieza a llegar en el 79, 80 y que mantiene algún contacto con estas ideas que para nosotros eran nuevas y que en Europa a principios de los 70 habían tenido mucha fuerza alrededor de los partidos de la socialdemocracia europea, los Sartori, los de ..., etc., que lleva a un debate muy fuerte dentro de la Franja Morada y dentro del movimiento estudiantil.
Desde el 83 en adelante uds. lo conocen muy bien, pero lo que unificó al movimiento estudiantil en ese momento, aparte de todo el proceso de discusión muy larga sobre qué era el movimiento estudiantil, la FUA, quién entraba, quién no, quiénes eran los actores, cómo se reconocían a los que venían con mandato con prórroga, las nuevas elecciones, toda esa discusión, la vinculación del movimiento estudiantil con el sistema político en el 83 que fue de especial discusión y aparte tratando como de no cometer los errores del pasado, esto es hasta cómico, uno ve los documentos del movimiento estudiantil y cada quince años vuelven a decir lo mismo, no cometer los errores del pasado... y siempre se vuelve a repetir. Con este encabezamiento que empezaban las discusiones se ponen algunos acuerdos básicos alrededor de la universidad y lo que logra al comienzo es un gran consenso alrededor de la reforma, incluso la logran los grupos más ultras en ese momento, del peronismo de las distintas variantes, se consensúa la reforma con desde los montoneros, hasta las agrupaciones más de derecha que estaban dentro del peronismo, quizás no reivindicado con el título de reforma universitaria, pero en el año 82, 83 era muy difícil para una agrupación discutir la extensión universitaria, el co - gobierno universitario, los centros únicos, las federaciones únicas, la participación de los estudiantes, la renovación de los contenidos, mejorar la calidad para el servicio del pueblo, lo que eran los principios reformistas, más allá de que otros le ponían otro título, esto todos lo habían internalizado.

Hacia el interior, primero se produce un consenso con estos principios, y en segundo se salda una vieja discusión alrededor de lo que era la federación, la constelación de agrupaciones y lo que eran los centros se convergen en todos los centros de estudiantes, regionales y FUA, como expresiones únicas del movimiento estudiantil, donde hay una gran madurez de todo el movimiento estudiantil en comprender la necesidad de tener un centro único donde se puedan dirimir las diferencias, las divergencias, las pluralidades, cuáles eran los mecanismos para dirimirlos, ya sea la representación directa a través del voto, ya sea a través de congresos, de centros, de federaciones, etc., se sabía de esta gran diferencia, pero había una gran apuesta a no dejar intersticios en el enfrentamiento con la dictadura, que fue muy sangrienta, que dejó marcas muy profundas y hacía a una respuesta muy madura, que era la de defender los cena os de estudiantes y las federaciones como únicos organismos en donde dirimir !as diferencias y cada uno por su lado trataba de mejorar sus propias agrupaciones universitarias.

En la relación con el sistema político, primero fue de especial discusión pero también fue favorecido por diversas circunstancias: la organización que lideraba el movimiento estudiantil era la Franja Morada, el partido mayoritario en la sociedad era el radical al cual pertenecía la Franja, y esto salvaba muchas discusiones. Ya todo ese esfuerzo de ver dónde estaba el pueblo, qué votaba el pueblo, dónde estaba la mayoría, estaba salvado en la práctica, muy sencillamente a través de que el pueblo se había expresado mayoritariamente en las urnas por la misma corriente que gobernaba las universidades y que lideraba el movimiento estudiantil, entonces en la práctica esto se resolvía, más allá de las valoraciones del gobierno del momento, también había una gran coincidencia en los motivos que fundamentaban al gobierno de la época que era la reivindicación de los derechos humanos, la lucha contra la deuda externa, la profundización de la democracia, tratar de expresar y de abrir mayores espacios de participación en la sociedad argentina, y esto no era solamente compartido por la Franja sino que era muy difícil no compartirlo por distintas agrupaciones universitarias. Aparte un presidente que decía que no había que ser más los carapálidas de América del Sur, que dentro de todos los problemas económicos y sociales que tenía la Argentina, se atrevía a decir entre medio de todo eso y la responsabilidad de gobierno que la mayor aventura del hombre era la búsqueda de la verdad, y decir esto dentro del espacio del movimiento estudiantil, dentro del espacio de la intelectualidad, de la inteligencia, eran cuestiones muy fuertes y muy pesadas de contestar y de estar en contra.

Quisiera volver a algunos aspectos que hubo respecto de un gran desencuentro que hubo en la Argentina que no es solamente atribuible al movimiento estudiantil, el movimiento estudiantil y juvenil de la época que en muchos casos era sostenido por el movimiento estudiantil, reprodujo y acentuó ese problema que había en la Argentina en cuanto a la construcción de la democracia, en cuanto a la salida política. Por un lado la situación política de los años 60 y hacer un análisis de porqué se llega a esa situación política y por otro lado hacer un análisis de los núcleos biológicos muy fuertes que operaban reforzando esa misma situación política.

El problema de los años 60 era la legitimación de un espacio político, la política estaba desaparecida, había crisis de representación, crisis del sistema político y esto se debía a varias cosas: había crisis de legitimidad, nadie creía en la política, nadie creía que se podía canalizar a través de los partidos políticos, entonces se daban gobierno débiles como los de Frondizi o Illia, o se trataba de buscar una salida como la de Onganía que establecía una articulación entre el Estado y la sociedad a través del sistema de corporaciones, pero no aparecía con fuerza una salida que pudiera fortalecer la democracia parlamentaria y la representación y la agregación de intereses en los partidos políticos. Si bien se expresó con toda fuerza en los años 60, esto tiene su explicación más atrás: las mayorías en la Argentina se sabotearon entre sí las reglas del juego político y no fueron capaces de establecer entre ellas competencias de juego, las reglas que regían esta competencia por la disputa del poder en la Argentina. El peronismo anuló la oposición, era una democracia parlamentaria que no existía, los diputados votaban lo que decía Perón, los nuevos intereses sociales se representaban a través de actores que se vinculaban con el Estado de una manera corporativa y autoritaria, y paradójicamente, los que impugnaban por no haber una democracia parlamentaria, libertades, la salida que daban al régimen peronista, era la del golpe de Estado y apoyaban y se vinculaban con los militares para dar el golpe del 55. El peronismo vacía su propio partido, termina coptando los otros partidos, elimina a los sindicatos como contestación independiente y anula la oposición, reformula el régimen electoral, a través de operaciones propagandísticas, de represión política, y hasta de reformas electorales y ocupa todo el espacio, los que no eran peronistas, estaban contra la nación, lo que hace que el peronismo se plantee como una totalidad que no admitía la pluralidad y la competencia política. Entre medio de estas dos mayorías que había en el país, se constituye una tercer fuerza, que era el juez que decidía y establecía qué era lo justo, lo injusto, lo verdadero y lo falso en la política argentina, el árbitro en esta competencia que eran las FFAA, entonces no solamente que anulaban la posibilidad de una salida política, sino que se estatuían a un actor mucho más autoritario v con mucha más capacidad de anular la posibilidad de una salida política.

Entonces tenemos al peronismo proscripto que a su vez no había hecho nada por establecer una democracia participativa y representativa, la oposición que tenía esta de manda de democracia participativa pero que no le convenía y buscaba la salida por el golpe de estado y en tercer lugar, las FFAA como reguladores y jueces y árbitros de este proceso; y en este escenario aparece la Nueva Izquierda, aparece la juventud que venía de toda una tradición de lucha con el peronismo, por otro lado de una gran lucha en la reforma universitaria, vinculados a experiencias y nuevas ideas y en vez de buscar una salida política, de constituirse como una entidad superadora de las trampas que funcionaban en la sociedad argentina, cae en la misma trampa profundizándola.

Acá empiezan a actuar los distintos dispositivos ideológicos que justifican y refuerzan esta falta de salida política, significa dar cuenta de que hay una sociedad, de que la sociedad tiene relaciones como tal, significa que se constituye un espacio donde la sociedad puede dirimir sus conflictos, significa tener un espacio determinado y específico donde esto se regule, que tenga legitimidad y consenso, y donde la pluralidad de intereses, se pueda canalizar y donde los distintos intereses puedan encontrar una identidad y una representación, entonces niegan la política y dicen que la política es formal, que es burguesa, que lo que hay es una sociedad de explotadores y explotados, que lo que hay es el imperialismo que a través de la teoría de la dependencia subyugan la nación y que la política y la democracia parlamentaria es solo un engaña pichanga, solo una cuestión formal, que pone un velo sobre las verdaderas cuestiones de poder que hay en la sociedad, que actúan como amortiguadores de conflictos sociales; entonces reniegan de la política a partir de esta afirmación, dejan la política de lado y en vez de constituirse en entidad superadora de la sociedad que le había sido delegada, actúan como subproducto y como reflejo último y de esa trampa que los actores políticos habían establecido hasta ese momento.

La Nueva Izquierda que trató de constituirse como novedosa como salida a los argentinos en los años 60, no hacía más que reproducir los mismos vicios de otros años que había establecido la sociedad en años anteriores. Y reñida de la política, lo dice explícitamente, nosotros no creemos en la democracia parlamentaria, creemos que hay relaciones de explotador y explotado, hay relaciones del pueblo y el antipueblo, que es nación y antinación que es la lógica del enemigo, una lógica que dista mucho de lo que puede ser establecer el campo de lo político en el sentido de que la política es competencia, es resistencia y negociación y es una dialéctica renovada de resistencia, negociación y oposición, es un proceso permanente de relaciones sociales que atraviesa toda la sociedad, que trata de encauzar y procesar los distintos conflictos. Y después distintos dispositivos, que algunos de ellos podían tener razón o peso propio, pero ocurren dos cosas con esto: primero que se absolutiza y segundo que se los totaliza.

Las clases existen en la argentina, tienen intereses contradictorios, tienen su anclaje en las relaciones productivas y sociales, tienen espacios, imaginarios e identificaciones culturales muy claras, pero de ahí a decir que el motor y la determinación de todo el movimiento histórico es a partir exclusivamente de la lucha de clases es desconocer toda una serie de análisis muy particulares y muy extensos en relación a cómo funciona la sociedad, es decir, se dan situaciones muy primitivas y muy sesgadas en relación a cómo es la sociedad. El otro tema es en relación al poder, como extensión de este mismo razonamiento que la política y la representación de los partidos era solamente un engaño que cubría las relaciones de dominación y de explotación, también se decía que había un lugar muy central en donde ese sector que dominaba y ejercía su hegemonía se situaba en un punto muy claro, concentrado del poder y que era en el Estado.

Entonces a partir de ahí se cortaba otra posibilidad de instaurar la política en la Argentina que era el de reconocer que entre el Estado y la sociedad, hay una serie de mediaciones, funciones y articulaciones y a su vez las relaciones de poder, el poder no es un objeto, el poder es una relación; y estas cosas que hoy parecen tan obvias, en ese momento, parecían no verse, se daban con afirmaciones muy categóricas y hasta se daba la vida por esas cosas.

El tema de que el poder era un objeto, un objeto a alcanzar, instalado en el Estado, entonces a través de un procedimiento que era la toma de conciencia por parte de todo el pueblo en `unción de logra una relación de fuerzas, que permitía acceder a ese objeto de poder desde el Estado, desde ahí cambiaban las relaciones de poder en la Argentina para producir una Argentina como se quisiera, pero esta era la intención, y no entender que el poder es una relación donde median relaciones sociales, de producción, personales, en donde este poder circula, se reproduce y se constituye y se legitima periódicamente en toda la sociedad. Si bien hay espacios institucionales más fuertes donde el poder se ejerce, el poder es una relación, no es un objeto.

Entonces estos son los distintos núcleos, la teoría del poder como objeto y no como relación, la política era un velo que oscurecía las verdaderas relaciones de explotación, de dominación en la sociedad, y el otro tema es la relación de ver la lógica de la política en una relación de amigo-enemigo. Y acá hay varias confusiones: en primer lugar, Mari cuando hace El Capital y hace una crítica al capitalismo, tiene dos partes, hay una descripción de cómo funciona el capital, es un marco descriptivo, cómo se constituye, cómo se reproduce, cómo son las partes, la acumulación, cómo circula este capital, hay un trabajo social en la generación del capital y una apropiación privada del mismo, cómo se ejerce la dominación, etc. Y por otro lado, hay un mensaje más de índole moral que político como en una lectura de esta situación que llama a todos los proletarios del mundo a constituir una reversión de este sistema que los perjudica.

Esto es lo que establece como primer gran aporte, de una manera muy inteligente v Engels, a la ciencia política, a la sociología, es la descripción de cómo funciona el capital. Y habla de las contradicciones, sobre todo Engels, sobre el tema de la afirmación, negación y síntesis, el movimiento de las ideas que van produciendo síntesis y explicando, esto que era el idealismo, la contradicción ideal, Engels la transforma en la contradicción del materialismo histórico. Esto era lo que generaba el motor de las ideas, de la historia y demás. Pero, esto se lleva después al terreno político y se transforma en categorías como lo que era contradictorio y capaz que uno pudo observar y no puede dejar de lado de que en todo conflicto hay una parte que defiende determinados intereses y otra que defiende lo suyo, también en esa relación la que defiende sus intereses, perjudica a una parte y la que perjudica trata de establecer una competencia con el otro en función de desplazarlo y en ese desplazamiento puede obtener otras cosas y otras cosas no.

Se crea la categoría del enemigo, y este tema de la contradicción que establecía Marx en El Capital es llevado a categoría política en un traspaso sin mediaciones, en la cual el enemigo es al que hay que derrotar, al enemigo no se le reconocen derechos, y solamente se le habla desde la razón y desde la verdad, son discursos ante en el género literario escrito en forma muy soberbia, las proclamas llenas de místicas, llenas de lugares de afirmación de la verdad y en los cuales decae mucho la reflexión y el análisis porque cuando uno parte de la verdad y se para en verdad, no va a medir los detalles, todos las acciones y todos los pensamientos van a entrar a justificar algo. Es decir, se parte ya de que algo es de determinada manea, no se lo discute, se le da una categoría de dogma y todos los otros pensamientos por más agudos que sean, solamente son justificativo de algo que ya se sabe que se va a llegar.

Había todo un mecanismo de discusión y de reflexión que operaba sobre criterios de verdad, y los criterios de verdad siempre son criterios de exclusión y de verdad absoluta entonces esto también operaba como dispositivos de hablar desde la verdad y desde la razón, sin admitir interpelaciones en el discurso, y ahí se pierden los matices, se pierde la pluralidad, se pierde el reconocimiento del otro. Esta tampoco es una operación que se realiza de un día para el otro, hay todo un ejercicio, un reforzamiento de esta idea y de las prácticas que la van constituyendo. El otro dispositivo que se da también es el del tema del pueblo y de la burguesía donde hay dos operaciones: una política y una ideológica: el movimiento juvenil y dentro de ello el movimiento estudiantil en la Argentina, producto de sus desencuentros con el pueblo y demás empieza a hacer toda una reinterpretación del peronismo y empieza toda una operación intelectual de inocentización del pueblo, todos los intelectuales que antes habían excluido al peronismo, a Perón y al pueblo, lo habían combatido totalmente, empieza la famosa discusión entre Borges y Sábato, donde Borges dice que las cuestiones éticas no son cuestiones estadísticas, por lo tanto un régimen es abominable por no importa cuántos lo hayan apoyado, no importa si son cinco, diez mil, el régimen es abominable por más apoyo que reciba, entonces la estadística no puede argumentarse en favor de la ética.
Sábato que es muy buen escritor, pero en las opiniones políticas en ese momento empieza dos operaciones que tienen que ver con la raíz sartriana de su pensamiento, un pensamiento apocalíptico, antiintelectual paradójicamente, donde dice que las ideas no sirven para nada, que es hora de la acción, esta ponderación de la acción es otro núcleo o dispositivo de la época, pero Sábalo en ese momento hace una separación: Perón en ese momento era esto, lo otro, bla bla bla, todas las plagas del mundo satanizaban a Perón y a la joven Eva Perón, pero el pueblo era inocente, porque el pueblo era el que sufría, le habían reconocido cosas, y comenzaba toda una operación de reacomodamiento del peronismo, pero lo que en realidad había no era el entendimiento de toda esa realidad social del peronismo, jugaba un proceso como de culpa y de expiación de una culpa de no haber comprendido y enfrentado al peronismo y por otro lado trataban de automáticamente zanjar todo un proceso de relación de los intelectuales con el pueblo, entonces la izquierda decía el pueblo es peronista, Perón es malo, entonces uno tendrá que recuperar a ese pueblo y ahí quedaban dos alternativas o trabajar dentro del peronismo para tratar de hacer y llevar adelante las limitaciones o se lo hacía desde afuera separando lo que era el pueblo peronista y Perón.

No se puede hacer una separación tan arbitraria de un fenómeno que es complejo y adquiere identidad en función de esa relación, no es explicable Perón por un lado y el pueblo peronista por otro, tampoco los sindicatos por un lado y los dirigentes por el otro, es el mismo fenómeno con sus cosas buenas y malas, justas e injustas. Entonces se empieza, a pervertirse la discusión, en donde distintos dispositivos van reforzando toda una trampa en la caracterización de lo que era el pueblo argentino y también decía Sartre que el pueblo no importa dónde esté ni qué forma política tenga, pero el pueblo viene a ser como una especie de esencia, de naturaleza, como pueden ser los árboles, el río, el pueblo era histórico, el mismo pueblo que había ido a la plaza el 25 de mayo, el mismo pueblo que había apoyado a Rosas, el mismo pueblo que había estado en la revolución del parque, el que había votado a Yrigoyen, el que estuvo en la plaza el 17 de octubre, y el que había hecho el cordobazo.

Hoy no puede parecer ridículo esto, hay condiciones históricas, sociales, acontecimientos mundiales, cuestiones generacionales, cómo carajo puede ser el mismo pueblo, y se hablaba de la constitución de un ser nacional como una esencia, era como un espíritu inmodificable, un espíritu que recorría la historia argentina y que los intelectuales lo único que tenían que hacer era descubrir la verdad e interpretar y guiar a ese pueblo, era una cosa muy religiosa. Hay una verdad ya establecida que es la que puso Dios cuando creó a todo el mundo, entonces la función del conocimiento, cuál es? es construir la verdad?, es una relación que tiene que ver con la ciencia o es una revelación? la verdad es una revelación porque la verdad ya está dada, la puso el creador en todos nosotros, hago referencia a este proceso de conocimiento de la realidad porque esta discusión de qué es la verdad y qué es la realidad, qué son los intelectuales y qué es el pueblo, tiene que ver con cómo se conoce y cómo se construye el conocimiento. Entonces la realidad está, y sabemos que la realidad es tanto material como simbólica y las construcciones simbólicas tienen hasta más peso que las reales y sino pregúntenle a Perón, pero esta misma gente estableció un proceso y este otro dispositivo ideológico muy fuerte que a pesar del tiempo pasado y de haberse escrito desde epistemología, la psicología, la pedagogía, el conductivismo, de cómo son los procesos de conocimiento, se decía que hay un pueblo en forma natural, hay una verdad que ya está dada y los intelectuales lo único que tienen que hacer es develarla y entre la relación del sujeto que conocen y la realidad a conocer, se interponen todas las operaciones formales de los políticos burgueses que tratan de mediar con eso.
Discurso muy atractivo, pero que develaba una deficiencia gnoseológica tremenda y un desgarramiento muy grande; y esto tenía también sus consecuencias, porque después se sabe, la realidad y la verdad no son únicas, sino que uno construye su relación con la realidad y sus propias verdades y en esto hay desde autojustificación hasta parámetros más o menos lógicos donde se pueda decidir, aparte la verdad tiene que ver ron desde dónde se la dice, cómo la dice, quién la dice, no hay una única verdad. Y esto lleva a otro dispositivo, cada cosa reforzaba lo anterior, que es que cualquiera podía hablar en representación del pueblo, yo interpreto al pueblo y nosotros interpretamos al pueblo, nosotros somos la conciencia que ilumina al pueblo y demás. Y desde el punto de vista político, se hace una operación: hay un fracaso en la Argentina desde el punto de vista político, la economía había llegado a un punto donde no podía superar determinada barrera de crecimiento que se determinaba por los balances de pago, pero se la culpaba a la burguesía argentina de no ser una burguesía nacional y que no estaba dispuesta a llevar adelante este proceso de superación del capitalismo, utilizando un léxico marxista decían que las relaciones de producción no podían liberarse en función de que la burguesía argentina era parasitaria, no era dinámica, no era empresaria, no era arriesgada. Entonces quedaba afuera el modelo de la burguesía como organizadora y como conducción junto con los partidos políticos de un proyecto nacional.

Con respecto al pueblo, decía que el pueblo era muy bueno, era sufrido, era oprimido, era perseguido, le pagaban poco, no le reconocían las vacaciones, pero decía que por otro lado, el pueblo estaba engañado, que no tenía conciencia, que había una etapa en la cual ellos iban a luchar para llevar adelante esa conciencia del pueblo. Entonces hacían desaparecer a los actores de la burguesía como actores políticos y al pueblo como actor político se constituían como los actores protagónicos por excelencia, los protagónicos y los centrales en un proceso de construcción política en la Argentina, de reconstitución del sistema de la nación, de la sociedad argentina, organización del sistema político, y organización del sistema económico. Todo eso, la clase intelectual o revolucionaria, en la sociedad argentina, se constituía como el único protagónico, no lo decía expresamente pero al decir que descalificaba como actor a la burguesía, descalificaba al pueblo porque no estaba preparado y no tenía conciencia y era engañada con respecto a las condiciones de producción a las que estaba sometida y la domesticaban. Y esto era reforzado por dos teorías más que acudían y tomaban prestada: que es la del foquismo y la del voluntarismo. La del foquismo que venía de ...., un intelectual francés que participa en la revolución cubana, muy amigo del Che Guevara, diciendo cosas como que el clima de Latinoamérica favorecía la revolución, todas esas cosas y decía, como buen francés formado en el racionalismo cartesiano no tenía pudor en mantener su razón, que el pueblo no estaba capacitado para llevar adelante un proceso de transformación, por su escaso poder de organización, por su escaso aprendizaje y formación política, por su escasa formación, quizás un diagnóstico no equivocado, los sectores burgueses estaban comprometidos con el imperialismo entonces los únicos sectores dinámicos de la sociedad eran los sectores intelectuales, no cualquier intelectual sino el intelectual comprometido, el intelectual político, el que estaba con las causas justas, era en función de eso y así había sido en la elite y en la función del partido comunista, entonces dice que la única manera de lograr esto es constituir élites y focos y ahí establece la cuestión del foco concentrado y produciendo la unidad contra un foco concentrado de poder, del cual se van a derivar después la lucha de aparatos, de organización, ese foco tiene la claridad por lo tanto hay relaciones de subordinación, de verticalidad y demás. Y por otro lado, el voluntarismo del Che Guevara que decía que era una cuestión de voluntad, de huevos, de decisión, de coraje, de organización para enfrentara un enemigo tan feroz, y lo pagó con su vida, se fue a un lugar donde no había ni condiciones objetivas, ni subjetivas, ni sociales, ni económicas, ni culturales para hacer una revolución, y murió en soledad en Bolivia y creía que en soledad y generando una cuestión de identificación mística iba a hacer la revolución.

Todos sabemos también que la política tiene su autonomía sobre las distintas relaciones y determinaciones históricas, condiciones de producción y demás, sino caeríamos en un determinismo que también fue otro dispositivo y núcleo muy fuerte en la época, digo que la política se autonomiza de estas cosas, yo estoy bastante alejado de lo que son los pensamientos estructurales, análisis de estructuras y superestructuras, digo que siempre hay un margen de libertad y de autonomía en las relaciones humanas y que estas relaciones se modifican y que hay un margen de voluntad siempre que tiene que ver con la libertad del hombre para crear y modificar ciertas cosas. Ahora, reconocer esto y decir que con la voluntad y la decisión se pueden hacer ciertas cosas, desconociendo todas otras más, hay una gran distancia.

El otro tema es la cuestión de estructura y superestructura y que tiene que ver con el tema del engaño y la democracia formal y la parlamentaria. Se establecía que había una estructura de producción, sobre esa estructura se constituían las relaciones sociales que se organizaban en función de esas relaciones económicas, la vida de la industria, la vida de la Familia, estas relaciones sociales creaban a su vez justificaciones que las reforzaban y había una realidad que eran las relaciones económicas y sociales y una superestructura que eran las relaciones culturales y políticas que eran como un reflejo de esa infraestructura.

Esto tiene dos problemas: uno es el excesivo determinismo y el otro es que creo que es falso, creo que en las relaciones sociales y las de producción y las relaciones entre los hombres, se influyen y se determinan unas a otras y no sé cuáles son más fuertes en cada una, por lo que decíamos hoy en relación al conocimiento, no es que haya una realidad y sobre ella se edifiquen los valores simbólicos, los culturales y los procesos de conocimiento; a veces los valores simbólicos ... son más reales que la realidad, en función de que no hay una y otra realidad, lo simbólico tiene su peso propio, el imaginario colectivo por ejemplo, no importa algunas cosas si son reales o no, si operan como reales. Por ejemplo, en la juventud peronista de los años 70, Perón era revolucionario; nosotros podemos decir que eso no es real, es un viejo general populista y en estos tres adjetivos marcamos una distancia de lo que puede ser una revolución: que era viejo, que era general y que era populista, pero sin embargo operaba, no importa si era cierto o no, al interior, despertaba adhesiones, creaba protagonismo político, fuerzas, entonces no importa si era real o no real, era simbólico, pero este simbolismo tenía más fuerza que muchas cosas reales, lo que quiero decir entonces es que se ha escrito mucho sobre la mediación simbólica, sobre la comunicación, la epistemología, el psicoanálisis, hay toda una discusión muy larga, pero en principio, se han quebrado las explicaciones estructurales de que se crean relaciones que son reflejo de una estructura que la determina y entonces no solamente determinaba lo simbólico y lo cultural sino que el sistema político era un reflejo de las relaciones de producción que a su vez reproducían las mismas condiciones de producción y sabemos que no es así, que los políticos tienen su autonomía y que pueden cambiar o modificar o agravar en su caso, las mismas relaciones de producción. Entonces se decía que lo político era mentiroso, que no servía, que oscurecía las relaciones de dominación y demás.

Entonces con todo esto dicho, se va construyendo toda una trama cultural, lecturas renovadas y muy distintas que se daban, porque eran contribuciones que venían de la Iglesia en su renovación con Juan XXIII, las encíclicas, el congreso de Medellín, la teoría de la liberación, que tenían raíces culturales y raíces muy concretas... La legitimidad, el consenso y espacios políticos, son el objetivo de la tarea política permanente. Mientras haya juventudes como la Franja u otras, acompañando este proceso, es muy difícil que logre instalarse, aparte por todas las prácticas que hay acumuladas, porque es mucho el peso específico que la Franja tiene en base a algo que nace. Aparte de las razones que han existido y del movimiento histórico que habrá dado coordenadas para esa existencia, también hay una cosa propia que es la consistencia misma del movimiento. No es fácil organizarse en todo el país, en todos los centros, tener la rutina reivindicativa gremial, tener el adiestramiento político, tener los saberes y la capacidad intelectual acumulada que registra un montón de experiencias nuevas y demás.

Veo difícil que aparezca otra cosa de esta corriente subterránea que está surgiendo. Acá hay un diálogo entre dos mundos que están constituidos por lógicas diferentes, en los cuales ingresan muchos estudiantes que impugnan las formas tradicionales de hacer política. La lógica de los partidos políticos, incluso de los marxistas, de los liberales y demás, es una lógica muy fuerte en relación a los valores de la modernidad, y se constituyen las instituciones que surgen primero como modernidad, en cuanto escenario social, grandes partidos nacionales, grandes fábricas, grandes masas, grandes medios de comunicación. Los partidos políticos son parte de ese escenario social y de esa racionalidad, que es la modernidad. La racionalidad cartesiana, más que nada la racionalidad kantiana, hegeliana, e incluso hasta lo que parece contradictorio, el capitalismo y su otro yo, el comunismo, se constituyen en un puente común que es la racionalidad. Uno habla de la racionalidad de la acumulación del capital y tiene filósofos Max Weber, tiene justificaciones, tiene un mundo que se constituye racionalmente alrededor de eso. La impugnación viene por el lado racional también, del capital, por la contradicción y demás, pero todo es un espacio que juega dentro de un mismo piso que es el de la racionalidad. E; otro tema en relación a esta lógica es la Juventud que aparece, que no son los hippies ni son los yuppies; los hippies eran contestarlos, eran inocentes, ingenuos, querían cambiar, se plantearon en contra del consumismo y demás. Los yuppies, como contestación a los hippies, aparecen como movimiento contrario, consumistas. Entraban en la ola de ascenso y prosperidad después de la crisis del capitalismo, con los años prósperos de los 80 y se da la lucha dentro de la racionalidad del capitalismo, donde, por supuesto; hay exclusión. Después se caen los yuppies porque no eran los dueños, eran los gerentes.

Se constituye una nueva generación que tiene algo de los dos: es contestarlo al consumo, pero no tiene la inocencia de los hippies, al contrario, su actitud es cínica, más cruel, más de indiferencia pero no de apatía, indiferencia trabajada. Es la generación de 'hay que vivir con menos", practican el masonerismo económico, cultural, por ejemplo los trabajos que busca la juventud que sigue a los yuppies, son trabajos de mayor rendimiento intelectual del que ellos tienen, entonces antes el trabajo era constitutivo de tu existencia y vos tratabas de progresar en tu trabajo y además en algo que te satisfacía personalmente.

En cambio ahora su existencia personal va por otro lado, me gusta pintar, me gusta la ecología y trabajo para dedicarme a lo que me gusta; tratan de substraerse al consumo pero a su vez están atrapados por el consumo, no están de acuerdo con la sociedad, pero no protestan como los hippies, se resignan y forman un cuadro muy particular y encima llegando a esta situación social de depresión del capitalismo, de peores oportunidades laborales, creo que hay toda una novedad en la aparición social en la aparición simbólica y en la, constitución de nuevos núcleos que interpelan al sistema político pero desde un lugar diferente. Entonces, en los jóvenes que entran a la universidad, están los de esta red' subterránea que no va a ser muy exitosa, pero hay que tener cuidado en analizar a este nuevo escenario social de los jóvenes en un mercado de trabajo deprimido con un espacio cultural distinto, con una lógica muy distinta. Franja Morada, en este sentido, se constituye en una bisagra muy interesante porque son jóvenes y participan mucho de ese mundo como espacio social pero por otro lado, son militantes políticos que pertenecen a una racionalidad que puede ser más comprensiva hacia acá. Lo que creo que no tendrían que hacer nunca es enfrentarlo, creo que tendrían que integrarlo con un diálogo que trabajen mucho sobre los fracasos de la generación anterior, de la generación progresista.

DEMOCRACIA - Norberto Bobbio

Etimológicamente, democracia significa "poder" (krátos) del "pueblo" (démos). Los griegos, de cuya lengua derivó el vocablo, la distinguían de otras formas de gobierno: aquella en la que el poder pertenece a uno solo, "monarquía" en sentido positivo, "tiranía" en sentido negativo, y aquella en la que el poder pertenece a pocos, "aristocracia" en sentido positivo, "oligarquía" en sentido negativo. El significado general ha permanecido sin cambios durante siglos, si bien entre nuestros escritores políticos de los siglos XV y XVI se usaba fundamentalmente la expresión latina "gobierno popular", diferente del "principado" y del "gobierno de los notables". También hoy se entiende por democracia la forma de gobierno en la que el pueblo es soberano. El Artículo 1 de la Constitución de la República italiana señala: "La soberanía pertenece al pueblo".

La democracia de los modernos se distingue de la de los antiguos por la manera en que el pueblo ejerce el poder: directamente, en la plaza o ágora entre los griegos, en los conzitia de los romanos, en el arengo de las antiguas ciudades medievales, o indirectamente, a través de representantes, en los Estados modernos. Todavía Montesquieu, a mediados del siglo XVIII, en las páginas dedicadas a la democracia, citando a Atenas y Roma como ejemplo de esa forma de gobierno, escribe que el pueblo que goza del poder supremo debe hacer por sí solo todo lo que pueda efectuar bien y confiar a sus ministros únicamente lo que no pueda realizar por sí mismo. Algunos años después, Rousseau, al exaltar la democracia de los antiguos, rechazaba el gobierno representativo prevaleciente en Inglaterra, sosteniendo que los ingleses eran un pueblo libre sólo el día en que votaban. Hoy, en cambio, los Estados democráticos están, si bien en diferente medida y matiz, gobernados bajo la forma de la democracia representativa, sólo en algunos casos combinada con elementos de democracia directa, como el referéndum. El instituto de la representación es a tal punto connatural a la democracia moderna que, cuando se dice que los Estados Unidos o Italia son países democráticos, se sobreentiende que la democracia que hay en ellos es representativa.

La democracia directa, es decir, el sistema en el que los ciudadanos tienen el derecho de tomar las decisiones que les atañen, y no sólo el de elegir a las personas que decidirán por ellos, ha quedado corno un ideal límite, cuya fuerza propulsiva no ha decaído, en especial desde que la cada vez más rápida difusión de las computadoras permite que un gran número de personas voten a distancia sin que sea necesario que se reúnan en una plaza pública o en una asamblea, eliminando de golpe el límite, del que estaban conscientes los partidarios de la democracia directa como el propio Rousseau, para el que esta forma de democracia era posible sólo en los Estados pequeños. Se ha dicho, aunque de manera paradójica, indicando más una inclinación que una verdadera propuesta institucional, que la democracia del futuro podría asemejarse a la democracia del pasado más que a la del presente.

Así y todo, la democracia directa y la representativa tienen en común el principio de legitimidad o, en otras palabras, el fundamento de la obligación política, esto es, el principio según el cual un poder es aceptado como legítimo y como tal debe ser obedecido. Son dos los principios fundamentales de legitimidad del poder: aquel por el cual es legítimo el poder que descansa en última instancia en el consenso de quienes son sus destinatarios, y aquel por el cual es legítimo el poder que deriva de la superioridad —que puede ser, según las diversas teorías, natural o sobrenatural— de quien lo detenta. En el primer caso tenemos un poder ascendente, o sea, que procede de abajo hacia arriba; en el segundo un poder descendente, es decir, que se mueve de arriba hacia abajo. Al imaginar el sistema de poder como una pirámide, se puede pensar que fluye de la base al vértice o viceversa. Tanto la democracia directa como la indirecta reconocen su principio de legitimidad en la forma de poder ascendente. La diferencia está en el hecho de que en la primera el consenso se expresa sin mediaciones, y en la segunda lo hace a través de intermediarios que actúan en diferentes niveles a nombre y por cuenta de quienes están en la base de la pirámide.

A partir de esta diferencia entre dos principios opuestos de legitimidad, la tradicional distinción de las formas de gobierno, proveniente de un criterio meramente cuantitativo y como tal extrínseco —uno, pocos, muchos—, es sustituida por otra, que se ha vuelto predominante, entre democracia y autocracia, en la que la forma de gobierno democrática, sea directa o indirecta, se opone a todas las demás en cuanto precisamente es la única en la que el poder se transmite de abajo hacia arriba. Teniendo en cuenta la separación entre democracia y autocracia hay quien ha hecho, con conocimiento de causa, corresponder la distinción, bastante conocida en la filosofía moral, entre normas autónomas, en las que el que fija la norma y quien la recibe son la misma persona, y normas heterónomas, en las que quien pone la norma es diferente del que la recibe. Se puede decir, si bien idealmente y en última instancia, que la democracia es el sistema de la autonomía y la autocracia el de la heteronimia.

Lo que en el paso de la democracia directa a la representativa cambia o, mejor dicho, debe ser subsecuentemente especificado, es el concepto mismo de pueblo. "Pueblo" designa un ente colectivo, y la palabra corresponde al conjunto de personas que se reúnen en una plaza o en una asamblea. En la democracia representativa de los grandes Estados, los que gozan de los derechos políticos, esto es, del derecho a participar aunque indirectamente en la definición de las decisiones colectivas, jamás se congregan al mismo tiempo en una plaza o en una asamblea para deliberar. Valiéndose del hecho de reunión, se pueden juntar en una plaza o en una asamblea sólo parcialmente y, de cualquier manera, no para deliberar. En una democracia representativa el individuo generalmente no es el que decide; casi siempre es tan sólo un elector. En cuanto tal realiza su tarea normalmente solo, un singulus, en una casilla separado de los demás sujetos. El día de la elección, es decir, del evento constitutivo de la forma de gobierno representativo, no existe pueblo alguno corno ente colectivo: sólo hay muchos individuos cuyas determinaciones son contadas, una por una, y sumadas. Una democracia de electores como lo es la representativa, no recibe su legitimidad del pueblo, que, como entidad colectiva, no existe fuera de una plaza o asamblea, sino de la suma de individuos a quienes les ha sido atribuida la capacidad electoral. De hecho, en los cimientos de la democracia representativa, a diferencia de lo que sucede con la directa, no está la soberanía del pueblo, sino la de los ciudadanos.

Además de la titularidad del poder y la manera en que se ejerce, las formas de gobierno también han sido distinguidas a lo largo de la historia con base en los principios éticos en los que se han inspirado y a partir de los cuales han sido justificadas o juzgadas. La historia del pensamiento político conoce, junto a las tipologías de las formas de gobierno, el debate sobre cuál es la mejor forma de gobierno. Este debate toma en consideración los diversos principios éticos que cualquier forma de gobierno representa. Desde la Antigüedad, la democracia ha sido contrapuesta a los otros regímenes con base en el principio de la igualdad. No por casualidad en sus orígenes el sinónimo de democracia es "isonomía", que significa igualdad ante la ley. En un famoso capítulo de los Discursos (1, 55), Maquiavelo sostiene como condición para la existencia y supervivencia de una república la "equidad"; en cambio, donde hay desigualdad entre nobles y plebeyos no es posible otra forma de gobierno más que el principado. Montesquieu distinguió las formas de gobierno no sólo con base en los criterios tradicionales del número de gobernantes y su manera de gobernar, sino también con base en los principios que las orientan. Consideró como principio inspirador de la democracia la virtud que definió como "amor a la igualdad" (IV, 3). El advenimiento al mismo tiempo irresistible y temido de la democracia significa para Tocqueville la llegada de una sociedad igualitaria. Uno de los grandes contrastes que recorren la historia del pensamiento político es el que pone frente a frente a quienes piensan que los hombres nacen iguales y, en consecuencia, la mejor forma de gobierno es la que restablece la igualdad de condiciones, y a quienes estiman que los hombres nacen desiguales y que la pretensión de hacerlos semejantes es absurda y perniciosa. Los escritores democráticos son igualitarios; los antidemocráticos, no igualitarios. Más aún, una de las razones por las que a lo largo del tiempo la democracia ha sido con frecuencia calificada como la peor forma de gobierno es precisamente su tendencia a la igualdad. En el siglo pasado, después de la Revolución francesa, en el país galo y por reflejo en Italia el partido liberal y el democrático se contraponen, por lo menos hasta la aparición de los socialistas, como el partido de la libertad y el de la igualdad. Al confrontar la escuela democrática y la liberal, Francesco De Sanctis definió la primera como "basada en la justicia distributiva, en la igualdad de derecho, la que, en los países más avanzados, también es igualdad de hecho".

Conforme avanza la época contemporánea, la contraposición entre liberalismo y democracia tiende a desaparecer, y los regímenes democráticos se vuelven, o son cada vez más interpretados, como la continuación de los Estados liberales, tanto así que de hecho en el mundo actual no existen Estados democráticos que no sean al mismo tiempo liberales. La famosa contraposición entre libertad de los antiguos, entendida como autogobierno, y libertad de los modernos, como goce de las libertades civiles, viene a menos toda vez que la primera es insertada en un sistema político que comenzó a garantizar la segunda. Mientras en el mundo de las ideas el liberalismo y la democracia se muestran todavía durante un buen lapso como doctrinas opuestas, en la realidad sobreviene el paso del reconocimiento de los derechos de libertad a la admisión de los derechos políticos mediante los cuales el Estado liberal se transforma paulatinamente —con la progresiva ampliación del voto hasta llegar al sufragio universal masculino y femenino— en Estado democrático entendido como aquel en el cual los individuos gozan no sólo de las llamadas libertades negativas, sino también de las positivas, de participar, directa e indirectamente, en los asuntos públicos. Hoy la interdependencia entre la libertad liberal y la democrática es tal que hay buenas razones históricas para considerar que: a) la participación democrática es necesaria para salvaguardar las libertades civiles; y b) la protección de los derechos de libertad es necesaria para una correcta y eficaz participación.

Ideales liberales y democráticos se han entrelazado a tal punto que si es verdad que el reconocimiento de los derechos de libertad fue en un principio el presupuesto necesario para un ejercicio correcto de la participación popular, también es cierto que la inversa, el ensanchamiento de la participación se ha vuelto el principal remedio contra la subversión de los principios del Estado liberal. Hoy sabemos que sólo los Estados que brotaron de la revolución liberal se transformaron en democráticos, y que sólo los Estados democráticos son capaces de proteger los derechos civiles. Prueba de ello es que todos los Estados autocráticos que existen —y forman la mayoría— son antiliberales y antidemocráticos. Comenzando por el surgimiento de los regímenes fascistas en la primera posguerra hasta llegar a las dictaduras militares, la historia nos ha enseñado que la libertad y la democracia caminan de la mano y, cuando caen, caen juntas.

La idea de la igualdad sustancial, por encima de la puramente formal o jurídica, fue asumida por los movimientos socialistas que se opusieron tanto al liberalismo como a la democracia o dieron vida a una nueva concepción de la democracia, la democracia social, propuesta y guiada en la práctica por los partidos socialdemócratas o laboristas desde la segunda mitad del siglo pasado hasta nuestros días. Así sucedió que, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, el contraste entre el liberalismo y la democracia, que paulatinamente fue amainando, fue superado por la contraposición entre los defensores de la democracia liberal, por una parte, y los socialistas, por otra; democráticos y no democráticos. Estos últimos se dividieron no tanto por la oposición al liberalismo, común a todos ellos, sino por el diferente juicio que debía emitirse sobre la validez y eficacia del método democrático o gradualista como medio de conquista, primero, y luego del ejercicio del poder.

Entre tanto, la controversia sobre el método, en torno a la cual discreparon los simpatizantes del tránsito pacífico de una condición social a otra, cuyas formas institucionales son las ofrecidas por la democracia, y los partidarios de la subversión violenta, terminó por acentuar el valor instrumental de la democracia sobre el finalista y lo hizo paulatinamente predominar. En el contraste entre la democracia y la autocracia deben tomarse en consideración elementos sustanciales corno la idea de igualdad, asumida por unos y rechazada por otros; en cambio, en la contraposición entre las vías democrática y revolucionaria se plantean en primer lugar elementos de procedimiento. Es preciso remontarse a este contexto histórico, o sea, al surgimiento, dentro de los Estados democráticos, de movimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios que se fijan propósitos de transformación radical —no alcanzables mediante los mecanismos con los que son tomadas las decisiones colectivas en una democracia—, para darse cuenta del rotundo cambio de significado de la democracia que tuvo efecto, no por casualidad, después de la primera Guerra Mundial y la aparición de esos movimientos que derivaron de ella. Esta mutación de significado ha dado origen a la llamada concepción procedimental de la democracia, que hoy es abrazada por la mayoría de los estudiosos de política y puede echar mano de la autoridad de Schumpeter, Kelsen, Popper y Hayek, aunque pertenezcan a diferentes tendencias políticas. Schumpeter definió la democracia como un modus procedendi a partir del cual individuos específicos obtienen el poder mediante una competencia que tiene por objeto el voto popular. De acuerdo con Kelsen, la democracia es esencialmente un método para seleccionar a los jefes, y su instituto fundamental es la elección. Es más que conocida la definición que Popper dio de la democracia como la forma de gobierno caracterizada por un conjunto de reglas que permiten el cambio de los gobernantes sin necesidad de usar la violencia. Finalmente, Hayek escribió que el mayor abuso que se puede hacer de la definición de democracia es el no referirla a un procedimiento para alcanzar el acuerdo sobre una acción común, y a cambio llenarla de ~ un contenido sustancial que prescriba cuáles deben ser los fines de esta acción.

Todo grupo social, por grande o pequeño que sea, requiere tomar decisiones colectivas, vale decir, determinaciones que atañen a toda la colectividad, independientemente del número de las personas que las toman. Para que una decisión sea considerada colectiva, y como tal válida y obligatoria para todos, se precisa de reglas que establezcan quién está autorizado a tomarlas y de qué modo. Las diversas formas de gobierno pueden ser distinguidas precisamente con base en las diferentes reglas que establecen quién decide y de qué manera. Con arreglo a este criterio, entre todas las definiciones que se pueden dar y han sido dadas de la democracia la más simple es la siguiente: es la forma de gobierno en la que rigen normas generales, las llamadas leyes fundamentales, que permiten a los miembros de una sociedad, por numerosos que sean, resolver los conflictos que inevitablemente nacen entre los grupos que enarbolan valores e intereses contrastantes sin necesidad de recurrir a la violencia recíproca. Estas reglas son primeramente las que atribuyen a los representantes de los diferentes valores e intereses el derecho de expresar libremente sus opiniones, incluso las opuestas a los gobernantes en turno, sin correr el riesgo de ser arrestados, exiliados o condenados a muerte, y el poder de participar directa o indirectamente, mediante delegados o representantes, en la formación de las decisiones colectivas, con un voto calculado de conformidad con el principio de mayoría. Que este principio derive de un acuerdo, el cual no asegura que la decisión sea la mejor solución, no cambia en nada el hecho de que tal cosa permite a personas que tienen valores e intereses diferentes llegar a una deliberación colectiva sin que haya necesidad de aniquilar al adversario. En esta competencia incruenta, los oponentes son vencidos en el cómputo de votos: consecuencia muy diferente de la que surge de la derrota en un duelo o en una guerra. Al margen de las llamadas reglas del juego democrático, los conflictos sociales por el predominio, o sea, para señalar quién tiene el poder de decidir por todos, no pueden ser resueltos más que con la preponderancia de una parte sobre la otra. El orden democrático es aquel sistema de convivencia entre quienes son diferentes que, más allá del plano moral (válido en pequeños grupos como el familiar o en asociaciones voluntarias de tamaño reducido), permite a esos que son diferentes vivir juntos sin (o con un mínimo de) violencia y transmitir el poder último, que es el de tomar las decisiones colectivas obligatorias, de manera pacífica.

Con base en la reconstrucción clásica de la manera en que brota un gobierno, efectuada por las doctrinas contractualistas, que constituyen un punto de referencia permanente para los simpatizantes de la democracia, un régimen así nace, en primera instancia, de un pacto de no-agresión puramente negativo entre individuos y grupos en conflicto, consistente en el compromiso recíproco de excluir el uso de la fuerza en sus relaciones, y de un segundo pacto positivo a partir del cual los mismos contrayentes concuerdan en establecer reglas para la solución pacífica de las controversias futuras. En fin, con el propósito de que este pacto sea garantizado contra posibles violaciones se requiere un contrato subsecuente por el que, siempre los mismos contrayentes, coinciden en atribuir a un tercero por encima de las partes la capacidad de hacer respetar, respaldado por la fuerza, los convenios anteriores. Este poder común es el que caracteriza al gobierno democrático cuando el pacto que lo origina prevé que sea limitado por los derechos inviolables de la persona ~ se ejerza con el máximo de participación y, por consiguiente, de consenso de los involucrados. No existe Estado sin monopolio de la fuerza legítima; pero a diferencia de lo que ocurre en los Estados autocráticos, el ejercicio exclusivo de la fuerza por parte del Estado democrático debe servir para garantizar el uso pacífico de las libertades civiles y políticas, y, a través de ellas, la definición de las decisiones colectivas mediante el debate libre y el conteo de los votos. En rigor, el derecho de reunión está garantizado con tal de que los convocados no porten armas. El derecho de asociación está reconocido con excepción de las sociedades militares y paramilitares. La libertad de expresión y la libertad de prensa son reconocidas a condición de que no sean usadas para instigar a la violencia. La principal forma de oposición de masas, que es la huelga, es una típica forma de oposición no violenta. La misma desobediencia civil en casos extremos puede ser tolerada si se lleva a efecto por medio de manifestaciones pacíficas o como resistencia pasiva.

El haber subrayado los aspectos de procedimiento del gobierno democrático, de suyo suficientes para caracterizarlo y diferenciarlo de la autocracia, no excluye la referencia a valores, implícitos en la selección misma de un procedimiento en lugar de otro. Se trata de que estos valores se hagan explícitos: en la insistencia de que en la definición mínima de democracia se ponga en primer lugar el tema de la no-violencia aparece el valor fundamental del derecho a la vida, y estrechamente ligado a éste el valor de la paz contrapuesto al antivalor de la guerra; en uno de sus institutos fundamentales, el sufragio universal, la democracia incluso solamente formal se inspira en el valor de la igualdad y por tanto en la exclusión de discriminaciones tradicionales entre los miembros de una misma sociedad con respecto al censo, la cultura, el sexo o las opiniones políticas y religiosas; el régimen democrático, como condición del ejercicio mismo de los derechos políticos, debe asegurar, como se ha dicho, algunas libertades fundamentales, como las de opinión, reunión y asociación, sin las cuales falta la dialéctica de las ideas que permite alcanzar la decisión a la que se debe someter toda la colectividad mediante el control recíproco de las opiniones. En los cimientos de la democracia moderna está una concepción individualista de la sociedad. Según esa concepción, la sociedad se instituye para bien del individuo, y no a la inversa. Tal idea recibe su fuerza de un presupuesto ético que, como todos los presupuestos éticos, puede ser justificado con argumentos más que demostrado racionalmente. Se trata del presupuesto de acuerdo con el cual el ser humano es una persona moral que tiene un fin propio y no puede ser tratado como un medio; tiene una dignidad y no un precio. A la persona en cuanto tal le son inherentes ciertos derechos que sin recurrir a postulados metafísicos pueden ser interpretados y justificados como pretensiones, que emergen progresivamente en el curso de la historia, de los hombres y de las mujeres de ser tratados de forma que no sean sometidos a sufrimientos inútiles, humillaciones, sumisiones prolongadas o marginaciones, y a gozar de un mínimo de bienestar.

Mientras los procedimientos universales y los valores que portan consigo, o que presuponen, permiten diferenciar a los gobiernos democráticos de los autocráticos, se pueden distinguir varias formas de democracia tanto con base en criterios procedimentales como teniendo en cuenta la mayor o menor aproximación a la realización de los valores fundamentales.

En referencia a la primera distinción, son dos los principales criterios según si se tiene en cuenta el nivel institucional más alto o el más bajo. En el primero de ellos se ubica la diferencia entre las formas de gobierno presidencial y parlamentaria. La distancia entre las dos radica en la distinta relación entre el legislativo y el ejecutivo. Mientras en el régimen parlamentario el grado de democracia del ejecutivo depende de ser una emanación del legislativo, el que a su vez descansa en el voto popular, en el segundo el jefe del ejecutivo es electo directa y periódicamente por el pueblo, y por tanto responde de sus actos de gobierno no ante el parlamento, sino frente a los electores. En el nivel institucional más bajo se plantea la distinción entre la democracia mayoritaria y la consensual, que se apoya principalmente en la distinta formación de los grupos políticos luego de la adopción de dos diferentes sistemas electorales, el de colegio uninominal y el proporcional. En la democracia mayoritaria existe la posibilidad de alternancia en el gobierno entre los dos grupos políticos principales, y la mayoría está constituida por un solo partido o por la alianza del partido que obtuvo más votos con un partido minoritario; en la democracia consensual, donde la fragmentación de los grupos políticos generada por el sistema electoral de representación proporcional sólo permite gobiernos de coalición, la formación de un gobierno siempre es producto de compromisos entre distintos partidos, es menos fácil la alternancia total y los gobiernos tienden a ser menos estables.

Por lo que atañe a los principios inspiradores, las democracias se distinguen a partir del mayor o menor éxito en la tendencia a eliminar toda forma, incluso esporádica, de violencia política (terrorismo de derecha o izquierda, intentos recurrentes de golpes militares); con base en la mayor o menor amplitud del espectro en el que se colocan los derechos de libertad y la mayor o menor protección por parte del Estado de las libertades personales; con base en la mayor o menor dimensión del igualitarismo que se extiende de la igualdad formal o ante la ley a las varias Formas de igualdad sustancial, propias del llamado Estado social. Se pasa de formas de democracia imperfecta o cuasidemocráticas como son aquellas en que el recurso a la violencia política nunca es eliminado del todo, a través de las democracias más o menos liberales, a las formas más avanzadas de la democracia social, que es la que realiza con más amplitud el ideal ético de la democracia.

El diferente grado de democracia depende de varias razones vinculadas a la historia y a la sociedad de cualquier país. El orden político es una parte del sistema social en su conjunto y está condicionado por éste. Entre esas razones se encuentran las: a) históricas, referentes a la mayor o menor continuidad de una tradición democrática (hay países en los que el gobierno democrático no ha sufrido interrupciones, y otros en los que los regímenes democráticos se han alternado con gobiernos autocráticos); b) sociales, que dependen de la mayor o menor heterogeneidad de la composición de los grupos étnicos, raciales, de donde proviene el diferente grado de integración; c) económicas, concernientes a la mayor o menor desigualdad de riqueza, de lo que proviene la marginación también política de las masas más pobres y la no-correspondencia entre los derechos formalmente reconocidos y los que realmente se ejercen; y d) políticas, relativas a la mayor o menor amplitud de las clases dirigentes, por una parte, y a la mayor o menor dificultad de los estratos más débiles de la población, en cuanto más numerosos, de organizarse políticamente y de poder influir en las decisiones que les interesan.

En el nivel más alto encontramos las democracias que poseen raíces históricas profundas, tienen una población socialmente más homogénea, son capaces de adoptar progresivamente disposiciones para corregir las desigualdades económicas mediante diversas medidas redistributivas, tienen una clase política extensa, diferenciada y competitiva, y favorecen la organización de todos los intereses mediante la formación estable de grupos de presión, sindicatos según el oficio y partidos. En el nivel más bajo se ubican las democracias en las que están presentes sólo algunos de estos requisitos. Donde ninguno de ellos existe, cualquier intento por instituir un gobierno democrático encuentra graves dificultades y la construcción que deriva de ese esfuerzo no está destinada a durar.

Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio

La crisis integral del modelo energético neoliberal

“Un hombre honrado y con escrúpulos dentro de la industria petrolera es un fenómeno tan raro que merecería figurar en un museo”. Harold L. Ickes – Administrador del Petróleo para la Guerra del Presidente Franklin D. Roosevelt

“Si se está en contra de los trusts petroleros es imposible llegar al gobierno, pero luego es aún más difícil gobernar con ellos”. Franklin D. Roosevelt.

“Ningún país puede pensar en desarrollarse sobre bases coloniales.” “No hay país soberano que resigne el control de sus recursos energéticos a manos de las leyes del mercado, a sabiendas de que ello significa hipotecar su crecimiento y desproteger a sus futuras generaciones”. Arturo Illia.

“Mi más completa decepción es frente a algunas situaciones ni fu ni fa, de las cuales creía que se podía sacar algo; ahora me convenzo, terminantemente, de que los términos medios no pueden significar otra cosa que la antesala de la traición”. Ernesto “Che” Guevara.

PRIMERA PARTE.-

I.- Ratificación del Diagnóstico General.-

En el anterior Informe Energético de Agosto del 2003 titulado “El Modelo Prolijo y el Progresismo Cosmético – Petróleo y Servicios Públicos”, señalamos con la mayor objetividad que todo indicaba que la administración del Presidente Kirchner continuaba con las mismas políticas socioeconómicas neoliberales –la energética incluida- aplicadas por sus antecesores, siendo la única diferencia aquella que surge de los discursos oficiales. En política, es lo que se conoce como “el doble discurso”.

El acatamiento, verbalmente disimulado, a las directivas del FMI y a las instrucciones de los EEUU y del G7 así lo muestran, mientras lo confirman la inexistencia de cambios estructurales al modelo implantado desde 1989, la profundización del la regresividad impositiva, la protección de los negocios de un sistema bancario irrecuperable (las AFJP, en especial) y, recientemente, el proyecto del Ejecutivo en tratamiento Legislativo, de Ley de Responsabilidad Fiscal, que subordina el federalismo constitucional al Ministerio de Economía, haciendo realidad el antiguo sueño del FMI de tratar con un solo interlocutor válido. Por otra parte, los grandes números de la economía también lo certifican, pues mientras aumenta el PBI, disminuye la participación del sector trabajo en el ingreso. Consecuentemente, cabe interrogarse sobre quienes se apropian de las mayores riquezas generadas y, sin dudas, podemos señalar al agro y a los petroleros, más concretamente y en especial, a los concesionarios de producción de la Ley de Hidrocarburos. Las ilegales ventas externas, la indexación de sus precios internos, el no ingreso al país del 70 % de sus divisas generadas, la redolarización del precio interno del gas, la novación de sus contratos que incluyen el perdón de sus incumplimientos y vicios de origen, el bajo porcentual, la mala liquidación de las regalías y el mantenimiento de situaciones de privilegio contrarias a la Ley nº 17.319, siguen siendo sus mecanismos principales de generación de utilidades. Tal como decía el Presidente Perón, “La única verdad es la realidad” y ante la misma, nadie puede seguir creyendo que nos encontraos ante un gobierno progresista.

II.- Balance a la fecha del presente Informe.-

La vigente Ley de Emergencia Pública Nº 25.561, sancionada en enero del 2002, contiene disposiciones positivas, entre las que destacamos por tener relación con el sector energético a: la ratificación de la prohibición de indexar cualquier precio de la economía dispuesta por la Ley de Convertibilidad; la extensión de similar prohibición sobre las tarifas de los servicios públicos, la potestad otorgada al Ejecutivo de fijar precios a cualquier tipo de bien comercializable considerado crítico, la creación del derecho a las exportaciones de bienes energéticos y la obligatoriedad de revisar en profundidad los contratos de las privatizadas celebrados por la Administración Pública bajo normas de derecho público, estableciendo pautas específicas para las prestadoras de servicios públicos. El párrafo marcado en negrita, significa que entran todos los contratos regidos por la Ley de Hidrocarburos y también aquellos referidos a la generación de energía eléctrica.

En sus inicios, con la finalidad de proceder a la revisión dispuesta por la Ley, la actual Administración contrató a FLACSO y dio participación a algunas ONG representativas de los usuarios, pero, al mismo tiempo excluyo de la revisión a los contratos “no regulados”, es decir, los más importantes, a saber: los correspondientes a los concesionarios de producción de la Ley de Hidrocarburos y los de los generadores de energía eléctrica. Al poco tiempo, fueron excluidos FLACSO y las ONG de los usuarios y el PE obtuvo la sanción de una Ley modificatoria de la Nº 25.561 que le permite otorgar incrementos tarifarios sin necesidad de revisar íntegramente los contratos. En base a esta última Ley, es que se han sancionado los recientes aumentos.

Desde la sanción de la Ley 25.561 y de la devaluación del peso, las empresas petroleras “no reguladas” siguieron ajustando los precios de los combustibles líquidos (GLP, es decir, garrafas y tubos incluidos) en base al precio internacional; de tal forma, al seguir desconociendo la vigencia de la prohibición indexatoria; provocaron que la Administración Duhalde decretara la declaración de la emergencia de abastecimiento; de allí parte el convenio entre refinadoras, productoras y el PE que fijaba para el petróleo en boca de pozo un valor de U$S 28,50 el barril, recientemente desconocido (aumentos del gasoil) ante la indiferencia gubernamental. Al mismo tiempo, tampoco respetaban el control de cambios impuesto por la Administración De la Rúa, y continuaron manteniendo en el exterior el 70 % de las divisas que les generan sus exportaciones, situación que les fue convalidada por el Presidente Duhalde al final de su mandato. Éstas concesionarias de la Ley de Hidrocarburos han ido aumentando sus presiones tendientes a obtener, por lo menos, el mismo precio en dólares que el gas en boca de pozo tenía en diciembre del 2001.

Por su parte, las generadoras eléctricas han sido beneficiadas con subsidios y habían asumido mantener sus precios a las distribuidoras. Uno de los objetivos que se fijaron fue el mantenimiento de las normas que regulan el funcionamiento del Mercado Eléctrico Mayorista, que les permiten generar ganancias extraordinarias mediante la aplicación del método consistente en aplicar a todas las unidades ofertadas, el precio de la última, que invariablemente es el más caro. Tanto las generadoras eléctricas, como las transportistas y distribuidoras del sector y las transportadoras y distribuidoras de gas natural, iniciaron una campaña que perseguía la obtención de incrementos tarifarios que les permitieran recomponer sus utilidades en dólares, al mismo nivel predevaluatorio.

En resumen, podemos decir que los:

a) concesionarios de producción siguieron indexando los precios de los combustibles líquidos y, mediante los Decretos Nº 180 y 181 y sus normas complementarias, han redolarizado el precio del gas, que pasará en breve tiempo, de U$S 0,40 a U$S 1,50 medido en millones de BTU (275 % de aumento en dólares); Tampoco han visto limitadas sus exportaciones de petróleo y apenas lo han sido solamente los “excedentes” de los ilegales contratos de exportación de gas. Los compromisos de inversión en exploración son misérrimos y los de desarrollo de los actuales yacimientos destinados a incrementar la oferta de gas, son dudosos, porque al ser el petróleo y el gas productos asociados, cabe preguntarse que han hecho en los primeros meses de este año con el gas, cuando han seguido extrayendo la misma cantidad de petróleo;

b) las generadoras eléctricas han mantenido inalterable el funcionamiento del Mercado Mayorista y han conseguido que les subsidien la compra de combustibles sustitutivos del gas natural faltante (es el caso del fuel-oil comprado a PDVESA), a causa de los incumplimientos de provisión incurridos por las productoras y de las transportadoras de gas;

c) las licenciatarias del servicio público de transporte, tanto eléctricas como gasíferas han sido liberadas de construir a su costo las obras infraestructurales –gasoductos troncales y líneas de alta tensión- y de afrontar el costo de sus incumplimientos, que debido a la gravedad de los mismos podría haberes costado la nulidad de sus contratos. El Estado Nacional se hará cargo de las obras, ya sea por medio de ENARSA o a través de extraños fideicomisos que nadie sabe bien como funcionan o cuales son las normas que regulan su accionar. Es lícito preguntarse lo siguiente: si las Leyes Regulatorias las obligan a prestar un servicio público de buena calidad y, al mismo tiempo, los respectivos contratos las liberan de concretar las inversiones necesarias para prestar el servicio licenciado, ¿en base a qué normas legales el Ejecutivo ha privilegiado las cláusulas contractuales por sobre las disposiciones de las Leyes que les dieron origen?. Además, serán premiadas a la brevedad con aumentos tarifarios de importancia;

d) ninguna de las empresas involucradas ha sido auditada por el Estado Nacional; en otras palabras, los usuarios y contribuyentes seguimos sin saber cuales son los costos reales de todos los servicios privatizados. El estudio de costos, utilizado por la Secretaría de Energía para justificar los aumentos del precio del gas, carece de seriedad pues no indica cuales son los criterios seguidos para distribuir los costos indirectos y conjuntos, es decir, que corresponden a productos asociados, como lo son el gas y el petróleo;

e) la totalidad de los beneficios que de una forma u otra percibirán las empresas, serán afrontados por los argentinos, ya sea en forma directa, a través de los precios y tarifas, o indirecta, por medio de la vía impositiva.

III.- Aspectos generales de la crisis.-

Hidrocarburos y servicios públicos.-

En el Informe de Agosto del 2003, señalábamos la necesidad de separar los análisis referidos al sector de hidrocarburos de aquellos destinados a la prestación de los servicios públicos de gas y electricidad, sin desconocer la interdependencia entre los campos propios donde se manifiestan los problemas, pues los precios del petróleo en el yacimiento y del gas en el punto de ingreso a la red troncal, vulgarmente llamados en boca de pozo, constituyen los precios estructurales o básicos de la economía. No son lo mismo las guerras del Golfo Pérsico y del Asia Central, donde las grandes potencias luchan para asegurarse reservas de hidrocarburos que les garanticen el abastecimiento de sus economía por los próximos 30 ó 40 años, que los regímenes de prestación de servicios públicos, por más importantes que estos sean. Mantenemos la misma advertencia conceptual.

El contexto internacional y la imprevisión nacional.-

La situación internacional es altamente preocupante. De acuerdo a estudios de técnicos prestigiosos e independientes, existe la posibilidad cierta de que en un plazo aproximado de cuarenta años, las actuales reservas mundiales de hidrocarburos se agoten. Además, por estar ubicadas las reservas mayoritariamente en países musulmanes, se potencia la aparición de conflictos internacionales de magnitud.

La reciente reunión del G7 más Rusia pero sin China, donde sin consultar a los dueños de los reservorios, se sentaron las bases del reparto de los mismos entre los concurrentes. El agravamiento de los conflictos bélicos y de las situaciones internas de los principales productores, especialmente de Arabia Saudita, deberían preocupar seriamente al Gobierno Nacional que, cuanto menos, tendría que pensar que ante una situación futura de escasez internacional creciente, no puede seguir ignorando el nivel de nuestras reservas y permitiendo a las petroleras continuar con su espectacular negocio de las exportaciones, al costo de explotar intensiva y depredatoriamente los yacimientos.

El reconocido especialista británico Jeremy Sampson (autor de “Las siete hermanas”) sostiene en Página 12 del 30/05/04 que “La guerra en Irak, con todos sus errores y horrores, sigue distrayendo a Occidente de la crisis en Arabia Saudita, que fue la consecuencia más seria del 11 de septiembre, y de las ambiciones de Osama Bin Laden. Una guerra civil en Arabia Saudita brindaría una mayor amenaza a la seguridad de Occidente que Irak o Afganistán. Porque si los fundamentalistas llegan en el futuro a tomar el poder en Arabia Saudita no sentirán la misma necesidad que los otros productores de vender su petróleo para financiar su desarrollo. Ellos creen que es la riqueza la que corrompió a su país y que se pueden arreglar sin el petróleo. Esa es la peor pesadilla para los consumidores occidentales: darse cuenta que el mayor exportador de petróleo no necesita exportar” (La negrita es propia).

La actual administración justicialista actúa como si el contexto externo nos resulta ajeno y siguen pensando que los hidrocarburos revisten la categoría de “commodity”, tal como lo sostienen las grandes petroleras multinacionales y sus “abrepuertas” locales (lobbyist) a los cuales el Presidente Kircher brinda un privilegiado trato.

Previsibilidad de la crisis – Criterios generales para superarla. Su continuidad.-

La actual es una situación crítica previsible e ineludible: sí o sí iba a suceder. Un sistema energético en que sus actores productivos sobreexplotan incontroladamente los viejos yacimientos sin invertir en exploración; donde los concesionarios o licenciatarios de servicios públicos tampoco lo hacen en obras destinadas a asegurar la prestación normal de la que son legalmente responsables; que está casi totalmente extranjerizado con lo cual pensar que tengan algún compromiso con nuestro país es una fantasía irrealizable; que genera altísimas utilidades que son giradas libremente al exterior, incluso en las actuales circunstancias y ante la complacencia de un Ministerio de Economía que, sumiso al FMI, privilegia sus problemas de caja y se ha convertido en un “lobbyist” de las privatizadas.; donde la planificación y el control estatal han estado premeditadamente ausentes, no puede tener otro fin distinto al que estamos y seguiremos padeciendo: el colapso del modelo energético neoliberal.

Podemos describir la crisis diciendo que los argentinos hemos vendido las joyas de la abuela, nos endeudamos para seguir la fiesta y, como no invertimos en mantener, mejorar y ampliar nuestros activos físicos, se nos cayó la casa encima.

El sistema anterior, estatal nacional, racional, solidario, súperavitario en rentas y puesto al servicio del desarrollo económico-social autónomo, nos dejó una infraestructura física que aún disponemos, sin olvidar que los servicios públicos derivados permitían el acceso y la permanencia de los argentinos, sin que fueran aspectos descalificatorios su nivel de ingreso o su lugar de residencia.

No está de más recordar que fue iniciado por el Presidente Yrigoyen y la creación de YPF en 1922. La designación al frente de la misma del Coronel e Ingeniero Enrique Mosconi por parte del Presidente Alvear y la formulación y ejecución de un plan de crecimiento empresario cuya finalidad era el desplazamiento de los trusts internacionales del petróleo que dominaban el mercado interno, donde, al igual que en estos días, regía en los surtidores el precio internacional o precio del golfo. Ese plan culminó el 1 de agosto de 1929 con la “Toma del Mercado de los Combustibles Líquidos”. En palabras de Mosconi, de ahora en más, serían los gobiernos de la República los que fijarían los precios de los combustibles y las riquezas antes que tomaban el camino del mar quedarán en el país. Todos los mencionados consideraron a esa decisión como la continuidad económica del 9 de Julio de 1816, cuando proclamamos la independencia política. En una situación internacional tan difícil como la actual, Argentina había decidido, soberanamente, utilizar las riquezas que el petróleo general en beneficio de los intereses de su pueblo.

A partir de esa postura, y especialmente a través de impuestos específicos –los Fondos Energéticos y Viales- cargados al precio de venta de los combustibles y al petróleo crudo procesado localmente, fue que la Nación, y también las Provincias, construyeron y mantuvieron toda la red vial nacional y provincial, la red de gasoductos troncales (una de las más extensa del mundo), los grandes oleoductos troncales, la totalidad de las grandes represas hidráulicas nacionales y muchas provinciales, las líneas eléctricas troncales de alta tensión, la construcción de los polos petroquímicos de San Lorenzo, Ensenada y Bahía Blanca, sin olvidar las obras de colonización que YPF, Gas del Estado, Agua y Energía Eléctrica e Hidronor, hicieron realidad en todo el territorio nacional. Desde 1967, también se cargaba al precio de los combustibles el Impuesto a la Transferencia (ITC), sumándose posteriormente el IVA y en 1985 el 10 % destinado a las Cajas de Previsión Social. Además, YPF financiaba a las otras empresas del Estado y a actividades productivas de importancia, como el agro, por ejemplo.

Esa inversión infraestructural fue prevista y ejecutada con un horizonte de crecimiento de largo plazo y el grado de desarrollo logrado hasta julio de 1989, cuando comenzó a privatizarse y desregularse el sector energético, es exactamente el mismo de que disponemos a la fecha, al que debemos sumar que nuestras reservas de gas y de petróleo alcanzaban a 37 y 23 años, respectivamente. El logro de Yrigoyen, Alvear y Mosconi de 1929 fue revertido por la más pronunciada involución socioeconómica que registra la historia nacional, plasmada por la gestión presidencial de Menem, conservada y profundizada por todos sus sucesores. Consecuentemente, las riquezas generadas por los hidrocarburos retomaron el camino del mar y no se transforman en inversiones internas. Somos el único país autoabastecido donde sus habitantes pagan por sus combustibles el precio internacional. Este es la causa principal del colapso energético y, sin dudas, de la pobreza extrema en que viven más de la mitad de los compatriotas.

También se han manifestado problemas en las relaciones con organismos internacionales que, insolentemente, ante la pasividad de un Gobierno que ha olvidado que somos socios de los mismos y no mendicantes, exigen desde la supresión de los derechos a las exportaciones de petróleo hasta desmedidos y nunca estudiados incrementos de tarifas. Como novedad, se ha visto afectada la relación con países limítrofes, que no son más que otras derivaciones de la resignación de la soberanía nacional incurrida desde los años 90’, donde los intereses particulares y lucrativos fueron puestos por encima de los nacionales. Este último es el problema generado con las exportaciones de gas natural a Chile, donde el Presidente Lagos ha demostrado estar más informado sobre la crítica situación hidrocarburífera argentina que nuestras autoridades.

En cuanto a las medidas adoptadas para superarla, es menester tener en claro los criterios rectores a los que el Gobierno ha ajustado sus medidas, a saber:

a) Aceptación del Modelo Neoliberal. Ha respetado la propuesta electoral oportunamente presentada a la ciudadanía, pero muy poco divulgada (puede leerse en Internet en www.kirchnerpresidente). En la misma, que competía en cuanto a liberal se refiere, con las de Menem y López Murphy, se ratificaba y profundizaba el Modelo vigente implantado desde julio/89, aunque se prometía la recuperación de la renta petrolera (transcurrido más de una año de gobierno, ha sucedido todo lo contrario) y de la acción de oro de YPF S.A. (algo muy difícil de concretar porque nunca se perdió); también se criticaba la venta a Repsol del paquete mayoritario de acciones de YPF. Consecuentemente, el Presidente Kirchner ha sido coherente –salvo con la venta a Repsol- con sus conductas de apoyo al sistema colapsado, en especial con:

1) las privatizaciones de las empresas energéticas, especialmente YPF donde contribuyó a la obtención del quórum mínimo requerido para iniciar su tratamiento, circunstancia que implicaba su segura aprobación;

2) al copamiento de YPF por parte de Repsol, que importó para la Argentina la “liquidación” del 20 % del capital social (sólo se conservan 1.000 acciones que le permiten nombrar un director y un síndico y sus respectivos suplentes, y ejercer el poder de veto en las especiales circunstancias determinadas en la Ley de Privatización). En este caso, oportunamente, en el momento del copamiento, el entonces Gobernador santacruceño se alegraba de que la empresa española se integrara verticalmente, expresando al diario Crónica de Comodoro Rivadavia (10/05/99) “Es una de las operaciones más importantes para la Argentina”.”Repsol es una empresa que refina petróleo, no produce crudo, ni explora…y con la compra de YPF va a combinar la refinación de los productos de petróleo con la producción de crudo, con lo que va a llegar a ser una de las empresas más importantes del mundo”

3) al mantenimiento del criterio del precio internacional para el mercado interno y seguir considerando a los hidrocarburos como una simple mercancía comercializable.

b) Justificación de incumplimientos empresarios. A pesar de las altisonantes declaraciones presidenciales y ministeriales, el Gobierno ha aceptado la falacia empresaria de que las causas del colapso hay que buscarlas solamente en el congelamiento de tarifas de la energía eléctrica y el gas natural y, por ende, de los precios relacionados son ellas como el del gas en boca de pozo, cuyas tarifas debieron ser revisadas en su totalidad. En términos económicos, las empresas y la derecha política –Macri, López Murphy y Menem, Terragno, entre otros- han sostenido que la crisis ha sido consecuencia de la alteración del funcionamiento normal del mercado, dando por supuesto que éste funciona en el área de los hidrocarburos en forma similar a la compra venta de acciones en la Bolsa de Comercio; ante semejante afirmación habría que preguntarle a los iraquíes si tienen alguna opción de no vender su petróleo a los EEUU, o sea ¿cuál es la libertad de que goza la oferta en este caso?

De esta forma, se blanquea la falta de inversiones en el desarrollo de áreas o pozos gasíferos, en la construcción de nuevos gasoductos troncales y líneas de la red nacional de alta tensión. Tal conducta sólo puede entenderse si se trata de justificar el pasado aunque se lo denigre verbalmente, entendiendo que el modelo ha sido exitoso para todos, cuando en realidad, lo ha sido sólo para las empresas beneficiarias del proceso privatizador. Significa también olvidarse de la historia internacional reciente que nos muestra el colapso de sistemas eléctricos similares en California y la Costa Este de los EEUU y Canadá, donde no hubo congelamiento tarifario, con niveles de ingreso son, por lo menos, cinco veces mayores que el de los argentinos y con una administración pública más eficiente y menos corrupta. Al mismo tiempo se libera a las empresas de las penalidades que sus incumplimientos le han ocasionado y, como se verá, también del cumplimiento de lo no concretado.

c) Mantenimiento de situaciones de privilegio ilícitamente obtenidas. Tal es el caso, por ejemplo, de no ingresar al país el 70 % de las divisas, seguir indexando los precios internos, continuar con la operación de áreas obtenidas en contradicción a la Ley de Hidrocarburos, mantener exportaciones a pesar de no estar asegurado el consumo interno y menos aún el autoabastecimiento a mediano plazo, etc…

Tampoco el Poder Ejecutivo ha demostrado el menor interés en investigar hechos paradigmáticos de corrupción, tales como la prórroga de la concesión de explotación de Loma de La Lata, y las dos ventas de YPF. Casualmente, en el tema de Loma de La Lata y en la segunda venta del capital social de YPF, aparece Repsol.

Lo expuesto nos lleva a la conclusión de que las medidas adoptadas por el Gobierno, lo han sido dentro del irracional sistema energético vigente. Por consiguiente, nada tienen que ver con una solución definitiva del problema; todo indica que serán paliativos que transformarán en crónicos los desequilibrios sectoriales y cuyo costo no será absorbido por las empresas sino por todos los argentinos, según el Modelo Privatizador K, ya aplicado en los ferrocarriles y el peaje. El justicialismo gobernante pretende resucitar un sistema energético que al haber fracasado puesto al servicio de un modelo socioeconómico neoliberal, menos puede servir a una política económica que persiga objetivos diametralmente opuestos, dentro de un contexto de independencia política, soberanía económica, equidad social y equilibrio regional.

Al proceder en la forma señalada, la Administración Kirchner ha perdido la oportunidad de dar inicio a la reestructuración total del sector, aprovechando no solamente los incumplimientos contractuales sino también las manifiestas transgresiones empresarias e incumplimientos de sectores del la Administración, a las Leyes de Hidrocarburos, Convertibilidad, Marcos Regulatorios del Gas y de la Energía Eléctrica, Reforma del Estado, Emergencia Económica, Defensa de la Competencia y del Consumidor, de Abastecimiento, Emergencia Pública Nº 25.561 y Administración Financiera y Sistemas de Control del Sector Público Nacional. Por ejemplo, resulta difícil de entender, como la disminución premeditada de los volúmenes de gas destinados al mercado interno, llevada a cabo por los concesionarios de producción de la Ley de Hidrocarburos en marzo del corriente año –inicio público de la crisis- que fuera denunciada en un país extranjero por el Presidente Kirchner, no haya sido penalizada y por el contrario sus responsables hayan sido acreedores a la reinternacionalización del precio del gas en boca de pozo, que implica incrementos en dólares del 275 %.

En otras palabras, en lugar de seguir los lineamientos reestructuralistas propuestos por técnicos no vinculados a las empresas y por el MORENO (Movimiento para la Recuperación de la Energía Nacional Orientadora ) por ejemplo, el Gobierno ha preferido, a costa del bolsillo de los argentinos, “emparchar” el irracional modelo que rige desde julio de 1989.

Con su conducta, desconoce claras disposiciones de la Constitución Nacional; ésta, en su Preámbulo establece como objetivos fundantes de la República “proveer a la defensa común” y “promover el bienestar general”; ambos objetivos fueron utilizados por el Presidente Illia como Considerandos en los Decretos de anulación de los contratos petroleros firmados por el Presidente Frondizi. Cabe preguntarse si con la beligerante situación internacional por todos conocida, Argentina puede seguir permitiendo una explotación incontrolada de un bien no renovable, estratégico y muy escaso, como también si, ante la situación de extrema pobreza en que se encuentran muchos compatriotas, es posible seguir observando pasivamente que las rentas hidrocarburíferas tomen, en las palabras de Mosconi, el camino del mar. A su vez, el Art. 41 de la Carta Magna, obliga “a la utilización racional de los recursos nacionales” y a que las actividades productivas del presente deben preservar la calidad del ambiente y no deben “comprometer las de las generaciones futuras”. Si algo puede afirmarse sobre el desarrollo interno de las actividades productivas referidas a los hidrocarburos, es su irracionalidad que, entre otros daños, implica la depredación ambiental; como ejemplo de lo afirmado, cabe mencionar a los dos yacimientos más importantes: Loma de la Lata y Rincón de los Sauces.

Trascendencia política, económica y social del colapso

La dimensión de la crisis estructural, a las que deben sumarse las contradictorias e intrascendentes declaraciones de los funcionarios que insisten en negarla–en realidad, verdaderos relatores de la misma- han generado lógicos temores en gran parte de la población, que van desde el vislumbrar el corte de los servicios de luz y gas, o suponer fuertes incrementos de tarifas que, en el caso de la industria y especialmente en sectores PYMES, como el del GNC por ejemplo, ya se han materializado, preanunciando fuertes traslados a los costos.

La provisión de energía eléctrica, dentro de parámetros normales de riesgo se ha normalizado en gran parte, gracias a las lluvias que han mejorado la oferta hidroeléctrica; pero el futuro sigue incierto, tanto en volúmenes como en precios, con la importancia que esto último tiene para las previsiones empresarias. El abastecimiento de gas natural funcional al máximo de la capacidad de transporte disponible de la red troncal; por consiguiente, se siguen produciendo cortes; la Secretaría de Energía ha dispuesto aplicarlos a las usinas en primer lugar, pero, lamentablemente, privilegia a las refinadoras en desmedro de las pymes; en este caso, las refinadoras que son las que tienen el combustible sustituto a mejor precio y con menos problemas deberían ser las primeras a las que se le corte el suministro; al no hacerlo, se les permite comprar gas natural que, a pesar de los últimos aumentos, les resulta un buen negocio pues los combustibles líquidos sustitutos los venden al mercado interno o externo al precio internacional. Resulta imprescindible retirarles a las distribuidoras el poder de policía que ilegalmente les fuera delegado por el ENARGAS; este poder de control, está siendo utilizado para afectar con los cortes a aquellas empresas medianas y pequeñas que no aceptaron en su momento pasar de la categoría interrumpible a no interrumpible y, por supuesto, pagar bastante más por el suministro.

Las dificultades presentes y futuras han obligado a la mayoría de los habitantes a plantearse interrogantes que exceden los límites a que las falacias neoliberales nos tenían acostumbrados. Del creciente cuestionamiento a las privatizaciones, gran parte de los argentinos ha pasado a tener conciencia de la importancia que tenía el accionar de las grandes empresas públicas en el desarrollo de su vida cotidiana, presente y futura y, de cómo la afecta negativamente su privatización y extranjerización.

Paralelamente a la profundización de la crisis –cortes de gas con altas temperaturas e interrupciones en el servicio eléctrico – las ya señaladas ambiguas y esotéricas declaraciones oficiales, fueron mellando la decreciente credibilidad del Presidente, a pesar de que aun no se han trasladado a los precios la totalidad de los incrementos en el precio del gas y la electricidad y tampoco se han incrementado las tarifas domésticas, cosa que sucederá en los próximos meses.

La SEGUNDA PARTE del presente informe será dada a conocer en los próximos días. Estará referida a las medidas adoptadas por el Gobierno Nacional, en forma detallada, como por ejemplo ENARSA y el Plan Energético; también se analizan distintas opiniones, entre ellas, el Plan del Comité Nacional de la UCR.

El presente informe fue preparado por la Comisión especializada que funciona en el Instituto de la Energía y la Infraestructura de la Fundación Arturo Illia para la Democracia y la Paz, que dirige el Cr. Gustavo A. Calleja