LEGITIMIDAD - Norberto Bobbio
I. DEFINICION GENERAL
En el lenguaje ordinario el término l. tiene dos significados: uno genérico y uno específico. En el significado genérico, l. es casi sinónimo de justicia o de razonabilidad (se habla de l. de una decisión, de una actitud, etc.). El significado específico aparece a menudo en el lenguaje político. En este contexto, el referente más frecuente del concepto es el estado. Naturalmente aquí nos ocupamos del significado específico.
En una primera aproximación se puede definir la l. como el atributo del estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. la creencia en la l. es, pues, el elemento integrante de las relaciones de poder que se desarrollan en el ámbito estatal.
II. LOS NIVELES DEL PROCESO DE LEGITIMACION:
Ahora bien, si se considera el estado desde el punto de vista sociológico y no jurídico, se comprueba que el proceso de legitimación no tiene como punto de referencia al estado en su conjunto sino sus diversos aspectos: la comunidad política, el régimen, el gobierno y, cuando el estado no es independiente, el estado hegemónico al que está subordinado. Por lo tanto, la legitimación del estado es el resultado de una serie de elementos dispuestos a niveles crecientes, cada uno de los cuales concurre en modo relativamente independiente a determinarla. Es necesario, por lo tanto, examinar separadamente las características de estos elementos que constituyen el punto de referencia de la creencia en la l.
a] La comunidad política es el grupo social con base territorial que reúne a los individuos ligados por la división del trabajo político. Este aspecto del estado es objeto de la creencia en la l. cuando en la población se han difundido sentimientos de identificación con la comunidad política. En el estado nacional la creencia en la l. se configura predominantemente en términos de fidelidad a la comunidad política y de lealtad nacional.
b] El régimen es el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de esas instituciones. Los principios monárquicos, democrático, socialista, fascista, etc., definen algunos tipos de instituciones y de valores correspondientes, en los que se basa la l. del régimen. La característica fundamental de la adhesión al régimen, sobre todo cuando ésta se basa en la fe en la legalidad, consiste en el hecho de que los gobernantes y su política son aceptados en cuanto están legitimados los aspectos fundamentales del régimen, prescindiendo de las distintas personas y de las distintas decisiones políticas. De ahí que el que legitima el poder debe aceptar también el gobierno que se forme y actúe en conformidad con las normas y con los valores del régimen, a pesar de que no lo apruebe y hasta se oponga al mismo o a su política. Esto depende del hecho de que existe un interés concreto que mancomuna las fuerzas que aceptan el régimen: la conservación de las instituciones que rigen la lucha por el poder. El fundamento de esta convergencia de intereses consiste en el hecho de que se adopta el régimen como plataforma común de lucha entre los grupos políticos, ya que estos últimos lo consideran como una situación que ofrece condiciones favorables para la conservación de su poder, para la conquista del gobierno y para la realización parcial o total de los propios objetivos políticos.
c] El gobierno es el conjunto de funciones en que se concreta el ejercicio del poder político. Se ha visto que normalmente, es decir cuando la fuerza del gobierno descansa en la determinación institucional del poder, para que se califique como legítimo basta que este último se haya formado en conformidad con las normas del régimen, y que ejerza el poder de acuerdo con esas normas, de tal manera que se respeten determinados valores fundamentales de la vida política. Puede suceder, sin embargo, que la persona que es jefe del gobierno sea directamente objeto de la ordenanza en la legitimidad. en el estado moderno ocurre esto cuando las instituciones políticas están en crisis y los únicos fundamentos de l. del poder son el ascendiente, el prestigio y las cualidades personales del hombre puesto en el vértice de la jerarquía estatal. En todos los regímenes existe, aunque en diversa medida, una dosis de personalización del poder, como consecuencia de la cual los hombres no olvidan nunca las cualidades personales de los jefes bajo la función que ejercen. Pero lo que es esencial para distinguir el poder legal y el tradicional del poder personal o carismático (esta célebre división es de Max Weber) es que la l. del primero se basa en la creencia en la legalidad de las normas del régimen, estatuidas ex profeso y de modo racional, y del derecho de mandar de los que detentan el poder basado en tales normas; la l. del segundo tipo se apoya en el respeto a las instituciones consagradas por la tradición y a la persona (o a las personas) que detentan el poder, cuyo derecho de mando se atribuye a la tradición; la l. del tercer tipo se funda sustancialmente en las cualidades personales del jefe, y en forma subordinada en las instituciones. Este tipo de l., al estar ligado a la persona del jefe, tiene una existencia efímera, porque no resuelve el problema fundamental del que depende la continuidad de las instituciones políticas , o sea el problema de la transmisión del poder.
d] Queda todavía por examinar el caso del estado que, al no ser independiente, no es capaz de desempeñar la tarea fundamental de garantizar la seguridad de los ciudadanos (o, algunas veces, ni siquiera el desarrollo económico). No se trata, pues, de un estado en el verdadero sentido de la palabra sino de un país conquistado, de una colonia, de un protectorado o de un satélite de una potencia imperial o hegemónica. Una comunidad política que se halla en esas condiciones encuentra muchas dificultades para despertar la lealtad de los ciudadanos, porque no es un centro de decisiones autónomas. En consecuencia, su lealtad debe basarse completamente o en parte en la del sistema hegemónico o imperial del que forma parte. El punto de referencia de la creencia en la l. será, entonces, total o parcialmente la potencia hegemónica o imperial.
III. LEGITIMACION E IMPUGNACION DE LA LEGITIMIDAD
Los diversos niveles del proceso de l. definen otros tantos elementos que representan el punto de referencia obligado hacia el cual se orientan los individuos y los grupos en el contexto político. Si analizamos la acción de estos últimos, desde este punto de vista podemos descubrir dos tipos fundamentales de comportamiento. Si determinados individuos o grupos se dan cuenta de que el fundamento y los fines del poder son compatibles o están en armonía con su propio sistema de creencias y actúan en pro de la conservación de los aspectos básicos de la vida política, su comportamiento se podrá definir como legitimación. En cambio, si el estado es considerado en su estructura y en sus fines como contradictorio con el propio sistema de creencias, y este juicio negativo se traduce en una acción orientada a transformar los aspectos básicos de la vida política, este comportamiento podrá definirse como impugnación de la l.
El comportamiento de legitimación no caracteriza solamente a las fuerzas que sostienen el gobierno sino también a las que se oponen al mismo, en cuanto no tengan el propósito de cambiar también el régimen o la comunidad política. La aceptación de las reglas del juego, en particular, o sea de las normas en que se basa el régimen, no entraña solamente, como ya se ha señalado, la aceptación del gobierno y de sus mandatos, en cuanto estén conformes con el régimen, sino también la legítima expectativa, para la oposición, de transformarse en gobierno.
La diferencia entre oposición del gobierno e impugnación de la l. en ciertos aspectos corresponde a la que existe entre política reformista y política revolucionaria. El primer tipo de lucha tiende a lograr innovaciones -conservando las estructuras políticas existentes-, combate al gobierno pero no a las estructuras que condicionan su acción y propone un modo distinto de administrar el sistema constituido. El segundo tipo de lucha está dirigido contra el orden constituido y tiene por objeto modificar sustancialmente algunos de sus aspectos fundamentales; no combate únicamente al gobierno sino también al sistema de gobierno, o sea a las estructuras del que éste es expresión.
Con esto hemos pasado ya a examinar el comportamiento impugnador de la l. En este sector hay que distinguir dos actitudes: la de rebelión y la revolucionaria. La actitud de rebelión se limita a la simple negación, al rechazo abstracto de la realidad social, sin determinar históricamente la propia negación y el propio rechazo. En consecuencia, no es capaz de reconocer el movimiento histórico de la sociedad, ni de encontrar objetivos de lucha concretos, y termina siendo prisionero de la realidad que no logra cambiar. La actitud revolucionaria lleva a cabo, en cambio, una negación determinada históricamente de la realidad social. Su problema consiste siempre en descubrir la lucha concreta, puesta de manifiesto por el movimiento histórico real que permita realizar las transformaciones posibles de la sociedad. Esto significa que la acción revolucionaria no tiene nunca como objetivo cambiar radicalmente la sociedad sino derribar las instituciones políticas que impiden el desarrollo y crear otras nuevas capaces de liberar las tendencias que han madurado en la sociedad hacia formas de convivencia más elevadas. Por lo que respecta, luego, a la elección del método legal o ilegal para realizar los objetivos revolucionarios, se trata de un problema que se resuelve en las diferentes fases de la lucha en función de la utilidad y de la eficacia de cada una de las acciones relacionadas con el fin. La estrategia debe, en efecto, adaptarse a las circunstancias en que se desarrolla la lucha, que no pueden ser elegidas.
IV. ESTRUCTURA POLITICA Y SOCIAL, CREENCIAS EN LA LEGITIMIDAD E IDEOLOGÍA
El influjo del consenso de los diferentes miembros de una comunidad política en la legitimación de cualquier estado, aun del más democrático, no es de hecho equivalente. El pueblo no es una suma abstracta de individuos, cada uno de los cuales participa directamente con igual cuota de poder en el control del gobierno y en el proceso de formación de las decisiones políticas, como aparece a través de la ficción jurídica de la ideología democrática. Las relaciones sociales no subsisten entre individuos absolutamente autónomos sino entre individuos situados que ocupan un papel definitivo en la división social del trabajo. Ahora bien, la división del trabajo y la lucha social y política que se deriva de aquélla hacen que la sociedad no se considere nunca a través de representaciones conformes con la realidad sino con una imagen deformada de los intereses de los protagonistas de esa lucha (ideología) cuya función consiste en legitimar el poder constituido. Se trata de un representación completamente fantástica de la realidad y no de una simple mentira. Cada ideología, cada principio de l. del poder, para desarrollarse con eficacia, debe, en efecto, contener también elementos descriptivos que lo hagan creíble y, en consecuencia, idóneo para producir el fenómeno del consenso. Por este motivo, cuando las creencias en que se basa el poder no corresponden ya a la realidad social, se abandonan y se asiste al cambio histórico de ideologías.
Cuando el poder es estable y es capaz de cumplir de manera progresista o conservadora sus propias funciones esenciales (defensa, desarrollo económico, etc.), esto hace valer simultáneamente la justificación de su propia existencia, apelando a determinadas exigencias latentes en las masas, y con la potencia de su propia positividad se crea el consenso necesario. En los períodos de estabilidad política y social el influjo sobre la formación de la conciencia social de los que la división del trabajo ha colocado en el vértice de la sociedad es decisiva, porque es capaz de condicionar en forma relevante el comportamiento de los que no ocupan papeles privilegiados. A estos últimos les parece tan importante la realidad del estado que tienen la sensación de encontrarse frente a una fuerza natural o condiciones necesarias e inmutables de la existencia asociada. Por otra parte, para adaptarse a la dura realidad de su condición social, el hombre ordinario se ve llevado a idealizar su pasividad y sus sacrificios en nombre de principios absolutos capaces de hacer realidad el deseo y de convertir en verdad su esperanza.
En cambio, cuando el poder está en crisis, porque su estructura ha entrado en contradicción con el desarrollo de la sociedad, entra también en crisis el principio de l. que lo justifica. Ocurre esto porque en las fases revolucionarias, o sea cuando el aparato del poder se deshace, caen también los velos ideológicos que lo ocultaban a la población y se manifiesta a plena luz su incapacidad de resolver los problemas que van madurando en la sociedad. Entonces la conciencia de las masas entra en contradicción con la estructura política de la sociedad; todos se vuelven políticamente activos, porque las decisiones son simples y comprometen directamente al hombre ordinario; el poder de decisión está realmente en manos de todos. Naturalmente estos fenómenos ocurren mientras no se haya formado otro poder y, en consecuencia, otro principio de l. La experiencia histórica demuestra, en efecto, que a todo tipo de estado le corresponde un tipo distinto de l., o sea a cada forma de lucha por el poder le corresponde una ideología dominante distinta.
V. EL ASPECTO DE VALOR DE LA LEGITIMIDAD.
El consenso hacia el estado no ha sido nunca (y no es) libre sino siempre, por lo menos en parte, forzado y manipulado. la legitimación se presenta de ordinario como una necesidad, cualquiera que sea la forma del estado. Numerosas investigaciones sociológicas han probado, por ejemplo, que el fenómeno de la manipulación del consenso existe también en los regímenes democráticos. Ahora bien, como el poder determina siempre, por lo menos en parte, el contenido del consenso, que puede ser, por consiguiente, más o menos libre o más o menos forzado, no parece lícito darle el atributo de legítimo tanto a un estado democrático como a un estado tiránico por el solo hecho de que en ambos se manifiesta la aceptación del sistema.
Si nos limitamos a definir como legítimo un estado del que se aceptan los valores y las estructuras fundamentales, esta formulación termina incluyendo también lo opuesto de lo que comúnmente se entiende por consenso: el consenso impuesto y el carácter ideológico de su contenido. La definición propuesta al principio se ha manifestado, por lo tanto, insatisfactoria, porque es compatible con cualquier contenido. Para superar esta incongruencia, que parece invalidar la misma exactitud semántica de la definición descriptiva, hay que poner en evidencia una característica que el termino l. tiene en común con muchos otros términos del lenguaje político (libertad, democracia, justicia, etc.): designa al mismo tiempo una situación y un valor de la convivencia social. La situación que designa este término consiste en la aceptación del estado por parte de una fracción relevante de la población; el valor es el consenso libremente manifestado por una comunidad de hombres autónomos y conscientes. El sentido de la palabra l. no es estático sino dinámico; es una unidad abierta, de la que se presupone un cumplimiento posible en un futuro indefinido y cuya realidad actual es sólo un asomo. En cualquier manifestación histórica de la l. brilla siempre la promesa, presentada hasta ahora como irrealizada, de una sociedad justa en que el consenso, que constituye su esencia, pueda manifestarse libremente sin interferencia del poder y de la manipulación y sin mistificaciones ideológicas. Con esto hemos adelantado cuáles son las condiciones sociales que permitirían aproximarse a la plena realización del valor incorporado en el concepto de l.: la desaparición tendencial del poder en las relaciones sociales y del elemento psicológico que está ligado a ellas: la ideología.
Ahora bien, el criterio que permite discriminar los diversos tipos de consenso parece consistir en el distinto grado de deformación ideológica a que está sometida la creencia en la l. y en el distinto grado de manipulación correspondiente a que se sujeta dicha creencia. de acuerdo con este criterio se podría demostrar que no todos los tipos de consenso son iguales y que sería más legítimo el estado en que el consenso pudiera expresarse más libremente y en el que fuera menor la intervención del poder y de la manipulación y, por lo tanto, menor el grado de deformación ideológica de la realidad social en la mente de los individuos. Por tanto, cuanto más forzado sea el consenso y más tenga un carácter ideológico, tanto más será aparente. De acuerdo con esto se puede formular una nueva definición de l. que permita superar las limitaciones y las incongruencias de la propuesta al principio. Se trata en esencia de integrar en la definición el aspecto de valor, que es un elemento constitutivo del fenómeno. Por consiguiente se podrá decir que la l. del estado es una situación que no se realiza nunca en la historia, sino como aspiración, y que, por consiguiente, un estado será más o menos legítimo en la medida en que realice el valor de un consenso manifestado libremente por parte de una comunidad de hombres autónomos y conscientes, o sea en la medida en que se acerque a las idea-límite de la eliminación del poder y de la ideología en las relaciones sociales.
Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio
En el lenguaje ordinario el término l. tiene dos significados: uno genérico y uno específico. En el significado genérico, l. es casi sinónimo de justicia o de razonabilidad (se habla de l. de una decisión, de una actitud, etc.). El significado específico aparece a menudo en el lenguaje político. En este contexto, el referente más frecuente del concepto es el estado. Naturalmente aquí nos ocupamos del significado específico.
En una primera aproximación se puede definir la l. como el atributo del estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Por lo tanto, todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. la creencia en la l. es, pues, el elemento integrante de las relaciones de poder que se desarrollan en el ámbito estatal.
II. LOS NIVELES DEL PROCESO DE LEGITIMACION:
Ahora bien, si se considera el estado desde el punto de vista sociológico y no jurídico, se comprueba que el proceso de legitimación no tiene como punto de referencia al estado en su conjunto sino sus diversos aspectos: la comunidad política, el régimen, el gobierno y, cuando el estado no es independiente, el estado hegemónico al que está subordinado. Por lo tanto, la legitimación del estado es el resultado de una serie de elementos dispuestos a niveles crecientes, cada uno de los cuales concurre en modo relativamente independiente a determinarla. Es necesario, por lo tanto, examinar separadamente las características de estos elementos que constituyen el punto de referencia de la creencia en la l.
a] La comunidad política es el grupo social con base territorial que reúne a los individuos ligados por la división del trabajo político. Este aspecto del estado es objeto de la creencia en la l. cuando en la población se han difundido sentimientos de identificación con la comunidad política. En el estado nacional la creencia en la l. se configura predominantemente en términos de fidelidad a la comunidad política y de lealtad nacional.
b] El régimen es el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de esas instituciones. Los principios monárquicos, democrático, socialista, fascista, etc., definen algunos tipos de instituciones y de valores correspondientes, en los que se basa la l. del régimen. La característica fundamental de la adhesión al régimen, sobre todo cuando ésta se basa en la fe en la legalidad, consiste en el hecho de que los gobernantes y su política son aceptados en cuanto están legitimados los aspectos fundamentales del régimen, prescindiendo de las distintas personas y de las distintas decisiones políticas. De ahí que el que legitima el poder debe aceptar también el gobierno que se forme y actúe en conformidad con las normas y con los valores del régimen, a pesar de que no lo apruebe y hasta se oponga al mismo o a su política. Esto depende del hecho de que existe un interés concreto que mancomuna las fuerzas que aceptan el régimen: la conservación de las instituciones que rigen la lucha por el poder. El fundamento de esta convergencia de intereses consiste en el hecho de que se adopta el régimen como plataforma común de lucha entre los grupos políticos, ya que estos últimos lo consideran como una situación que ofrece condiciones favorables para la conservación de su poder, para la conquista del gobierno y para la realización parcial o total de los propios objetivos políticos.
c] El gobierno es el conjunto de funciones en que se concreta el ejercicio del poder político. Se ha visto que normalmente, es decir cuando la fuerza del gobierno descansa en la determinación institucional del poder, para que se califique como legítimo basta que este último se haya formado en conformidad con las normas del régimen, y que ejerza el poder de acuerdo con esas normas, de tal manera que se respeten determinados valores fundamentales de la vida política. Puede suceder, sin embargo, que la persona que es jefe del gobierno sea directamente objeto de la ordenanza en la legitimidad. en el estado moderno ocurre esto cuando las instituciones políticas están en crisis y los únicos fundamentos de l. del poder son el ascendiente, el prestigio y las cualidades personales del hombre puesto en el vértice de la jerarquía estatal. En todos los regímenes existe, aunque en diversa medida, una dosis de personalización del poder, como consecuencia de la cual los hombres no olvidan nunca las cualidades personales de los jefes bajo la función que ejercen. Pero lo que es esencial para distinguir el poder legal y el tradicional del poder personal o carismático (esta célebre división es de Max Weber) es que la l. del primero se basa en la creencia en la legalidad de las normas del régimen, estatuidas ex profeso y de modo racional, y del derecho de mandar de los que detentan el poder basado en tales normas; la l. del segundo tipo se apoya en el respeto a las instituciones consagradas por la tradición y a la persona (o a las personas) que detentan el poder, cuyo derecho de mando se atribuye a la tradición; la l. del tercer tipo se funda sustancialmente en las cualidades personales del jefe, y en forma subordinada en las instituciones. Este tipo de l., al estar ligado a la persona del jefe, tiene una existencia efímera, porque no resuelve el problema fundamental del que depende la continuidad de las instituciones políticas , o sea el problema de la transmisión del poder.
d] Queda todavía por examinar el caso del estado que, al no ser independiente, no es capaz de desempeñar la tarea fundamental de garantizar la seguridad de los ciudadanos (o, algunas veces, ni siquiera el desarrollo económico). No se trata, pues, de un estado en el verdadero sentido de la palabra sino de un país conquistado, de una colonia, de un protectorado o de un satélite de una potencia imperial o hegemónica. Una comunidad política que se halla en esas condiciones encuentra muchas dificultades para despertar la lealtad de los ciudadanos, porque no es un centro de decisiones autónomas. En consecuencia, su lealtad debe basarse completamente o en parte en la del sistema hegemónico o imperial del que forma parte. El punto de referencia de la creencia en la l. será, entonces, total o parcialmente la potencia hegemónica o imperial.
III. LEGITIMACION E IMPUGNACION DE LA LEGITIMIDAD
Los diversos niveles del proceso de l. definen otros tantos elementos que representan el punto de referencia obligado hacia el cual se orientan los individuos y los grupos en el contexto político. Si analizamos la acción de estos últimos, desde este punto de vista podemos descubrir dos tipos fundamentales de comportamiento. Si determinados individuos o grupos se dan cuenta de que el fundamento y los fines del poder son compatibles o están en armonía con su propio sistema de creencias y actúan en pro de la conservación de los aspectos básicos de la vida política, su comportamiento se podrá definir como legitimación. En cambio, si el estado es considerado en su estructura y en sus fines como contradictorio con el propio sistema de creencias, y este juicio negativo se traduce en una acción orientada a transformar los aspectos básicos de la vida política, este comportamiento podrá definirse como impugnación de la l.
El comportamiento de legitimación no caracteriza solamente a las fuerzas que sostienen el gobierno sino también a las que se oponen al mismo, en cuanto no tengan el propósito de cambiar también el régimen o la comunidad política. La aceptación de las reglas del juego, en particular, o sea de las normas en que se basa el régimen, no entraña solamente, como ya se ha señalado, la aceptación del gobierno y de sus mandatos, en cuanto estén conformes con el régimen, sino también la legítima expectativa, para la oposición, de transformarse en gobierno.
La diferencia entre oposición del gobierno e impugnación de la l. en ciertos aspectos corresponde a la que existe entre política reformista y política revolucionaria. El primer tipo de lucha tiende a lograr innovaciones -conservando las estructuras políticas existentes-, combate al gobierno pero no a las estructuras que condicionan su acción y propone un modo distinto de administrar el sistema constituido. El segundo tipo de lucha está dirigido contra el orden constituido y tiene por objeto modificar sustancialmente algunos de sus aspectos fundamentales; no combate únicamente al gobierno sino también al sistema de gobierno, o sea a las estructuras del que éste es expresión.
Con esto hemos pasado ya a examinar el comportamiento impugnador de la l. En este sector hay que distinguir dos actitudes: la de rebelión y la revolucionaria. La actitud de rebelión se limita a la simple negación, al rechazo abstracto de la realidad social, sin determinar históricamente la propia negación y el propio rechazo. En consecuencia, no es capaz de reconocer el movimiento histórico de la sociedad, ni de encontrar objetivos de lucha concretos, y termina siendo prisionero de la realidad que no logra cambiar. La actitud revolucionaria lleva a cabo, en cambio, una negación determinada históricamente de la realidad social. Su problema consiste siempre en descubrir la lucha concreta, puesta de manifiesto por el movimiento histórico real que permita realizar las transformaciones posibles de la sociedad. Esto significa que la acción revolucionaria no tiene nunca como objetivo cambiar radicalmente la sociedad sino derribar las instituciones políticas que impiden el desarrollo y crear otras nuevas capaces de liberar las tendencias que han madurado en la sociedad hacia formas de convivencia más elevadas. Por lo que respecta, luego, a la elección del método legal o ilegal para realizar los objetivos revolucionarios, se trata de un problema que se resuelve en las diferentes fases de la lucha en función de la utilidad y de la eficacia de cada una de las acciones relacionadas con el fin. La estrategia debe, en efecto, adaptarse a las circunstancias en que se desarrolla la lucha, que no pueden ser elegidas.
IV. ESTRUCTURA POLITICA Y SOCIAL, CREENCIAS EN LA LEGITIMIDAD E IDEOLOGÍA
El influjo del consenso de los diferentes miembros de una comunidad política en la legitimación de cualquier estado, aun del más democrático, no es de hecho equivalente. El pueblo no es una suma abstracta de individuos, cada uno de los cuales participa directamente con igual cuota de poder en el control del gobierno y en el proceso de formación de las decisiones políticas, como aparece a través de la ficción jurídica de la ideología democrática. Las relaciones sociales no subsisten entre individuos absolutamente autónomos sino entre individuos situados que ocupan un papel definitivo en la división social del trabajo. Ahora bien, la división del trabajo y la lucha social y política que se deriva de aquélla hacen que la sociedad no se considere nunca a través de representaciones conformes con la realidad sino con una imagen deformada de los intereses de los protagonistas de esa lucha (ideología) cuya función consiste en legitimar el poder constituido. Se trata de un representación completamente fantástica de la realidad y no de una simple mentira. Cada ideología, cada principio de l. del poder, para desarrollarse con eficacia, debe, en efecto, contener también elementos descriptivos que lo hagan creíble y, en consecuencia, idóneo para producir el fenómeno del consenso. Por este motivo, cuando las creencias en que se basa el poder no corresponden ya a la realidad social, se abandonan y se asiste al cambio histórico de ideologías.
Cuando el poder es estable y es capaz de cumplir de manera progresista o conservadora sus propias funciones esenciales (defensa, desarrollo económico, etc.), esto hace valer simultáneamente la justificación de su propia existencia, apelando a determinadas exigencias latentes en las masas, y con la potencia de su propia positividad se crea el consenso necesario. En los períodos de estabilidad política y social el influjo sobre la formación de la conciencia social de los que la división del trabajo ha colocado en el vértice de la sociedad es decisiva, porque es capaz de condicionar en forma relevante el comportamiento de los que no ocupan papeles privilegiados. A estos últimos les parece tan importante la realidad del estado que tienen la sensación de encontrarse frente a una fuerza natural o condiciones necesarias e inmutables de la existencia asociada. Por otra parte, para adaptarse a la dura realidad de su condición social, el hombre ordinario se ve llevado a idealizar su pasividad y sus sacrificios en nombre de principios absolutos capaces de hacer realidad el deseo y de convertir en verdad su esperanza.
En cambio, cuando el poder está en crisis, porque su estructura ha entrado en contradicción con el desarrollo de la sociedad, entra también en crisis el principio de l. que lo justifica. Ocurre esto porque en las fases revolucionarias, o sea cuando el aparato del poder se deshace, caen también los velos ideológicos que lo ocultaban a la población y se manifiesta a plena luz su incapacidad de resolver los problemas que van madurando en la sociedad. Entonces la conciencia de las masas entra en contradicción con la estructura política de la sociedad; todos se vuelven políticamente activos, porque las decisiones son simples y comprometen directamente al hombre ordinario; el poder de decisión está realmente en manos de todos. Naturalmente estos fenómenos ocurren mientras no se haya formado otro poder y, en consecuencia, otro principio de l. La experiencia histórica demuestra, en efecto, que a todo tipo de estado le corresponde un tipo distinto de l., o sea a cada forma de lucha por el poder le corresponde una ideología dominante distinta.
V. EL ASPECTO DE VALOR DE LA LEGITIMIDAD.
El consenso hacia el estado no ha sido nunca (y no es) libre sino siempre, por lo menos en parte, forzado y manipulado. la legitimación se presenta de ordinario como una necesidad, cualquiera que sea la forma del estado. Numerosas investigaciones sociológicas han probado, por ejemplo, que el fenómeno de la manipulación del consenso existe también en los regímenes democráticos. Ahora bien, como el poder determina siempre, por lo menos en parte, el contenido del consenso, que puede ser, por consiguiente, más o menos libre o más o menos forzado, no parece lícito darle el atributo de legítimo tanto a un estado democrático como a un estado tiránico por el solo hecho de que en ambos se manifiesta la aceptación del sistema.
Si nos limitamos a definir como legítimo un estado del que se aceptan los valores y las estructuras fundamentales, esta formulación termina incluyendo también lo opuesto de lo que comúnmente se entiende por consenso: el consenso impuesto y el carácter ideológico de su contenido. La definición propuesta al principio se ha manifestado, por lo tanto, insatisfactoria, porque es compatible con cualquier contenido. Para superar esta incongruencia, que parece invalidar la misma exactitud semántica de la definición descriptiva, hay que poner en evidencia una característica que el termino l. tiene en común con muchos otros términos del lenguaje político (libertad, democracia, justicia, etc.): designa al mismo tiempo una situación y un valor de la convivencia social. La situación que designa este término consiste en la aceptación del estado por parte de una fracción relevante de la población; el valor es el consenso libremente manifestado por una comunidad de hombres autónomos y conscientes. El sentido de la palabra l. no es estático sino dinámico; es una unidad abierta, de la que se presupone un cumplimiento posible en un futuro indefinido y cuya realidad actual es sólo un asomo. En cualquier manifestación histórica de la l. brilla siempre la promesa, presentada hasta ahora como irrealizada, de una sociedad justa en que el consenso, que constituye su esencia, pueda manifestarse libremente sin interferencia del poder y de la manipulación y sin mistificaciones ideológicas. Con esto hemos adelantado cuáles son las condiciones sociales que permitirían aproximarse a la plena realización del valor incorporado en el concepto de l.: la desaparición tendencial del poder en las relaciones sociales y del elemento psicológico que está ligado a ellas: la ideología.
Ahora bien, el criterio que permite discriminar los diversos tipos de consenso parece consistir en el distinto grado de deformación ideológica a que está sometida la creencia en la l. y en el distinto grado de manipulación correspondiente a que se sujeta dicha creencia. de acuerdo con este criterio se podría demostrar que no todos los tipos de consenso son iguales y que sería más legítimo el estado en que el consenso pudiera expresarse más libremente y en el que fuera menor la intervención del poder y de la manipulación y, por lo tanto, menor el grado de deformación ideológica de la realidad social en la mente de los individuos. Por tanto, cuanto más forzado sea el consenso y más tenga un carácter ideológico, tanto más será aparente. De acuerdo con esto se puede formular una nueva definición de l. que permita superar las limitaciones y las incongruencias de la propuesta al principio. Se trata en esencia de integrar en la definición el aspecto de valor, que es un elemento constitutivo del fenómeno. Por consiguiente se podrá decir que la l. del estado es una situación que no se realiza nunca en la historia, sino como aspiración, y que, por consiguiente, un estado será más o menos legítimo en la medida en que realice el valor de un consenso manifestado libremente por parte de una comunidad de hombres autónomos y conscientes, o sea en la medida en que se acerque a las idea-límite de la eliminación del poder y de la ideología en las relaciones sociales.
Extraído del Diccionario de Política de Norberto Bobbio
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